jueves, 29 de agosto de 2013

I Have a Dream


Marcharon desde muchos lugares, pero sobre todo desde los estados del sur, esos estados donde el color de su piel era presencia constante y, tal vez por eso, temida u odiada. Vinieron con ellos algunos blancos que entendían el horror de lo que estaban viviendo y también tenían un sueño. Estaban allí los que habían convertido esa lucha indispensable, en una razón importante para mantenerse vivos. 
Desde la barrera, desde la orilla incomoda del poder, los poderosos miraban. Incrédulos, incapaces de entender que un puñado de negros estaba poniendo en riesgo sus privilegios de casta, los blancos que se creían dueños del mundo sintieron  como ese mundo tambaleaba bajo sus pies.
A la cabeza de quienes marchaban amenazantes, un hombre. Un negro que había hecho suya la causa de todos. El reverendo Martin Luther King, un negro que probablemente no estaba pensando en ese momento que se convertiría en icono de la historia y modelo de varias generaciones. Un hombre de fe que tenía un sueño:
De alguna manera esta situación puede y será cambiada. No nos revolquemos en el valle de la desesperanza.
Hoy les digo a ustedes, amigos míos, que a pesar de las dificultades del momento, yo aún tengo un sueño. Es un sueño profundamente arraigado en el sueño "americano".
Sueño que un día esta nación se levantará y vivirá el verdadero significado de su credo: "Afirmamos que estas verdades son evidentes: que todos los hombres son creados iguales".
Sueño que un día, en las rojas colinas de Georgia, los hijos de los antiguos esclavos y los hijos de los antiguos dueños de esclavos, se puedan sentar juntos a la mesa de la hermandad.
Sueño que un día, incluso el estado de Misisipí, un estado que se sofoca con el calor de la injusticia y de la opresión, se convertirá en un oasis de libertad y justicia.
Sueño que mis cuatro hijos vivirán un día en un país en el cual no serán juzgados por el color de su piel, sino por los rasgos de su personalidad.
¡Hoy tengo un sueño!
Era el 28 de agosto de 1963; el día en que los derechos fundamentales del hombre, en Norteamérica comenzaron a convertirse en tema de conversación y motivo de profundos cambios.  Ayer, emotivos discursos, titulares de prensa alrededor del mundo, analistas, artistas y gente como usted y como yo, tomamos un minuto para recordar ese sueño que tantas veces nos ha descrito la voz ronca y conmovedora del reverendo King.
Entonces nos dimos cuenta  que ese sueño sigue vivo. Que poco de él se ha convertido en realidad y que algunos, lamentablemente, estamos mucho peor ahora, porque le permitimos a un poderoso que, no por el color de la piel si no por el de la camiseta, asesinara nuestro sueño.
 
 

martes, 27 de agosto de 2013

Vuelve la burra al trigo...

