sábado, 29 de junio de 2013

Way to go...

Es probable que cuando promulgó la Ley de Defensa del Matrimonio (Defense of Marriage Act o DOMA) en 1996, Bill Clinton no haya tenido tiempo para pensar en el mandato del tiempo, en la vergüenza que demolió su propia defensa del matrimonio, (de su matrimonio, vale decir) ni en el hecho simple de que sus ungidos darían la espalda a su firma, celebrando con una simple frase el primer gran triunfo de la lucha más seria por derechos civiles que se ha desarrollado en América, desde la protagonizada por afroamericanos en tiempos de su apartheid:  love is love, ha dicho Barack Obama recientemente,  a pesar de tener tanto que agradecerle a ese antecesor que una vez negó,  con su rúbrica,  un alegato tan simple.
Es la noticia internacional del momento: mientras que los europeos (con excepción de los franceses que se han revelado conservadores ultraderechistas) celebran con toda normalidad matrimonios de toda validez entre parejas de cualquier tipo, Los Estados Unidos de América, quizás la nación más poderosa del mundo, insisten en mantenerse opuestos, en ejercicio de su doble moral, a la simple mención de lo que ellos han bautizado, no sin cierta dosis de error, el matrimonio gay. Postura que ahora tendrá que ser revisada y seguramente transformada, gracias a la lucha que una anciana de 83 años emprendió (como guinda de postre) junto a un grupo valiente de abogados y partidarios, para hacer valer sus derechos de viudedad, obteniendo al mismo tiempo una razón para seguir adelante en la vida. Love is love, nada más cierto.
Edith "Edie" Windsor vivió durante más de cuarenta años con Thea Spyer, aunque no pudieron casarse hasta el año 2007, debido a la prohibición. Durante todos esos años fueron una pareja que, según todas las apreciaciones, hizo verdad aquello de “en la salud y la enfermedad, para bien y para mal, hasta que la muerte los separe”. Al morir Thea, Edie quedó como heredera universal de sus bienes, como es lógico, encontrándose con un gran obstáculo para poder disfrutar de esa herencia muy merecida: El fisco le cobraba 363 mil dólares por impuestos que no hubiera tenido que pagar si Thea hubiera sido Theo. En otras palabras, si Edie hubiera estado casada con un hombre y este, al morir, la hiciera heredera de sus bienes, Edie habría accedido a ellos sin pagar tal cantidad de impuestos. Ese hecho, no tan simple por múltiples implicaciones,  fue el inicio de una lucha que se mantuvo por varios años y que, junto a muchos otros reclamos, permitió a la Corte Suprema de Justicia de Los Estados Unidos de América, tildar de inconstitucional a la circunspecta DOMA el pasado 23 de junio de 2013 y decretar que los beneficios (múltiples y muy ventajosos) derivados del hecho