Casi todos los días hago propósitos firmes; cambian de intensidad y, mucho más, de objetivo. Algunas veces, (la mayoría, debo decirlo para acariciar mi ego) los cumplo con exactitud franciscana. Por ejemplo, hace más de un año me propuse dejar de fumar y en menos de tres semanas, había suspendido los Marlboros Rojos - no sin titánico esfuerzo - un acto de pura fuerza de voluntad, para ser francos. Porque la importancia de mis propósitos es bastante variada, algunas veces la voluntad me abandona y la fuerza, corre la misma suerte de Sansón después del peluquero. Como hoy, digamos. Hace tiempo me propuse no hablar más de la cosa venezolana. Quiero decir (cuando digo cosa) no hablar más del tema político venezolano. Ese asunto del que todos creemos saber mucho y en el que nos regocijamos con voz de falsos expertos y gestos de predicadores.
Si hoy rompo mi juramento de no traer a este blog mas “análisis” de la cosa venezolana, se debe, (y eso me justifica ampliamente) a un amigo al que aprecio y conozco hace muchos años. Gran conversador, informado, culto y muy simpático, mi amigo se precia de conocer íntimamente los meandros de la corriente colorada (no en balde fue corriente suya hace años) y enarbola, casi en cada conversación, sus vastos conocimientos sobre la tradición democrática venezolana que conocemos todos. Es decir, mi amigo es un apasionado opositor, que transpira optimismo. Como muchos. Su tesis, al igual que la de una minoritaria mayoría, es que “muerto el perro se acabará la rabia” palabras más, palabras menos.
A mi me encanta escucharlo o, tal vez deba decir, me encantaba. Últimamente su optimismo exacerbado me ha proporcionado momentos de dolor y rabia; tanto que, a punto estoy de comenzar a evitarlo seriamente, aun cuando se que eso no es bueno. La razón: fundamentalmente, yo estoy sentado firmemente sobre la línea finísima que divide al realista, del terriblemente pesimista. Eso me hace diferente. Eso me hace merecedor de burlas y me convierte en desacreditable miembro de una alternativa que, creo, aumenta con los días: los que ya no creemos en nada ni en nadie. Los que sentimos que no tenemos patria, ni bandera, ni tendencia política, ni promisor futuro. Es decir, una tropical versión de los indignados que han llenado titulares de prensa en Europa y comienzan a dejarse oír en otras latitudes. El trópico, lamentablemente, nos otorga una diferencia – pivotal - : nosotros no hemos salido de twitter o facebook y seguimos pensando que a lo mejor es un peligro calentar la calle. Somos esos (hablo por mí, nada más) que no creemos el cuento de la enfermedad, ni esperamos elecciones, ni vemos salidas a corto plazo, sino que sentimos que que vivimos en un país entrampado en una locura que no nos permite disfrutar ni de la entrega del Oscar.
Somos, probablemente (lo dijo una voz superior: Francisco Suniaga) la oposición de la oposición y eso no nos hace admirables, lo entiendo. Pero, al menos, somos una palabra que debería escucharse sin sorna, somos un grupete al que debería respetarse, aunque esté equivocado. Somos la representación misma de lo que la oposición clama a gritos: un espacio en el que quepamos todos. Por eso, he vuelto a hablar de la “cosa venezolana”. También por eso, y lo siento profundamente, empiezo a retirarme de espacios de discusión y escucho a los optimistas, (incluido mi querido amigo) como quien escucha a quien tiene derecho a ser escuchado. Es una lastima que no reciba ese trato a cambio; pero, supongo que lo merezco por no seguir la corriente y dármelas de excéntrico desinformado.
Me gusta imaginar que, calmadas las aguas, (si es que llegan a calmarse algún día) mi amistad con este optimista histórico habrá sobrevivido, y que las ironías de mal gusto que hoy me causan tanto escozor (qué puedo hacer, soy muy sensible) darán paso a verdaderas acciones de reacomodo. De no ser así, lo sentiré como una baja de guerra que merece lagrimas; pero, no estoy dispuesto, ni por salvar esa amistad, a modificar mi postura. No creo que estemos a las puertas del cambio, ni que estemos haciendo un trabajo de hormiguita para entregarle un legado digno a nuestros hijos y nietos. Sencillamente creo que estamos entrampados en un cuento inverosímil de desgobierno; y eso es mucha trampa, mucha desgracia. Mucha razón para no ser optimista.