Una vez más los venezolanos hemos sido levantados (los que todavía tienen tiempo para eso) al grito enardecido de ¡MAGNICIDIO! un grito – bastante destemplado ya, todo hay que decirlo – que nos alerta sobre la posibilidad, inminente, de que el presidente de la república, sea asesinado en el momento menos pensado, (que un asesinato se piensa al detalle, pero no se cuenta ni se avisa) Un señor, con cara de honda preocupación y muy pocos amigos, ha contado con suficiente detalle como para que uno se angustie, el plan macabro llamado, según leí en algunos periódicos, de la “carpeta amarilla” supongo que porque dentro de una carpeta de las que conocemos como manila, se guardaban los planes con mucho cuidado; hasta que vino alguien con más maña que los magnicidas y les descubrió el pastel, completico. Claro, inmediatamente lo revelaron al país entero, buscando adeptos para su causa. La del magnicidio. Que para la otra ya no buscan, porque ya son todos los que están.
Es una herencia perversa, de las muchas, que les dejó el difunto. Durante los años aquellos en que el señor que hoy reposa bajo una lápida de mármol, se esmeraba en pasarse horas y horas hablando de sus enemigos y de los cañones que, listos para dispararle, le perseguían en todos sus delirios, instiló ese virus a todos los que estaban siendo ungidos para heredarlo; ellos, como buenos piratas que son, no han tardado en  seguir sus pasos.  En el poco tiempo que el heredero ha desgobernado el país, por lo menos hemos sabido de unos tres intentos “serios” para acabar con su vida. Ninguno ha podido ser comprobado fehacientemente, ninguno ha dejado a nadie en prisión hasta el fin de su vida, ni ha servido para nada que no sea perder un poco de tiempo en cadena nacional, algo que por lo demás, en estas latitudes se usa para, más o menos, cualquier cosa.
Ya no hay sorpresas. Cuando el informante dice que el “asesino” - atrapado casi con las manos en la masa -  es colombiano, todos pensamos inmediatamente que en realidad de quien andan detrás es de Uribe, a quien se la juran de cuando en cuando. Si el informante dice que las llamadas se hacían desde un teléfono – incautado, por supuesto – que tenía un código español, prepárate Aznar que salió tu número. Pero, si el potencial magnicida es un pobre cineasta norteamericano que se pone de tonto a perseguir imágenes de “esto” en una cámara Sony, la cosa es con la CIA y eso, en palabras de ellos, son palabras mayores.
Es lo que tiene vivir con el susto pegado al cuerpo y no permitirse aceptar las verdaderas ironías de la vida: el verdadero magnicida, el único que han conocido los ojos revolucionarios, murió en una cruz hace dos mil y pico de años, si hacemos caso a la Biblia y  no al destemplado anunciante de ahí viene un lobo, que no ha venido...y no llegará de afuera.