de estar casado aplican por igual a todas las parejas que contraigan matrimonio en alguno de los estados donde este sea válido, abriendo el camino para la final aprobación del matrimonio con la concepción amplia y normal del caso. Un camino que será largo y complicado, seguramente; pero, cuenta con el apoyo del 56% de los americanos quienes consideran que la prohibición de la igualdad en el matrimonio es una violación -  y como tal debe verse -  de lo que sería la enmienda XIV de su constitución. De ahí, la trascendental importancia de la sentencia: Los jueces, en realidad, ni siquiera consideraron el tema de la igualdad de derechos matrimoniales, pues no había méritos para ello. Ellos miraron y sentenciaron el derecho a la igualdad de derechos. Simplemente lo que esta sentencia quiere decir, es que no existe una manera de que un ciudadano americano tenga un derecho en Mississippi que no pueda tener en California, una situación que se podría agravar dada la alta movilidad de los norteamericanos; una cuestión básica que se llama igualdad y que al ponerlo de otra forma estaría afirmando que existen ciudadanos de primera clase y ciudadanos de segunda clase. Que su amor es más amor en un sitio que en otro, tanto que puede ser validado en un estado pero no en otro, y por lo tanto, su libertad de ser y de amar depende de su ubicación geográfica. 
No es la primera vez que el matrimonio es objeto de luchas encarnizadas: el derecho de un blanco a casarse con una mujer negra fue peleado y conseguido a nivel federal. De modo que esta victoria, a todas luces inmensa, no es sino la primera importante victoria de una disputa que necesita convencer de su legitimidad a ese pequeño 43 % de americanos que todavía sienten su familia amenazada por la existencia de una cara desconocida y peligrosamente amable del amor. Del amor, es decir, de la única razón por la que una familia debe empezar a existir, debe mantenerse unida y debe constituir eso que llaman “un pilar de la sociedad”.
La dirección en que esta sentencia histórica de la Corte Suprema ha llevado las pugnas por derechos cuya negación es absurda, está señalando una trayectoria a favor impulsada por personas de mentalidad joven, mucho menos pendiente de prohibiciones que causan infelicidad. Mucho menos interesada en un asunto tan íntimo como el sexo de la gente y lo que cada uno hace con eso.
No es poca cosa. Es el primer paso para el desmantelamiento de la doble moral americana. El primer paso para libertades más plenas. El primer paso para un mundo mas justo. Después de todo no es necesario recordar, pero lo haremos, que todo lo que verdaderamente estremece al mundo occidental, estremece primero a la pacata sociedad norteamericana.
Way to go, americans….way to go.  

