jueves, 31 de octubre de 2013

Planes maestros

La única cosa en la que puedo pensar es que, si no fuera tan peligroso, sería tremendo chiste. Me sucede cada vez que me toca enfrentarme al monstruo desde sus entrañas y no aprendo. Volvió a sucederme ayer, cuando sentado en una silla del auditorio del Liceo Libertador, participe como invitado a una reunión de lo que ahora se llama “Organización Bolivariana Estudiantil” en sustitución de los Centros de Estudiantes de toda la vida, de los institutos de educación media (que ahora, para alegría de unos cuantos, son cada vez más “técnicos” aunque poquísimos sepan con que se come eso; lo técnico, quiero decir)
Resulta que, entre las tareas que me toca desempeñar en mi nueva y prestada vida de profesor de liceo,  me puse de inventor a voluntariarme para ser “el docente guía” de lo que nosotros insistimos en llamar Gobierno Estudiantil, pero que ya no se llama así – ni más faltaba – sino Comité del Poder Popular Estudiantil, (yo no sé que estaba yo esperando) cuya exitosa implementación reposa en manos de muchachitos, adoctrinados para ser adoctrinadores. Voy a ahorrarme el Himno Nacional (palabra por palabra) que nos hicieron cantar al inicio y las numerosas veces que “el representante” del Ministerio del Poder Popular para la Educación invocó al difunto, llamándolo padre de la patria, porque tanto jalabolismo a lo mejor enferma a quien lo repite. Voy, también, a ahorrarme el discurso encendido de la maestra entaconada, líder de la cosa bolivariana estudiantil, e incluso el cuento increíble del imberbe que estuvo casi una hora amenazándonos con una versión siglo XXI de capitula o monda. Voy a quedarme con tres instantes casi divinos: (Gaby, Fofo y Miliki, dixit) la intervención de dos jovencísimos estudiantes de los primeros años de educación media (uno de los cuales no tuvo problema alguno en reconocer que antes de caer en las manos de la Organización Bolivariana Estudiantil era poco menos que detritus) y una muchacha veinteañera, gorra y tacones rojos por delante, representante local del Ministerio del Poder Popular de la Juventud. Voy a hacerlo porque las tres intervenciones “antes mencionadas” resumen (y rezuman) lo que es la educación desde los ojos del desgobierno.
Para beneplácito de quienes formaban el panel de expertos (cómo se puede ser experto en algo, antes de cumplir 30 años, es tema de otra discusión) el joven salvado por los bolivarianos dijo, por ejemplo, que desde ahora y bajo su vigilante mirada, ningún profesor podrá venir con el cuento de que “él es autónomo en su clase”…no señor, ni más faltaba: o se aviene a repetir lo que dicen las Canaimas – o los tomos de la Enciclopedia Bicentenario – o se atiene a las consecuencias, de las que él, personalmente, se ocupará de dejar constancia en acta. Que eso de que venga una escuela a decir que ellos van a implementar un sistema de enseñanza - neo burgués – dirigido a muchachos de esos que se creen superiores (se embromó Montecarmelo, for instance) no señor, están  muy equivocados. Lo que nosotros tenemos que aprender está todo en las Canaimas y en la Enciclopedia Bicentenario, inventar, que no se le ocurra ni a Andrés Bello reencarnado so pena de escarnio público y desempleo inmediato.  Los aplausos del panel de expertos me revelaron de pronto una epifanía salvadora: ellos creen que se la están comiendo.  Y lo creen, básicamente, porque después de estas perlas, una chama vestida de rojo y más aguerrida que nadie sobre la tierra, (13 años, si tiene muchos) se instaló en un micrófono a repetir todas las expresiones   de odio hacia el pasado nefasto, perjudicial  e imperialista que ha exhibido la educación venezolana durante los últimos 188 años, arrancando vítores en el panel de expertos, de donde emergió un joven miliciano (así mismo se identificó) a levantarle la mano, en señal de hasta la victoria siempre, camarada…
Me escapé de la reunión cuando la buenamoza que se ocupa – muy humildemente – del Ministerio de la Juventud, reveló el plan maestro de una cosa que no tardan en anunciar con bombos y platillos y que ellos llaman “Misión Jóvenes de la Patria”. Es un plan que, mejor dicho, es  propio de espíritus superiores: con el objetivo expreso de evitar esas cosas terribles como el embarazo precoz y las drogas y  todo eso de lo que la gente se queja,  vamos a rescatar nada más y nada menos, que LA IDENTIDAD NACIONAL. ¿Cómo lo vamos a hacer? Sencillísimo: nos vamos a poner TODOS a jugar chapita. No, no lo estoy diciendo en broma. NOS VAMOS A PONER TODOS A JUGAR CHAPITA. El Ministerio del Poder Popular de la Juventud está organizando un campeonato nacional de CHAPITA, con eliminatorias parroquiales, municipales, estadales y nacionales. (Obligatorio, por supuesto)Entonces, resuelto el problema: ante el paludismo que aqueja a nuestro medallista olímpico Limardo, por allá en Polonia, (que segurito tiene algo que ver con ponerse a practicar esos deportes tan poco autóctonos que se practican por allá tan lejos) nosotros los auténticos defensores de la patria nueva, vamos a construir el hombre nuevo: el Andrés Galarraga de la chapita. El tuerto Andrade de los juegos patrios.
Lo que yo no entiendo es cómo no se nos había ocurrido antes.

domingo, 27 de octubre de 2013

La curita...