martes, 20 de agosto de 2013

Aquí (lamentablemente) somos así


Si, ya lo sé. Cada quien tiene derecho a ser lo que le dé la gana y comportarse en consecuencia. Es más, cada quien tiene derecho a que ese comportamiento sea relativamente global. Todos deberíamos aprender a respetar eso y hacernos los locos; pero, francamente, hay algunas cosas que ya sobrepasan el concepto de comportamiento y se convierten casi en una manera de ofender el gentilicio y convertirlo a uno (bien portado ciudadano del mundo) en un exponente permanente de eso que mi hermano llamaba liporia (una palabra que no se si existe pero, según él, significa algo más grave que la simple pena ajena) Admitir que uno también es así, sencillamente duele en el alma, tal vez por eso,  y porque yo soy insoportable con el tema estético  y lo demás, todos los días me fijo en esos detalles que nos hacen más o menos únicos e irrepetibles. Algo que en este caso, no me llena de orgullo ni un segundo. Seguiré siendo el eterno desadaptado; pero, aquí, somos así:
1.      Me compré un carrazo: Si, en casi todo el mundo el automóvil es un símbolo de lo que somos (y en el expais cada día somos menos algo) Hasta ahí lo entiendo; pero, dejarle los plásticos a los asientos hasta convertirlos en escombros del envoltorio que los protegía, e incluso, remendarlos con pedacitos de cinta pegante, no es solamente muestra de pésimo gusto, sino que hasta debe ser dañino para la salud. ¿Usted se imagina lo que se puede sentir manejando, en este calorón, sentado sobre una bolsa de tintorería? Bueno, eso es lo que sienten la mayoría de los venezolanos cuando se compran un auto nuevo. La buena noticia es que los únicos que continuarán padeciendo esa tortura de nuestro folclore, son los rojos; para los demás, aquí cada día es más difícil disfrutar del plástico.
2.      Cuidado con mis uñas: Dios del Sinaí…. ¿quién invento ese horror?  Mírelo bien. Mírelo con detenimiento: De verdad, verdad, ¿a alguien le parece bonito esa cosa artificial, estrambótica, exagerada y definitivamente fea que la mujer venezolana hace con sus uñas? ¿Tiene eso, algo que ver con la estética? ¿Aporta eso algo de relativa sensatez a la (inexplicable) fama de elegantes que tienen las mamitas venezolanas? ¿Usted ha visto, sin castañear los dientes, lo que hacen las cajeras de los supermercados con sus uñas? Bueno, supongo que no tengo nada más que decir sobre el tema.
3.      ¿Y a mí que me importa?: Mi comadre es TSU en Comercio / Mi prima es Licenciada / Mi cuñadita del alma es Bachiller…Pero, bueno vale, ¿a mí qué me importa? Urge explicación: ¿por qué los autos de los venezolanos se convierten en pizarrones de logros que, puede que sean muy para presumir de ellos pero son, en último (y primer) caso, asuntos privados? Es que ya no solo lo escriben con Griffin blanco, ahora les ha dado por diseñar unas cosas horribles, que reciben el genérico nombre de rotulados y exhiben no solo el nombre del o la “graduada” sino una serie de horrorosos logotipos y demás imágenes que, según sea el caso, puede que incluya algún santo. ¿Cómo llegaron a eso? Nadie lo sabe, la explicación la están dejando para los arqueólogos que nos estudien completamente escandalizados dentro de tres mil años. ¿Su hija es odontóloga? Perfecto, emborráchese si le da la gana pero,  por favor, vaya a lavar su carro y déjese de chorradas.
4.      Eso se resuelve con un cono anaranjado: Yo estoy convencido de que en alguna parte que no conozco, venden los tales conos anaranjados - que deberían estar reservados para las autoridades de tránsito - a precios de verdadera ganga. En algún supermercado chino usted compra, digamos, una caja de Maicena Americana (si, todavía la venden) y por 10 bolívares más se puede llevar un cono para que lo ponga donde le dé la gana, preferiblemente en el único sitio libre para estacionar cuando llegamos al banco un viernes de quincena 10 minutos antes de que el vigilante pase la llave (y lo deje a usted afuera mentando madres) o en la puerta de salida de su edificio para que usted no pueda salir a la hora que necesita, o unos metros antes del  inconstitucional “policía acostado” para ver si usted se abre el cráneo en dos delante de un fiscal de transito, al que le pagan por no socorrerlo a la hora de su muerte. El cono anaranjado se ha convertido en uno de los elementos claves de la venezolanidad. Lo entregan en una bolsita junto a la cedula de identidad, la partida de nacimiento y el carnet del PSUV donde dice clarito que usted se llama Yorkal Jesús.
5.      El éxito social de los cajeros electrónicos: Esta no la voy a entender ni el día del juicio final y la resurrección de la carne. ¿Por qué Señor, por qué? Llega usted al cajero que el banco decidió instalar en el lugar más alejado de su casa, cuando necesita 200 bolívares urgentes para pagar la “señora” y, no solo consigue una fila interminable de tarjetahabientes, sino que – impepinablemente - alguien intentará hacer una conversación con usted que comienza – impepinablemente - con la pregunta del millón: ¿Está dando? A ver, ¿está dando qué? A mi ¿qué puede importarme lo que esté dando  la maquinita esta del zipote? y, de importarme, ¿por qué tendría yo que compartir eso con usted, a quien ni conozco, ni tengo ganas de convertir en amigo instantáneo? ¿Por qué usted tiene que preguntarme a mí, que seguramente no estoy de humor para conversas, las intimidades de este robot de nuestras maltrechas finanzas? Si lo entendiera, segurito que estaría a punto de ganarme un Premio Nobel de algo. El momento cajero se ha convertido en la dicha mayor de esta cosa increíble que se llama “ser venezolano” y, a juzgar por las largas y animadísimas colas, en realidad esconde el patriótico anhelo de que, lo que en realidad este dañado sea el cajero  y no nuestra exigua capacidad de arrancarle algunos míseros billeticos…