miércoles, 26 de junio de 2013

¡En Carabobo!

La única vez que estuve en el Campo de Carabobo en toda mi vida sucedió hace 42 años. Yo tenía 10 y mi papá,  en su nunca reeditado empeño por mostrarme alguno de los “altares de la patria” inventó, muy para mi desgracia, un paseo para el Campo el mismo día que se celebraba – en el más puro estilo  bananero  – el sesquicentenario de la batalla que selló la Independencia patria. Fue una ocasión familiar de las que uno guarda en su inconsciente más profundo, no olvida nunca y evita contrastar hasta con los involucrados, que fueron muchos:  un buen número de primos, mi hermano mayor (que, en silencio, empezó a deslastrarse del apellido ese mismo dia) algunos de mis tíos y mi abuela Ofelia, en cuyo auto, un enorme Ford Fairlane azul turquesa nos embutimos los niños más cercanos al afecto de mi padre.
Me cuesta decirlo; pero, de todas las oportunidades que mi familia tuvo para patentar un neo concepto de disfuncionalidad rampante, esa no tuvo desperdicio; así que, por puro pudor,  no voy a entrar en detalles. Baste con decir que salimos de Carabobo en un estado mucho más ruinoso que las tropas que 192 años atrás corrieron tras los españoles infamantes aniquilándolos,  no se sabe cómo, y que mi abuela tuvo que apelar a todo su histrionismo neo espartano, para evitar lo que bien pudo haber sido una condena a cadena perpetua para mi padre, venezolanamente borracho. El calor inhumano, el plástico de los asientos del auto de mi abuela, la falta de comida, la monumental cola de automóviles que cerró por completo cualquier posibilidad de regresar a la casa de El Trigal y al abuelo principesco, son algunas de las razones que esgrimo para voltear los ojos y secarme el sudor frio cada vez que  en camino a la playa, por ejemplo, paso por un lado del glorioso monumento. Fue horrible. Lo juro por este puñado de cruces.
Algunas de las poquísimas oportunidades en que he tenido la leve curiosidad de visitar esos mismos altares de la patria que  mi papá quiso mostrarme alguna vez, (esperen que un día les cuente lo de la Cueva del Guácharo….¡Jesús Sacramentado!) el Campo de Carabobo es  una ráfaga de recuerdos tan feos, que rápidamente sale del itinerario. Nunca más quise ver, ni por televisión,  ninguna de las epopeyas que, en nuestra vida republicana, han escenificado en el sagrado recinto in memorian ; pero, basta que uno haga planes definitivos en la vida para que Dios estalle en carcajadas. El pasado 24 de Junio, (es decir, anteayer casi) en pleno disfrute del día de no hacer nada, que aquí se conoce como día de asueto,  se me ocurrió averiguar en que andaban los señores aquellos que no nos gobiernan pero se autoproclaman gobernantes y…muéranse…estaban en el Campo de Carabobo reescribiendo la historia hacia su lado más chimbo.  Entonces empecé a pedirle a Dios que ningún muchachito de 10 años haya tenido la mala suerte de verse en lo que me había visto yo 42 años atrás. Twitter (inefable transmisor de lo bueno,  lo malo y lo feo) se ocupó de ponerme al día y, poco antes de que terminaran las celebraciones de mi santo, ya estaba enterado en detalle de las tropelías bolivarianas que se escenificaron allí, donde aparentemente un puñado de venezolanos mal pertrechados, dieron su vida por la libertad de la patria y el ideal megalómano de un mantuano llamado Simón Bolívar, ahora puesto en duda, a juzgar por la iconografía obsesiva  de quienes siguen, con el mismo fervor, a Sai Baba y  al difunto comandante supremo. Hubo de todo,  como en botica,  más alguna sorpresita insuperable, como  las tetas erguidas de nuestra mujer bolivariana, apenas cubiertas por una manito de témpera que no ocultaba los pezones del deshonor. Y ojo, no tengo absolutamente nada en contra de un buen par de tetas, es que me parece que deben mostrarse en donde deben mostrarse, a menos que usted se llame Janet Jackson y listo.
Es posiblemente un asunto de mala suerte. Carabobo siempre estará ligado a lo que no se hace y quizás, al pésimo gusto heredado de ancestros ceremoniales caribes. Siempre será un calorón y un chorro de sudor abierto desde el amanecer. Servirá, siempre, para que gobernantes gordos y mal encarados  exhiban sus impudicias bajo la lana fría de trajes que uno no se pone en el trópico, desde descapotables muestras de un poder que no llega a nadie. Servirá, siempre, para que el imaginario se confunda de muertos y cambie de rostros. Servirá para todo.
Incluso para que peinar canas sea un acto cargado de traumas contra el abuso perpetrado por el uniforme y para que dos presidentes en pugna, ninguno de los cuales ha sido legítimamente favorecido por sus electores, echen un pulso, laven sus trapos sucios en nuestras amplias ventanas y exhiban, sin vergüenza alguna, las tetas operadas de sus mujeres sin conseguir disimular que, en la intimidad de las milicias patrias, ni manda el que parece, ni el que manda ha conseguido la forma de conjurar la herencia que le dejó el maluco de su padre.

lunes, 24 de junio de 2013

Cortina ¿de humo o de nieve?