De pronto, en la puerta de mi edificio me golpeó el ojo: Bluyines - una talla menos de lo que le toca - cotica fucsia, cabello amarillo mal pintado, maquillaje espeso, color en los ojos y boca, color en las mejillas, delineador negro aplicado con destreza, bufanda de líneas coloridas en la que - por supuesto - abundaban el fucsia y el azul; entre varios mas, un inmenso anillo de estrellitas de plástico brillante que combinaba perfectamente con la gargantilla amenazante,  las incontables pulseras, y los zarcillos. Zapatos cerrados de altísimo tacón color de rosa, lógicamente. Al hombro, un bolso de calidad artesanal, seguramente fabricado en algún curso de manualidades, que a mí me pareció combinaba perfectamente con la bufanda. En el talón, sin timidez ni vergüenza estética, la curita de rigor.
Entonces entendí parte de eso que ando buscando desde hace años. Que los chistes de la Venezolanidad se hacían verdad en mi cara. Sin pudor, sin clemencia. Ahí, en el talón de una vecina que aun no debe haber cumplido 24 años, la tirita de plástico antiséptico resumía en un instante 50 años de mal gusto e improvisaciones. 50 años de yo-me-pongo-tacones-porque-soy-arrecha, 50 años de ponernos encima lo que nos provoque, lo que nos quede bien, lo que nos quede mal; lo que sea, con tal que se parezca a lo que todos usan. 50 años de ser las mujeres (y los hombres y las niñas y los niños y los transfors) más hermosos del continente, creído a fuerza de oírselo decir a quien quiera que nos  haya regalado la fantasía interminable de la noche tan linda como esta, el plumaje, el panque y las lentejuelas boreales; como para tener algo más en que pensar cuando el mediatismo exagerado en que vivimos nos ahoga. Si es que nos ahoga.
Tan sencillo como la curita en el talón. Un prodigio de los tacones altísimos, el sueldo que no alcanza nunca para buenas calidades y la piel que sufre de nuestras mujeres. Mejor evitar la ampolla y ofender la estética, mejor creer que caminando rapidito no se nota, antes que renunciar a ese derecho libérrimo de nuestras mujeres a expresar la escurridiza libertad de hacer con su cuerpos lo que, realmente,  les dé la gana. Un sentido de libertad chiquitito, que existe entre otros tantos que perdemos casi sin notarlo. Una libertad que se agradece, que se antoja inviolable y eterna.
Respiré aliviado. Entre tantas cosas que han cambiado en la ciudad que fue mía, alguna cosa se mantiene imperturbable: desafía el calor que ahora nos agobia, desafía el color que ahora nos enloquece, se enfrenta con certeza al tráfico imposible, a las prisas universitarias, al tema diario del rebusque y  la venta de esquina.
Entonces me sentí feliz de verla. Le sonreí, me sonrió. Desde entonces me saluda a diario, desde entonces escudriño sinceramente sus atuendos; tengo la certeza que bajo su colección de bufandas coloridas, sus coticas de tiros, sus sostenes push up, sus jeans de todos colores apretados y desleídos, su joyería exagerada y sus tetas de concurso, (operadas con lo que logró ahorrar de las misiones) está la explicación que no consigo en ninguna otra parte. Anoche, cuando la vi caminar apurada hacia el puesto de alquiler de teléfonos, empecé a entender que su curita del talón es un símbolo de épocas ahora aborrecidas.
Por eso me ha dado por volver a tener esperanzas.