miércoles, 14 de agosto de 2013

Olores de la memoria

New York tiene un olor que no han podido borrar ni ataques terroristas, ni remodelaciones fallidas, ni construcciones ajenas. Es un olor imposible de contar, se concentra en los alrededores de Penn Station y se percibe como señal de bienvenida cuando bajas del tren que te ha traído del aeropuerto.  El olor de New York, mezcla de castañas asadas y otoños interminables, tiene que ver con el frio pero, va un poco más allá y no deja de sentirse aunque el mercurio llegue a sus medidas más elevadas.
Paris es distinto, Paris huele a Arco de Triunfo e historia, a palacio abandonado y un poquitín de azahar, a retozo, a prisas y a escondite;  tiene que ver con cierta belleza incontable  y otros detalles guardados en la memoria de  cada día, no aparece en fotografías ni se puede tocar de modo alguno. Pero está allí.  Se le conoce aunque la nieve cubra cada palmo de ciudad.
Venecia ha sido famosa por olores de siglos, insoportables para algunos y definitivos para los demás, siempre en competencia con la increíble elegancia de su vecina Florencia, que deja sentir efluvios parecidos al amor. Santa Fe de Bogotá huele a lluvia, campo mojado y almojábanas calientes y Londres a naftalina dormida y mayestática elegancia.
Mérida huele a orines rancios. No, no es su olor de toda la vida. Es la más horrible muestra de la nueva costumbre de los hombres de esta tierra. Se adueñó de ella y la marcó con saña.  Más fuerte que el olor de la basura y mucho más que el espectáculo de la Sierra, la ciudad al completo huele a orines rancios, a prisas de taxista mal educado y a malos hábitos.  Es la norma de los nuevos días corrientes: en cualquier esquina, detrás de cualquier arbolito, en el centro de la ciudad, cubiertos apenas por algún tarantín de mala muerte, cuando lo hay;  los hombres de esta ciudad, no sé si por mostrar sus miserias o aliviar esfínteres, abren sus braguetas sin pudor alguno para vaciar sus vejigas y  ofender un poco más a la ofendida ciudad que ya ni  el buen Santiago de León reconocería suya.
Puestos a describir, podríamos decir que la Sierra sigue allí y es el majestuoso recinto de los caprichos blancos de este agosto caluroso, o que hay demasiado grafitti y tal vez  pocos parques bonitos. La memoria podrá decir cualquier cosa buena, o mala, que haya decidido hacer suya.  Quien nunca podrá mentir será el olfato, y eso es tanto una pena como una vergüenza…para unos pocos.