 
Si nos apegamos a la costumbre española, tan correcta como la opinión de cada uno, de traducir cada palabra en inglés que se les atraviesa en el camino; el gringo de moda se llamaría algo así como Eduardo Estudio de Nieve, una traducción bastante cercana a lo que podría ser literalmente el significado de sus apellidos, que también pueden valer como cuarto de nieve, habitación de nieve o ensayo de nieve. Nada mal, para empezar a buscar algunas pistas en el prólogo de una historia a la que, cuando se le ponga el definitivo The End, va a dejar (a quienes la vivan) más allá de la estupefacción más estupefacta.
Tengo varios días viéndolo. Tratando de, como dijera aquel infame narrador de noticias internacionales, seguir los hechos desde el principio hasta el desarrollo de los acontecimientos y, quizás porque tengo cierto conocimiento – empírico -  del That´s the way y de un millón de historias, mi tendencia a los culebrones disparatados no ha hecho sino dispararse a los niveles más altos de tenemos-una-historia-que-dejará-loco-el-nuevo-testamento. Por más que lo intento, no he podido conformarme con creerle a los circunspectos medios noticiosos, al gobierno de Obama y a los incontables voceros de un bando y de otro, la versión que cuentan y que, dicho sea de paso, puede ser tan cierta como que Dios está en el cielo y de allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos…..yo no sé, realmente no sé. A lo mejor es que me están haciendo falta las series del verano, quizás es que el súper agente 86 está instalado en mi inconsciente desde los tiempos de Raquelita Castaños y el vaso de Toddy; pero, yo no puedo terminar de creerme el cuento. No el que cuentan ellos.
¿Qué fue lo que pasó con Edward? Salió y dijo que al gobierno de Estados Unidos le había dado por espiar a la mismísima Michelle si se descuidaba.  Ahja. ¿Alguien se sorprende con eso? ¿Era esa una razón suficiente para armar semejante escándalo? Posiblemente, Edward traicionó a la CIA, OK. Pero, ¿es lógico que ese gobierno, papá del terrorismo de estado y más arrecho que el perro de los Branger, dejara salir al bocón como si nada y armara el lio después de la escapada? (sí ya lo sé, el tipo habló después de haberse puesto a buen resguardo) pero, si el hombre de nieve es tan peligroso para la estabilidad política de Obama, ¿es tan difícil volar un avión y de paso, acabar con el montón de “activistas” que el muchacho malo carga a la pata? Si, lo es para personas con escrúpulos y decencia como usted y yo. Pero, ¿para el gobierno de Estados Unidos?  A mí no me hagas reír que tengo el labio partido…
Edward Snowden puede perfectamente ser lo que los gringos dicen que es. No hay por qué dudarlo. Puede ser la mitad de eso; pero, puede que sea exactamente lo opuesto. Y a mí, con el perdón del atrevimiento, me está que sí, que era Pedro.  Peor, aun, me está que los que van a caer por inocentes, por puro afán paranoico de tener “armas” morales para destruir el imperio que tanto odian, son los que hoy andan poniéndole en bandeja el trajecito de quinceañera inocente. A lo mejor yo estoy más loco que una cabra, (es una afirmación) pero, desde hace rato, cada vez que escucho a la Gollinger y su media lengua y leo las arengas persecutorias contra la planta insolente del extranjero (rubio y blanco como Brad Pitt) no hace sino prendérseme la alarma de la carcajada final. Si hay algo que los gringos han hecho exitosamente a lo largo de su historia, es espiar gobiernos enemigos y, para ello, se han valido de las marramuncias más grandes.
Poner a un chamo con cara de santo,  lentecitos de intelectual sin paga y una fama más ambigua que la de Teresa la Ronca, a transitar libremente entre Hong Kong, Moscú, La Habana, Ecuador y Caracas….carajo Barack….¿cómo no se nos había ocurrido antes?

martes, 18 de junio de 2013

De Tíos e intolerancias...