miércoles, 23 de octubre de 2013

Entre Feriantes nos vean


Cuando  buscaba a Dios para pedirle su consuelo….llegó mágicamente la cita para tramitar mi pasaporte. Un mensaje de texto muy preciso y escueto (eficiencia bolivariana o no dejes que las alas se rompan en el vuelo) me informó que debía comparecer el día 21 de Octubre a las 10: 30 de la mañana en la oficina metropolitana (que quiere decir Estadio Metropolitano, porque en Mérida no hay oficinas metropolitanas de nada) a realizar la diligencia correspondiente. Cumplidos los tramites que fueron, por cierto, expeditos y relativamente amables, salí del estadio (me perdonan la insistencia, pero yo sigo sin entender por qué la oficina de identificación de una ciudad queda en un estadio, pero ese no es el cuento)  y decidí caminar hasta retornar de algún modo a la civilización. Emprendí mi camino, hasta que una visión de pesadilla se me pintó en el horizonte:  tapando la fachada de un galpón que aquí conocen como Centro de Convenciones 5 Águilas Blancas - pobre Don Tulio -  un gigantesco pendón se empeña en mantener vivo al comandante difunto intergaláctico; esta vez, en compañía de su hijo bien amado, el colombiano. Por toda leyenda, unas letras con cierto aire de diseño, informan que esa es la enseña que ilustrará la Feria Internacional de Turismo 2013, FITVEN, a realizarse en Mérida a partir de mañana Jueves. Además de la gigantografia del gigante, todo lo demás era afanoso trabajo de obreros vestidos de rojo, ultimando escenografías para el sarao.
Regresé a la ciudad y comencé el largo trayecto hacia el centro,  reparando en la repentina aparición de murales (muy mediocres) pintados en cualquier pedazo de pared desocupada, que ojos “artísticos” encontraron a su paso y en las hordas de funcionarios vestidos de rojo (cualquier camiseta, con cualquier logotipo y cualquier foto del difunto sirve para matar ese tigre) que, o pintan las barandas de nuestros viaductos (con unas chapuzas prestadas a un cinetismo muy de medio pelo) o pasan escobas en las aceras, o siembran arbolitos sin futuro o insisten en pretender que el finado es un reclamo turístico.
Casi llegando a mi destino, una grosera acumulación de bolsas de basura malolientes servían de marco al interminable repicar de una especie de himno de la FITVEN cuyo estribillo se me quedó retozando en la cabeza: “en el país en que nací vive la esperanza pintada de colores”, lo escuché y volteé a mirar el-país-en-que-nací:  En un kiosco de periódicos el titular de Frontera, nuestro diario local, informa el asesinato de tres jóvenes a la salida de una fiesta, por un ajuste de cuentas. Una cuadra más arriba, una larga fila de personas espera pacientemente el otorgamiento de números que le permitan comprar un par de latas de leche; en el semáforo, un par de jóvenes zaparrastrosos, lanzan pañuelos de colores al aire, mientras pasan raqueta a los conductores, cerca de un grupo variado de indigentes que duermen la mona, tirados sobre los restos de un improvisado mercado de verduras que suele ocupar algunas calles del centro, peleándose el espacio con la jauría diaria de perros sin amo que husmean entre sus restos la primera comida del día. Buhoneros de cualquier cosa escamotean el poco espacio que queda para el que camina, ganándole la partida,  y  las fotos de una sucesión de paisajes idílicos comparten espacios, en los pocos postes del alumbrado eléctrico, con antiguos y raídos llamados a votar por el elegido de Dios, mientras que, en lo alto, el cielo encapotado anuncia una tempestad que no acaba nunca de descuadernarnos.
Entonces tuve que recordar con esfuerzo que esta es la ciudad escogida para una Feria Internacional de Turismo. La ciudad en donde la más famosa escuela de formación turística del país,  gradúa Técnicos Superiores  en Turismo que están conduciendo taxis y la “chica” que atiende la venta de pasteles en la esquina que sea, se ocupa de jugar con el teclado de su BB, en lugar de responder los buenos días a quien viene de visita.
Por suerte, entre mañana y el lunes, nada de eso será cierto. Nada, ni siquiera la basura, un mal enquistado en el paisaje insuperable de una Sierra Nevada que es tan bonita como una Miss maltratada. FITVEN nos dará una tregua de algunos días, para soñar la ciudad posible y volver a verla. Es una visión a la que estamos tan desacostumbrados que nos encandilará por unos días. El lunes todo será igual que siempre, volverá - como dice la canción - el rico a sus riquezas, el pobre a sus pobrezas y el señor cura a sus misas. En horas estaremos cubiertos por la basura y el desatino. Quedará en el inventario de lo imposible el recuerdo de habladores con chequeras, que volverán a inaugurar tonterías inauguradas y cerrarán la llave de las lisonjas que adornaron la ciudad por pocas horas. El lunes,  idos los feriantes, Mérida volverá a ser un mercado sin dolientes al que le resonarán aplausos en el recuerdo.  