lunes, 12 de agosto de 2013

Palabras de madre

Eran los tiempos del paro petrolero. Yo  no vivía en Venezuela, pero los efluvios de lo que pasó a la historia como la más importante paralización patronal de Latinoamérica me llegaban por todos lados, básicamente porque a Houston, donde había fijado residencia hacia algunos años, entraban regularmente una buena cantidad de “expdvsa´s” buscando un pedazo del enorme pastel petrolero que se reparte por esos lares y porque, gracias al paro,  en Houston florecieron un par de restaurantes venezolanos que nunca terminaron de ser buenos (el Café Caracas ya existía y poco tuvo que ver con esa historia) y algunos negocios de la nostalgia, gastronómica sobre todo,  que incluían a un señor, conocido por todos como pastelito, que vendía (con rotundo éxito) unos pasteles maracuchos que a mí, nativo de la tierra de los pasteles, me parecían rarísimos, por decir lo menos. Como si de peregrinación se tratase, las caras venezolanamente cargadas de expectativas y de frustraciones iban,  resumés y cuento en mano,  por las empresas de allá, para que la suerte, esa cosa extraña, tuviera tantos tonos como colores el gentilicio.  Conocí a quienes les ofrecieron contratos que cambiaron sus vidas y a quienes les tocó ponerse a  aguantar las verdes, mientras llegaban las maduras.  De todos se sabía algo. Siempre había alguno que conocía a alguien, que conocía a alguno que estaba buscando algo. En Houston.
Mientras tanto en Venezuela, - ya es historia -   la cosa ardía: Cacerolazos feroces, (una vez en una cena en mi casa, hicimos un cacerolazo espontaneo al hermano de una amiga nuestra que seguía trabajando con PDVSA,  al parecer por pura suerte de enchufado) marchas multitudinarias, protestas a toda hora y un franco clima de desasosiego que, a juzgar por lo que aún se dice, no ha logrado ser superado. La “revolución” medía fuerzas con la otra porción de pueblo y esa porción  ponía a la “revolución” a estremecerse.
A pesar de no padecerlo en vivo y directo,  conocía como ya he dicho, cada momento de lo que nos-estaba-pasando, no sólo por la cantidad irrefrenable de información que acompañaba la llegada de cada exiliado, sino porque mi Tía Cecilia, convertida en Pasionaria de La Carlota, se ocupaba de relatarme los intríngulis de cada marcha, de cada parón, de cada cacerolazo.  Pasaba de hacer una cola infernal para cargar gasolina a caminar largas distancias para llegar a donde le tocara ir; de enfurecerse por la escasez y romperle en la cara a alguna cajera desprevenida un paquete de alimento racionado, a pararse en una esquina por un buen par de horas, cartelón en mano, para responder a la protesta convocada.  Por supuesto, casi no le quedaban ollas pues, rigurosamente, se le podía hallar cada noche en el balcón de su apartamento haciendo todo el ruido que fuera posible. Todo, sin excepción, me lo contaba detenidamente en llamadas que sucedían posiblemente cada día por medio.
En el otro extremo, no obstante la revolución que estaba sacudiendo a la “revolución”,  una versión más sosegada y por eso, bastante más preocupante, me llegaba (esta sí, puntualmente) cada día. Era la de mi mamá que,  fiel a su costumbre, había instalado cobija y viandas en la luna de Valencia. Mamá, cuyo despiste era histórico,  tenía la costumbre de esconder en algún rincón de su inconsciente profundo las cosas que más la preocupaban y conseguirle soluciones de extraordinaria simpleza, a todo aquello que amenazaba insomnio. Como todo lo que sucedía podía ponerla al borde un ataque de nervios, todo lo que sucedía era minimizado ante sus ojos, por ella misma. Se limitaba a no entender y llevaba la vida - más o menos feliz - del que no sabe. Para nosotros, que estábamos curtidos de esos estados de gracia, atestiguarlos simplemente nos ponía de los nervios. Si mamá enterraba la cabeza, era sin duda porque el mundo se estaba viniendo abajo sin remedio.
Un día, en alguna de nuestras llamadas, descubrí en su saludo que algo realmente grave la tenía angustiada. Preparado para escuchar alguna terrible noticia, pregunté – fingiendo la tranquilidad del caso - qué nuevo dolor la aquejaba, para escuchar, ahora sí que muy sorprendido, una revelación asombrosa
-          Estoy muy preocupada por Cecilia…cada vez que hablo con ella (cosa que sucedía dos o tres veces al día, dada su adicción al teléfono) ella está llegando de una marcha, está ronca por haber gritado hasta las tantas, está ocupada pintando pancartas, está parada en una esquina vestida de negro  con ese calorón de Caracas o haciendo sabe Dios qué otra cosa, me dijo, realmente angustiada
-          Es normal, mamá, no te angusties, eso es lo que está haciendo todo el mundo….repliqué para calmarla
-          Pues están equivocados y van a enfermarse….me contestó firme e irreductiblemente convencida…lo que hay que hacer es esperar las elecciones y votar por otro. ¿Qué eligieron a un presidente y no ha servido? está bien, para eso son las elecciones. Esperen que haya elecciones y salgan a votar por otro….
Agradecí al cielo que no eran tiempos de Skype, con su simpleza lunática, mamá acababa de decirme lo que yo también creía, ingenuamente, que era la solución del problema; por eso en el otro lado de la línea, tenía cara de iluminado…
Años más tarde, lamento profundamente no haber podido explicarle, (porque nadie puede explicarlo) como es que una cosa tan sencilla, que se llama Democracia, se ha cebado tanto en contra de nosotros…realmente lo lamento horrores

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