Llegue a la casa de mi madre entrada la madrugada. En la habitación,  que había sido la mía en la adolescencia y se mantenía más o menos igual,  a pesar de mis años viviendo fuera (quizás como recordatorio de aquella gran verdad según la cual uno ha de tener un lugar al que pueda volver siempre, aunque no regrese nunca) encima de la misma cama sin cabecero en la que  padecí mis primeros sueños de amor, estaba la nota,  escrita en una hoja cualquiera de cuaderno, con  la letra elegante de mi hermano Jorge Luis, que decía: “Gordo, vamos a ser tíos”.
Estaba sólo en la penumbra de una habitación en la que no podía hacer ruido. El resto de la familia dormía plácidamente.  A medida que mis ojos se acostumbraban a la media luz, entendí, entre otras cosas, que me acababa de perder la gran celebración. También, que me acababa de perder las lágrimas de alegría de mamá, la - seguramente escandalosa - emoción de mi hermano menor y que, por suerte, la vida familiar se extendía y festejaba a pesar de mis ausencias, cada vez más largas.
Fue, como todo en mi familia, un embarazo tribal del que participaron las hermanas de mi madre,  los primos, los amigos de mi hermano y por supuesto, los compinches de cada uno de nosotros, desde las trincheras de cada uno de nosotros y que rompió aguas una madrugada de junio, mientras, otra vez, yo estaba de fiesta. Después de muchos mensajes de mi madre en el contestador de mi teléfono y con un ratón de horas, ese día a media tarde  estaba yo cargando por vez primera a la primogénita de la estirpe, sangre de mi sangre,  para entender de una vez  que es verdad que uno es capaz de dar su vida por alguien.
La alegría de esas primeras horas duró muy poco. Los primeros meses de su vida, la niña (como la llamamos todos) los pasó entrando y saliendo de clínicas, como otros niños de esa edad los pasan descubriendo sonajeros. La caterva de tíos, desolados, llorábamos sin consuelo el dolor de ver una parte de nuestra carne, atravesada por agujas y sueros en los retenes pediátricos de casi todos los centros de salud de Mérida.  La niña había nacido intolerante a la lactosa y hacia gastroenteritis con mayor facilidad que pucheros.  No se iba a morir de eso, lo sabemos ahora, pero en ese momento, todas las fuerzas de aguante se pusieron a prueba y todos los remedios salvadores se intentaron sin éxito. Ha quedado para el anecdotario familiar, la cabra amarrada en el balcón para ser ordeñada algunas veces al día, en un acto desesperado recomendado por alguna “experta” medica alternativa que produjo la más grave de las estadías de nuestra niña en un centro hospitalario.  La niña,  sencillamente no podía consumir ningún tipo de leche, a riesgo de su vida.
En pocos días cumplirá 19 años.  Ha ido por la vida seduciendo pizzeros para que le preparen pizzas, (su comida favorita) sin queso y nunca un pretendiente, de los muchos que su hermosa juventud le ha regalado, ha osado invitarla a comer helados. En casa, si ella se sienta en la mesa, ni siquiera se piensa en ponerle trocitos de queso duro a la crema de apio;  el café con leche no está entre sus múltiples manías alimentarias y jamás, por ninguna razón, se ha ido a la cama con un vaso de leche tibia en las manos.
Es una decisión propia, obligada por las circunstancias. A la madre de la niña nadie le prohibió nunca comprar los alimentos importados con los que  fue criándola lentamente  entre biberones y pediatras que nunca fueron tildados de lacayos de nadie, aunque escribían récipes que contenían la obligatoria necesidad de mover cielo y tierra para conseguir un sucedáneo de leche infantil para darle a mi sobrina.  Su intolerancia, afortunadamente, se asocia sólo con los lácteos. Para todo lo demás, es tolerante hasta el dolor de cabeza (de sus padres).  Por eso ha superado con honores los 19 años que lleva vividos en este ambiente enrarecido de cambios que no llegan y prohibiciones absurdas. Para alegría nuestra, vive. Va a la universidad,  hace lo suyo y sueña con ser madre joven, como cualquiera que a su edad decida darle salida a su Susanita.
Lo que realmente lamentamos de esa parte del cuento  es que,  de seguir como vamos, para poder mimar a los hijos de la niña, habrá que tomar aviones. Nadie augura - ni por un segundo - que ella pueda amamantar a sus hijos y no será por no dañarse las tetas, ni por frivolidades imperializantes,  será por salud, una palabra que en esta tierra de (des) gracias, cada día significa menos.