domingo, 20 de octubre de 2013

Venezolanos del siglo XXI


Nunca como ahora para etiquetarnos. Lo empezó el difunto: fue él quien nos dividió en bandos, dos enormes pedazos de territorio, habitados por quienes estaban con él y por quienes lo adversábamos: enemigos mortales de cualquier cosa buena, llamados entre otras cosas, apátridas, escuálidos, majunches, bazofias y algunos otros insultos que eran directamente proporcionales al miedo que le producían nuestras acciones.  Dos especies que lejos de extinguirse con quien las creó, han ido reproduciéndose con el paso de los meses en sub especies de todo tipo con un objetivo común: inventarse una vida que no se parece a la que le ofrecen, a un bando y el otro, los herederos de la patria.  Voy a permitirme entonces, reclasificarnos según sea la vida que buscamos y el medio, que siempre justifica el fin,  para ver si haciendo ese ejercicio empiezo a comprender  la babel tropical que vamos siendo:
Padres huérfanos (de mentira): Es una exageración, porque existen los que de verdad lo son. Pero, Elizabeth Fuentes acuña ese término a partir de aquellos padres y madres que día a día pasan por el mal rato de despedir a sus hijos en los aeropuertos patrios, a donde acuden (los hijos) cargados de sueños y aprehensiones para comenzar el difícil camino de conseguirse un futuro en alguna parte de este ancho y ajeno mundo.  Define a padres que se quedan persiguiendo las nuevas tecnologías comunicacionales, para no sentirse tan desamparados y se ven forzados a entender lo que en Norteamérica se llama el Síndrome del Nido Vacío, nunca mejor dicho: los hijos no solo se fueron de casa, han desplegado sus alas para volar alto y lejos, a veces, demasiado lejos y, aunque causa sufrimiento (sobre todo en culturas como las nuestras, donde un hijo pertenece a sus padres con derechos de uso y abuso) por lo menos otorga dos consuelos:  el muchacho está vivo, bien y buscándose la vida con posibilidades y ahora sí que puedo dormir tranquilo.
Padres huérfanos (de toda orfandad): merecen una consideración especial y no caben en ningún chiste. Tuvieron la desgracia de recibir la llamada que les avisaba que su hijo se encontraba en el momento equivocado a la hora equivocada. Nunca más los verán. La vida, si eso es posible llamarlo vida, se limitará a preguntas sin respuestas y para muchos, casi todos, acaba el día que dejan a sus hijos en el cementerio. Son la mejor prueba de que en Venezuela es mentira aquello de que nadie se muere en la víspera.
Los Expat´s:  Ejecutivos exitosos al que una transnacional (de esas Imperialistas horrendas) les pone un container en la puerta, les paga boletos aéreos en primera clase a la familia entera y los traslada a vivir las maduras en algún destino relativamente idílico, en condiciones relativamente idílicas,  a cambio de su alma y un poquito más. Se convierten en una tribu impenetrable, disfrutan de todos los beneficios de un expatriado (que en el mundo civilizado son numerosos) y solo tienen que preocuparse por mantener el carguito.  Trepan por encima de cualquier obstáculo para no tener que volver JAMÁS y se compran una casa en alguna parte del mundo (Miami, por supuesto) a donde irán a parar cuando la transnacional cierre las negociaciones del merge y el expat se quede listo para recomenzar el ciclo. No regresan ni aunque les canten canciones.
Los enguayabados: lo que dan es un pesar indescriptible, porque para empezar, nadie sabe bien porque se fueron; pero, se fueron.  La gran excusa es haberse ido a estudiar, pues jamás (ni bajo tortura) admitirán que abandonaron la patria amada.  La mayoría tomó por asalto una urbanización de Miami llamada Weston a la que todos conocen como Westonzuela, aunque pueden encontrarse en Canadá, Houston, Panamá y España en cantidades relativamente similares.  Viven en cambote, se disfrazan de jugador Vino Tinto en cualquier fecha patria, hacen asociaciones de venezolanos con cualquier objetivo, comen arepas y pabellón criollo casi a diario, se les salen las lágrimas cuando escuchan Gloria Al Bravo Pueblo por casualidad, oyen toda la música venezolana que jamás escucharon en San Fernando, repiten  cuanto disparate escuchan de este gobierno horroroso, solo se relacionan con venezolanos, respetan las leyes de la ciudad de acogida, pero no entienden porque es such a big deal comerse una luz roja. Se dedican a hacer negocios relacionados con la nostalgia (en algún momento distribuyen tanto sancocho como tequeños exprés) y perpetúan el escándalo venezolano en cualquier  sitio al que lleguen, pues lo único que no aprenden, jamás, es a hablar el idioma que se habla en la ciudad en que viven y a entender que el espacio de uno termina donde empieza el espacio del otro. Algún día volverán, para decirle a todo el mundo que "voz de la experiencia mediante", en ninguna parte se vive como aquí  (o no, pero en el caso de ellos da igual porque es como si nunca se hubieran ido del todo) entre tanto, no perdonan navidad venezolana ni fiesta familiar alguna, a la que vienen a hablar de sus dos únicos temas: lo bien que les está yendo y la falta que les hace el “calor venezolano”.
Ciudadano en tránsito: no paran de hablar del día (maravilloso) en que lleguen a Maiquetía para montarse - sin mirar para atrás - en el próximo vuelo de American.  Se saben todos y cada uno de los requisitos indispensables para emigrar (España y Estados Unidos suelen ser los primeros destinos, pero, Canadá y Panamá está ahí, ahí) tienen el plan perfectamente diseñado, pasan horas en Internet buscando información adicional, establecen redes de apoyo, son los duros de Skype y similares, saben de franquicias internacionales más que todo el mundo y pueden decir con rigurosa exactitud el precio de la “finca raíz” en cualquier ciudad del imperio. Todo el que los conoce, y quiere oírlos, sabe que quizás, algún día, se instalarán en Miami…pero, no tienen plata ni para comprar el boleto aéreo. Si logran irse, esos no van a regresar aunque Capriles se convierta en mandatario continental.
Venezolano resteado: su lema es el optimismo a ultranza. Son tan optimistas que podrían pasar por afectos al gobierno pues, en Venezuela,  se está viviendo bien, a pesar de todo.  No quieren ni escuchar hablar de los que se están yendo, le quitan el habla al sobrino que se fue a estudiar a Canadá y despotrican de él en cuanto evento familiar les dan el chance. No conocen a nadie que le haya ido bien en el extranjero (palabra que pronuncian con desprecio) y primero se mueren antes que renunciar a vivir en el mejor país del mundo.  Tienen dos enemigos fundamentales: el exiliado (de cualquier tipo) y el gobierno y, aunque tienen el remedio exacto para “lo-que-nos-esta-pasando” se niegan a compartirlo con alguien. Van para Chichiriviche y Margarita antes que para Miami y por supuesto, son más Vino Tinto que Chiqui Peña. Entre su talentos se cuenta con honores lo de “raspar tarjetas”, conocer todos los intríngulis del SICAD, emprender negocios de génesis más o menos inexplicable y representar  vívidamente aquello de “a mí que no me den, sino que me pongan donde haiga”
Los tira piedras: antes de levantarse de la cama ya han escrito dos o tres twitter convocando al “estallido social”. Están convencidos de que saldremos de esto, única y exclusivamente, si cogemos la calle. Dicen todo el tiempo que la gente está arrecha - ellos los que más – y están loquitos por prender el avispero. Son más peligrosos que mono con hojilla básicamente porque, casi con absoluta seguridad, no van a ponerle el pecho ni a las balas del gobierno ni a las de la oposición. Francisco Suniaga los llamó los opositores de la oposición y nunca un nombre ha sido tan afortunado. Tienen varios subtipos y dan para gastar mucha tinta en ellos; pero, en realidad no se lo merecen. Son una especie totalmente prescindible.
Los verdaderos NI-NI: hacen silencio, escuchan con atención  cualquier conversación, por fundamental que sea, sobre el gobierno y/o la oposición. Podrían parecer indiferentes, pero saben más que perro e ´ciego.  Participan poquísimo, salen a votar por principismo democrático, aborrecen al gobierno; pero, no lo predican. Rara vez se permiten un chiste o una infidencia. Son monacales. Si en general no les gusta el gentío, cuando se trata de asuntos “de-lo-que-nos-esta-pasando” se esconden tras un millón de excusas para no mezclarse con el soberano.  Puede que escriban alguna cosa para expresar su descontento o colaboren  con las finanzas de la oposición o hagan alguna otra movida bajo la mesa; pero, su nivel de compromiso – público – es mínimo.  Lo que en realidad sucede con ellos es que, sin decirlo a nadie (muchas veces ni siquiera a sus familias) lo que están tramando es la escapada perfecta. Se van a ir y lo harán para siempre; pero, la gente que los rodea, (muy poquitica, por cierto) se va a enterar cuando inauguren el apartamento en una lejana ciudad Europea en la que vivan pocos o ningún paisano.

