A pedirte vengo como generoso
que todas nuestras penas conviertas en gozo.
En la esquina de alguna de las calles del centro de Mérida, esperando el paso de la procesión del Nazareno, un grupo de muchachos casi adolescentes, atendiendo la voz de uno de ellos, comenzó a rezar un rosario que fue inmediatamente seguido, con gran seriedad, por todos los que estábamos parados en esa esquina.
Un poco más adelante, a pesar del frio y la lluviecita que acompañaba el paso del Santo, un enorme grupo de promeseros descalzos, caminaban cerca de la imagen, llevada en andas por sus cofrades, intentando de cualquier forma tocar los maderos que la sostenían.
A lo largo de la ruta procesional, cientos (o quizás miles) de personas, vestidas con todo tipo de túnicas moradas, improvisaban cantos, oraciones y peticiones que respondían las que el sacerdote oficiante proponía en cada estación. Algunas esquinas exhibían – a pesar de la basura que obstruía el paso – altares cargados de flores y devoción; y desde un balcón en la plaza Bolívar, una lluvia de pétalos y globos de color purpura, saludó el paso de Jesús, El Nazareno.
Como esas, miles de expresiones de fe (que no son otra cosa) llenaban la noche merideña más vistosa de la Semana Santa: la que dedicamos al Nazareno, tanto por tradición inquebrantable como por necesidad de aferrarnos a algo que nos devuelva el optimismo quebrado. Vivimos la hora menguada y ante eso parece que solo nos queda rezarle al santo con más larga y creíble tradición de milagros; después de todo nadie osa olvidar que fue Él mismo, quien hace 500 años llenó de limonadas el cuerpo apestado de un pueblo que se extinguía en manos de la enfermedad. Más allá de lo que somos y de lo que entendemos por Fe y por Dios, tenemos la imagen del Nazareno para exorcizar, cada Miércoles Santo, la mala hora.
Este miércoles tuve la sensación de que no nos queda otra cosa. Que así como en las fechas aciagas del escorbuto que, tal vez por azaroso, pudo ser resuelto con el acido jugo de un limón que impenitente casi acaba con la corona del santo; en estas fechas en las que el hombre ha decidido dejarse atrapar por una peste hecha a imagen y semejanza de su maldad, sólo queda pedir que las balas las detengan los santos, tal vez con una ayudita nuestra, si es que queremos. Está visto que aquellos a quienes tocaba embraguetarse para ponernos escudos, han fallado en el mandato.
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