viernes, 14 de junio de 2013

El Brujo

La fama lo había puesto a salvo del consultorio. Ya no necesitaba ganarse el dinero atendiendo muchachitas desesperadas por el abandono de algún zángano de cerro, ni “señoras” que se andaban buscando un problema. Se había librado también de los inciensos, ese olor insoportable que le repugnaba. Había simplificado la escenografía sacada de una mala película de brujos  y vivía con tranquilidad, de los ingresos que le brindaban su vestuario de lino blanco, su labia inigualable y una suerte que, ni salía en las cartas, ni se parecía remotamente a sus mejores sueños.
Rolando, su compañero de casa, tenía el don. O algo así. Un buen día lo descubrió echando unas barajas españolas a una de las vecinas y le pareció que servía para algo, sintió que la señora, que llegó sufriendo por  un asunto de amores contrariados, salió de allí de buen humor.  Entonces empezó a  ponerle atención para tratar de entenderlo. Nunca pudo,  Rolando bromeaba diciéndole que esa era una visión reservada para espíritus superiores, él se lo creía y por eso se mantuvo - no del todo - al margen;  hasta el día que, harto de escuchar barajas que hablaban de calamidades, fue testigo de la única predicción que Rolando atinó a medias: el incendio pavoroso, que sucedió el día que Jacinto estaba tratando de embaucar a la novia de turno, hiriendo de gravedad a Rolando, quien estuvo varios meses en recuperación y tuvo que mudarse de pueblo para calmar las furias de la dueña de la casa achicharrada, que insistía en cobrársela como si fuera un palacio.
Sin trabajo, sin casa y con escasos centavos en el bolsillo, Jacinto hizo sus pinitos como “consejero espiritual” entre la clientela apesadumbrada de Rolando. Se puso a hablar sin parar, les hizo creer que tenía dones y se ganó los primeros almuerzos más o menos dignos,  en varios años de su vida. Después consiguió un paquete de barajas españolas y apeló a su memoria para saber cómo se repartían sobre la mesa cubierta con un fieltro rojo, que instaló en el medio de su cuartico.  Sin otro talento que el arte de hacer sentir a sus clientes mucho mejor que en el confesionario, Jacinto se  hizo experto en mal de amores, en amistades perdidas, en trucos para ahuyentar un mal de ojo y sobre todo, en contarle a todo el que quisiera oírlo, su propia interpretación de un futuro visionado con inteligencia, aunque no siempre con certitud, a partir de rumores que él parecía leer antes que nadie. Fue una especie de salvación para un negocio que, aunque contaba con suficientes seguidores, pedía a gritos un verdadero golpe de la suerte esquiva que venía en sus barajas. Lo consiguió, de pura casualidad, un día que llegó a la panadería del barrio y alguien le pidió que le dijera la verdad sobre la salud del notable enfermo, cuyos ires y venires a clínicas extranjeras tenían al país en ascuas. Se aventuró con una explicación más o menos rocambolesca que  improvisó mientras hablaba, recordando cosas que acababa de leer en su computador y que repitió mezclándolas como si se la estuvieran dictando los ángeles. El pronóstico es malo, muy malo, les dijo y,  sin saber de dónde, habló de los primeros días de un mes del primer trimestre del año que venía -  él mismo lo dijo -  lleno de lutos y sinsabores.
Llegado el tercer mes del año próximo, empezó a pensar en un ardid salvador para justificar el pelón en sus predicciones; pero, un día, casi al final de la primera semana, escuchó algo que le hizo pensar que se cumpliría su vaticinio. De hoy no pasa, dijo, delante de alguien que salió y lo repitió diciendo que lo había dicho Jacinto. Eso bastó para que a su alrededor se formara un coro de  dolientes en espera; entonces, casi al final del día, se supo la noticia y entre todos los que lloraban, Jacinto sintió un alivio sanador.
Jacinto gustaba recordar como ese día, por pura casualidad nació su fama. En su solitaria intimidad se repetía que todos salían ganando: es que esta gente no tiene santo en quien creer y yo necesito trabajo. Lo único que no entendía era porque había sido convertido en oráculo, porque ese simple comentario, hecho casi en chiste, le había transformado la vida a tal extremo. Cuando pensaba en eso, en la penumbra de la habitación del apartamento de pobre en que vivía, sentía un escalofrío que le recorría el cuerpo y una verdad que lo llenaba de miedo: Sus predicciones eran ciertas porque aparecían ante los ojos ciegos de una multitud dolorosamente esperanzada; apaleada...como perro sin amo.