jueves, 17 de octubre de 2013

El Profesor

Federico nunca se imaginó que terminaría dando clases en una escuela  de pobres. Ni en sus sueños más rebuscados se vio parado frente a una veintena de adolescentes, tratando de hacerles entender cosa alguna porque, para comenzar, el nunca se creyó con habilidades para enseñarle nada  a nadie. Impaciente y malhumorado, El “Profesor Federico” ha pasado su vida viendo a quienes se dedican a la enseñanza como seres especiales para quienes debe reservarse un puesto en las alturas. Alguna vez fue invitado como ponente en algún  taller y, lo más cerca que ha estado de impartir enseñanzas formales, ha sido en algunos cursillos armados al amparo del rebusque, además de unas horas enseñando español en los tiempos del exilio, por idénticas razones; pero, una serie de casualidades lo han conducido a un salón de clases en el que, a pesar de muchos pesares, se siente bastante a gusto.
Fede, como lo llama todo el mundo – alumnos incluidos – vivió tan de prisa siempre que, por ejemplo, nunca terminó sus estudios universitarios. Eso lo convierte en un hombre sin títulos formales, aunque de ninguna manera en un hombre sin preparación adecuada. Fundamentalmente, porque su inteligencia no puede ponerse en duda. Es un tipo culto, lector incansable, que tiene una especie de velocidad intuitiva para comprender muchas de las cosas que otras personas,  iguales a él,  sólo captan después de meses de estudio. Sin duda, sus alumnos son unos privilegiados que sacan lo mejor de su escaso buen carácter y sus abundantes conocimientos. Hasta ahí, todo funciona de maravillas para Fede. Hasta que hay que hablar de dinero. Tema que le molesta hasta lo indecible.
A Fede, aunque sobren razones, nadie puede contratarlo como profesor en ningún sitio,  y ¡oh paradojas de la vida! eso es justamente lo que él hace para ganarse la vida. La razón: No es Doctor de nada (mal que le pesa) y aunque lo fuera, no tiene licenciatura alguna en educación.  Eso no es discutible. Ni él, ni nadie en su sano juicio puede pensar, ni por un minuto, en algo distinto a “la educación tiene que estar en manos de educadores”; pero, Fede y todos los que están en su sano juicio saben que esto no es Finlandia (ni remotamente); por eso entrar al espinoso tema de lo que estamos (des) haciendo con la educación y los educadores en el ex país del siglo XXI, a Fede (y a muchos otros) les da urticaria. Siendo hombre de varios talentos, está seguro que esta pasantía por los salones de clase va a terminar irremediablemente en algún mal momento. En el ínterin, tanto él  como sus empleadores han conseguido una manera de beneficiar un grupo de alumnos con el buen hacer de este improvisado profesor: En su país, y a pesar de las gracias que lo adornan, al profesor hay que pagarle “debajo de la mesa” - como si fuera un inmigrante ilegal - es decir, ni es contratado por la escuela donde habita por 18 horas a la semana, ni tiene los beneficios que la ley reserva para quienes  hacen parte de la “fuerza laboral de la educación venezolana” (por supuesto, no paga impuestos) Una amiga le hizo el favor de prestarle sus documentos para que, quincenalmente, un exiguo cheque se sume a los muchos otros tigres que mata mensualmente para redondear su arepa y la de sus dos hijos. Aunque demasiado serio para decretarlo así, las 18 horas que dedica a su escuelita de pobres, cada día tienen más cara de ser otro tigre más, con todo y sus consecuencias.
A partir de ahí, cualquier reflexión cabe. Federico lo sabe. Para empezar él se niega a inscribirse para cursar una licenciatura exprés en una Misión comunista. Aunque a cada rato piensa en que nunca es tarde para la toga y el birrete, también piensa que si va a estudiar, a estas alturas de su vida, lo va a hacer para aprender en serio.  De lo que nadie tiene duda es que sus clases son amenas, divertidas, exigentes y aleccionadoras.
Hasta donde él y algunos otros entienden, de eso se trata la labor del educador.  Lástima que la Venezuela del siglo XXI no está para entender sutilezas. Está para firmar diplomas y limosnas.

martes, 15 de octubre de 2013

Exilio, esa palabra de moda

Hace pocos días me tocó, por pura casualidad, sentarme a conversar con una pareja de caraqueños que se conocieron en Londres, se casaron allá y tienen la extraña suerte de estar muy bien empleados, viviendo con toda tranquilidad en la que yo creo es  una de las ciudades más vibrantes del mundo. Él se fue hace cuatro años contratado por la empresa con la que trabajaba, que cerró operaciones en Venezuela, mudó a casi toda su plantilla para Panamá unos y Colombia otros y, meses más tarde, decidió llevarse para sus oficinas europeas a algunos de esos afortunados. En el camino, (el camino es el Canal de Panamá) la conoció a ella, que estaba en Panamá tratando de terminar un doctorado en Educación,  se enamoraron y ya van por un par de gemelos y toda la felicidad de este mundo.  En algún momento de la conversa les pregunté por sus planes de futuro (es decir, si se ven de nuevo cenando en Las Mercedes) y él me cerró la boca diciéndome que le gustaría que Venezuela volviera a ser una opción para vivir; pero, por ahora, ni se lo piensan. Sus padres – ella es hija única – los extrañan montones, pero duermen la noche completa detrás de las pesadas rejas de su apartamento Merideño.
Un poco antes de ese encuentro, conocí la historia de Adelaida: después de muchos años como odontólogo en su propia clínica de Maracay, un día lo vendió todo, agarró sus tres hijos y se instaló en Delaware (una ciudad cercana a New York) porque allá tenía una comadre dispuesta a echarle una mano  para sacarla de debajo de los escombros de un matrimonio que supera toda la infelicidad imaginable.  A Adelaida la cosa no le ha resultado fácil. Ha sido vendedora de seguros, ayudante de una vendedora de casas, lavadora de automóviles y, sin que nadie lo sepa en Maracay, alguna casa ha limpiado. Consiguió residencial legal en USA gracias a una figura cada vez más popular entre los venezolanos de allá: el asilo político – ni idea de con que argumentos – y ha recibido, por su condición de asilada, bastante ayuda del gobierno norteamericano, pero no ha podido – o no ha querido – hacer una reválida que la convierta en dentista gringa y para su desgracia, no se ha puesto las pilas con el lenguaje. No sabe si tendrá algún día el guáramo que necesita para un futuro mejor, sólo que cada vez que se le olvida echarle candado a la puerta de su casa e igual amanecen todos sin nada que contar, Maracay se le antoja un punto muy lejano en el desierto de sus afectos.
Martin y Eduardo se emocionaron con la bulla enorme que el matrimonio igualitario anda haciendo en toda Europa y se fueron a vivir a Ámsterdam, para poder darle “legalidad” a una relación que llevaba 6 años medio escondida en San Cristóbal.  Ambos rasguñaron con avaricia cuanto centavo pudieron conseguir por ahí, lograron un cupo en una universidad Holandesa, se casaron nomás llegar y se están buscando la vida, literalmente. Tanto que, según supe por Facebook, hace algunos días les dieron un niño en adopción. Desconozco los detalles de los que se han valido para obtener estatus legal, pero supongo que lo tienen, si ya consiguieron hasta hacerse padres. Martin trabaja en una panadería desde las 5 de la mañana y va a clases en la noche y los fines de semana; Eduardo ha sido cajero en unos grandes almacenes, cuidador de ancianos en una casa geriátrica y profesor de inglés (que habla mejor que el español) pero siempre tiene que dejar el trabajo a la mitad porque necesita terminar de obtener su titulo. Hace poco hablamos, a propósito de su nueva paternidad y se confiesa feliz, preparando su minúsculo apartamento para recibir a las dos madres, que irán a acompañarlos por unos meses y ni siquiera piensan en la posibilidad de volver, ni por vacaciones, a San Cristóbal. ¿Para qué, me ha dicho, a hacer cola para echar gasolina racionada?
Son tres de las muchísimas historias de la estampida. Tres que ponen cara a algo que empieza a ser conversación de moda y objeto de una condena cada vez más difícil de entender. La mejor muestra de que, hace mucho rato, mas que una opción para volver, Venezuela se convierte con las horas en una para sobrevivir y todos tenemos derecho a inventarnos un futuro. Ni modo, aquí, el que esté libre de pecado que arroje el primer pasaporte.