sábado, 8 de junio de 2013

Las cuentas del fin

101_1393Preocupada por los rumores que tenían la ciudad encendida, ella despertó, como todos los días, sin ayuda del despertador. Se había rendido ante la evidencia, un ruido cualquiera, a la hora de  abrir los ojos, le arruinaba el día. Por eso, optó por despertar sin ayuda, siempre a la misma hora: 6:30 am; era su rutina más formal. Sencillamente no lograba dormir ni un minuto después. Él tampoco.
Lo sacudió en la cama suavemente, cerró la cortina para evitar que se diera cuenta que el sol se le había adelantado en la carrera. El despertó con un gruñido, el mismo de todos los días y abrió los ojos, miró directamente a los de ella. Descubrió con sorpresa que estaban llenos de luz. La besó. Ella respondió con una sonrisa, le quitó sabanas y cobijas y le dio un par de palmadas amables en la cara. Lentamente, él se levantó de la cama y fue hasta la ducha. El reloj de la mesa de noche marcaba casi las 7 de la mañana.
Ella sirvió café para los dos. Se sentó en el balcón a fumar y fijó la mirada en la pequeña plaza que estaba situada en la esquina diagonal a su edificio. Dos mujeres solitarias sostenían una pancarta en la que se leía el nombre de él. La estremeció la cercanía de las protestas; pero, la tranquilizó saber que en pocas horas, todo habría terminado. Él, salió de la ducha, se vistió con una nueva guayabera de lino y metió dentro de un finísimo maletín de cuero, el cargador de su teléfono, una pequeña cartera de mano que contenía toda su documentación, su IPAD, un par de bolígrafos de oro y unos lentes de sol. Se detuvo unos minutos frente al televisor, miro sin ver un programa de noticias extranjero y entró al balcón. Mirándola, agarró una taza, bebió el contenido y encendió un cigarrillo para él. Ella lo miró con miedo. Él no dijo nada. Ella se levantó, lo abrazó estrechamente y lo despidió. Él salió del pent house. Ella lo vio pasar por la calle y abordar el vehículo que lo esperaba. Ella hizo un gesto de adiós que él no vio, porque nunca miraba hacia atrás. Ella entró al apartamento, cerró las puertas del balcón, corrió las cortinas, se sentó en el sofá del salón y decidió quedarse en penumbras.
Se quedó dormida.
Pasado el mediodía, sonó el teléfono. No lo atendió. El teléfono se interrumpió, para sonar con insistencia una segunda vez, que tampoco fue atendida y una tercera. Esperó unos minutos en silencio y entonces respondió la cuarta llamada.
Tomó la maleta que tenía preparada, se vistió y salió. Iba, como siempre, perfectamente arreglada. Detuvo un taxi en la esquina, antes de embarcarse miró hacia la plaza. Las mujeres habían desaparecido, la pancarta no. Ella sonrió y le pidió al taxista que la llevara a una lejana dirección. Casi enseguida repicó su celular. Respondió sin ruidos. Entonces el taxista le contó la noticia que la radio repetía con urgencia desde hacía poco más de media hora.
- Es que yo sabía señora, yo sabía que lo del galpón lleno de plata se iba a descubrir. Todo el mundo lo decía. Fíjese, lo agarraron.
- ¿Está usted seguro que lo agarraron?
- Lo dijo la radio, lo agarraron a punto de escaparse. Parece que un tipo de ellos mismos lo contó, en un video que le robaron.
- Lo habrán matado, ¿no? Digo, al soplón….
- No que va….lo tienen detenido también, si ese es un héroe, segurito que ahorita mismo lo sueltan…ya cantó todo.
-  No me había enterado de nada. Es en esa casa amarilla. ¿Cuánto le debo?
- Pues, pa´celebrar, como que la dejo a usted que le ponga precio. Ahora si que salimos de esto, con ese tipo preso y ese montón de plata en un galpón…es como la comiquita aquella del pato que se bañaba en un sótano lleno de plata. ¿se acuerda?
- Me acuerdo, se llama Rico Mc Pato…
Abrió su cartera, saco un billete de cien dólares y se lo extendió al chofer. Él lo recibió con cara de felicidad, fue al baúl del auto, sacó la maleta de ella e intentó caminar hasta la puerta de la casa, ella lo detuvo con un gesto. Se despidió con correcta amabilidad y sacó de su cartera un sencillo llavero con dos llaves. Abrió la puerta, entró. Encendió una luz y después otra. Dejó la maleta en el medio del pasillo y revisó su documentación. El pasaporte estaba en regla dentro de su costoso bolso de mano.
Varias horas más tarde, mientras esperaba en el aeropuerto de La Habana que recargaran su avión, recibió la llamada que había estado esperando todo el largo día. Una voz masculina dijo lo que ella anhelaba escuchar hacía rato:
- Tranquila, ya pasó todo. Salió como lo habíamos planeado. Unas horas rindiendo declaración y un avión en la puerta. El galpón con la plata lo saquearon. Esta gente es realmente previsible. Mañana nos vemos en Gibraltar.