viernes, 11 de octubre de 2013

Una noche ¿tan linda?

En mi primer trabajo profesional como productor de teatro, tuve la inmensa suerte de asistir el proceso creador de dos genios: Luisa (La Nena) Zuloaga de Palacios y Víctor Valera, una a cargo del vestuario y otro haciendo una escenografía que nunca olvidaré. En cierto momento, La Nena Palacios y yo tuvimos un pequeñísimo rifi-rafe por una propuesta vestural que a mí no terminaba de encantarme y que, la arrogancia  inexperta de la juventud, me permitió la altanería de criticar sin más argumento que un “no se Señora Luisa, no me gusta”.  Se trataba de unas faldas largas, negras por un lado y de colores brillantes por el otro, que se cerraban y abrían gracias a un sencillo sistema de cierres mágicos, permitiendo a las actrices cambiar de look, con un movimiento que tomaba segundos.  Gracias a eso, la visión escénica también cambiaba, dándole un divertido aire colorido al escenario de una obra musical que requería diversión y ligereza aunque tocaba temas de mucha seriedad.  Ante mi desazón por las famosas faldas y para enseñarme una lección que me acompaña desde entonces, la Sra. Palacios (una de las mujeres más exquisitas que he conocido en toda mi vida) me invitó a merendar en la biblioteca de su hermosa casa de Los Rosales. Mientras desplegaba todos los dibujos del vestuario que había creado para la producción (preciosos, por cierto) y me obsequiaba uno (me lo robaron años más tarde, en aquel famoso secuestro domiciliario del que fui víctima, pero esa es otra historia) La Nena zanjó toda discusión con una afirmación de vida, que no de artista, a la que no pude oponer argumento alguno:
 
-          Pero, Juan Carlos, mijo querido,  la sencillez de una falda larga negra es indispensable para toda mujer. ¿Cómo crees tú que podría ponerse elegancia en los salones de baile (me perdonan, pero yo inmediatamente me ubiqué en el Gran Salón del Caracas Country Club) si uno no pudiera ver las faldas largas moverse al compas de la música? ¿Cómo bailaríamos si no?
De inmediato, Luisa Zuloaga de Palacios se levantó de su silla, y a pesar de estar ya aquejada de un cáncer insidioso, tomó un pedazo grande de la tela negra que a mí no me gustaba, la amarró a su cintura y comenzó a bailar por la biblioteca, mientras tarareaba alguna melodía que no recuerdo bien. Ambos terminamos a carcajadas, olvidando para siempre las diferencias, la obra se estrenó y fue nuestro primer gran éxito (el último en que pude tener cerca a La Nena, murió meses después, para mi tristeza infinita)
Anoche me pareció verla:  ¿Cómo hace una mujer para bailar vistiendo “una espectacular columna de seda pura, color sol de medianoche, rematada en un monumental escote que recalca el delicado bustier trabajado en lentejuelas boreales y miles de cristales facetados que, inspirado en las Cariátides Egipcias, resalta la figura de nuestra preciosa  Miss Canchunchú Florido, el cual termina en una hermosa sobrefalda  elaborada en Gazar de Seda Oriental en la que,  a manera de lienzo, se han dibujado las auroras boreales de nuestro trópico incandescente, logrado gracias a cintas de acetato metalizado, millones de canutillos indo-persas y cristales austriacos envolviendo su figura a manera de polisón”?
Ahora: cierre los ojos, imagine a la Miss en cuestión y sáquela a bailar un merengue en la pista de baile del Hotel Alba Caracas. Bien, eso es lo que, entre otros millones de detalles imposibles de entender, hacen que Venezuela se detenga una noche al año,  para mirar en sus televisores el incesante trasegar de maniquíes idénticas entre sí (e idénticas a las del año pasado, el año próximo y 1996) bailarines, cantantes, animadores, actores, actrices, saltimbanquis, oportunistas, ilusionistas, alquimistas, músicos, chancletudos, folclóricas, folclóricos, animales, modelos, trompetistas, disfrazados, escogidos, maricones y-América-toda-existe-en-nación, iluminados, maquillados y entaconados, en una noche tan linda como esta.
No estoy en contra.  Mi formación inicial es el mundo del espectáculo y si quiero ver  algo serio, me voy para Berlín y compro un ticket para La Schaubühne. Pero, ¿hace falta que sigamos en eso? Por ejemplo: ¿hace falta mal disfrazar a la talentosa Mariaca Semprún y ponerla a cantar una cosa que ni es Culo e´puya ni es el Indio Figueredo? ¿Hace falta poner a esas muchachas a caminar como almas en pena, más amortajadas que vestidas, para que alguien suficientemente cursi escriba descripciones  que merecen la intervención de la RAE? ¿hace falta tanto y tanto? Yo creo que no. Miss Venezuela es una institución que ha sobrevivido a todo: la crisis, amenazas rojas, protestas, mises enfurecidas, rumores, acusaciones de prostitución, secretarias privadas, tanganas y otras calamidades, fueron capoteadas por un señor del espectáculo que ya no está, hizo lo suyo (con aciertos menores y mayores) se ganó el reconocimiento de dos generaciones de televidentes y creó un equipo de trabajo listo para recoger los bartulos,  keep the show going on y pasar la página. Ese es el asunto: a Joaquín Riviera, Venezuela le perdonaba todo pues sabía que cada año haría una versión de su propio concepto Broadway-Tropicana en el que clavaba cada una de sus fantasías. Pero, ya está.  No hacía falta tal “barroquismo boreal incandescente” para demostrar que aprendieron la lección; básicamente, porque la sensación es precisamente que no la aprendieron del todo.
Quizás estoy muy mayor para entender ciertas cosas, lo admito.  Pero, en verdad,  anoche, para que fuera linda la noche,  hizo falta más Luisa Zuloaga de Palacios, menos grito destemplado, menos mises paralelas (hombre es hombre man-que-ponga) y sobre todo, por encima de todo, alguien que nos explicara la chaqueta de flores satinadas que se puso Osmel Souza para dar en préstamo  su  corona.
En la vida, para todo, hay límites.