miércoles, 5 de junio de 2013

Prohibido tocar

catleyasEn la parte de atrás, más allá del patio, estaban las orquídeas de Doña Vestalia y el jardín sacramental al que mi madre, conocedora de lo que éramos capaces y empeñada en criar príncipes y no niños, nos había vedado la entrada con una simple orden inquebrantable:“las orquídeas de Doña Vestalia, no tocarlas ni por error”.
Un día lo hice. Fue en un domingo estupendo de mis recién cumplidos 10 años. En el cine de Cristóbal, el padre, daban una película que tenía como protagonista un famoso perro, cuyo título perdí en el desorden de los años y yo moría por ver. Era nuestro ritual de familia: algunos domingos, después del privilegiado encanto de visitar la casa imponente, almorzar en el aristocrático comedor y evitar las rudezas de Cristóbal, el hijo; Cristóbal, el padre, nos lavaba la cara con una toalla áspera y muy fría, nos metía en su auto y nos escondía en la cabina de proyección de su cine, siempre a punto de estar abarrotado de gente. Ese domingo, finalizado el postre, me levanté de la silla, dije un educado “permiso” y, antes que Doña Vestalia, desde la cabecera de mesa respondiera “servido” yo estaba corriendo hacia el orquidiario. Había visto, a mi llegada, un par de hermosas Catleyas moradas. Las buscaba. Entré al jardín de Doña Vestalia, caminé entre cientos de orquídeas florecidas o a punto de, y me encanté con la cantidad inverosímil de Catleyas reunidas en un solo sitio. Decidido, caminé hasta las que estaban a mi alcance. Las miré, embobado, y sin pensar en nada, arranqué dos de ellas del tallo al que estaban pegadas. Las arreglé en un ramo que se me antojó precioso y caminé circunspecto y orgulloso hasta el salón, (palaciego, por supuesto) en que mi madre y Doña Vestalia hacían visita con algunas otras “principales” del pueblo.
Aún puedo ver la cara de horror de mi madre, transfigurada por la sonrisa asesina de Doña Vestalia. Aun puedo sentir el efecto aniquilador de sus palabras y la silla bajo la escalera:
- Pedro, hoy usted no va al cine, ni se levanta de esa silla hasta la hora de irnos.
Ayer, pasé caminando por la calle 25. La casa todavía está allí. Desvencijada, envejecida, robados todos los que fueron encantos de palacio; fui hasta el jardín cubierto de malezas. Las orquídeas de doña Vestalia se me dibujaron en los escombros del pasado.
Entonces me enteré, por vivir escuchando conversaciones ajenas, que mañana comenzarán a demolerla. Se la ha tragado la ambición de Cristóbal, el hijo. Como a las orquídeas de Doña Vestalia, el cine de Cristóbal, el padre, y el futuro, que esperábamos brillante.
Como a todo.

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