viernes, 4 de octubre de 2013

Lamento contradecirte

Rayita dice que soy un mal conductor, no sé por qué exactamente, pues jamás me ha dado sus razones, creo que le parezco demasiado timorato y no muy ducho (en líneas generales) en la materia de manejar un automóvil sincrónico. Puede que la gane la preocupación de saber que soy absolutamente incapaz de alcanzar y mantener cualquier tipo de concentración, No lo sé. En todo caso es, junto al tema de la música, el otro mito importante que ella mantiene sobre mí y que yo he aprendido a aceptar callado para tener la fiesta en paz.
Hasta hoy. Lamento mucho contradecirla, porque eso no se hace cuando uno quiere tanto a alguien, pero es que el tema de conducir un automóvil (del tipo que sea) en esta cosa que llaman la ciudad de Mérida, no es asunto que pueda, airosamente, resolver una persona que en general le teme a la velocidad y espera (oh infortunio) que haya conductores en la calle capaces de demostrar un mínimo de compasión -  o respeto – por el prójimo. Es decir, yo. Mérida, una ciudad que fue amable y bonita en algún tiempo remoto, es hoy un infierno de humos contaminantes, buseteros, motorizados , taxistas y conductores y conductoras mal encaradas y mal encarados, que enfrentan deliberadamente la mala intención reciproca de adueñarse de 48 calles transversales, 8 calles (avenidas las llaman) totalmente coloniales,  5 avenidas de dos canales (el no va más de la modernidad serrana), una vía rápida (a la que hay que dedicarle una tesis de grado) un par de “corredores viales” (que, me rio de janeiro) y algunas callecitas vecinales que son más bien atajos de la maldad y prestan poca ayuda.  No quiero mencionar el Trolebús (que sigo viendo como una excelente alternativa de movilización urbana) ni el peatón, porque estoy convencido que esas no son razones que expliquen mi desconsuelo (aunque se esmeran). Es algo mucho más perverso.
Por ejemplo: ¿alguien se habrá percatado de que en Mérida es imposible circular-con cierto grado de fluidez- si uno va de este a oeste o viceversa? Se lo explico: si usted sale a “hacer diligencias” y olvida planificar una ruta que vaya de Norte a Sur o de Sur a Norte, encomiéndese a un santo de comprobada eficacia (San Juan Pablo II, por aquello de la novedad en el cargo, podría garantizarnos un cierto nivel de protección; del resto, olvídese, Santa Rita de Casia ya me dijo que hasta allí no llega su atención a las causas imposibles).  Cruzar a la izquierda o a la derecha para atravesar la ciudad - a lo ancho - no se puede.  Nadie lo ha explicado nunca, y lo peor: nadie parece haberse dado cuenta de ese detallito, lo cual, supongo, obedece a que si lo hiciéramos, tendríamos también que explicar  otra plaga, con licencia oficial, que un mal día decidió tomar la ciudad por asalto y enquistarse en el significado literal de tan desafortunada expresión, sin atreverse a disimular lo mucho que odia al resto de la humanidad: los motorizados, cuya contraparte la forma una colectividad enfurecida, que en lugar de frenar toca corneta, para abrirse paso, como se le antoje, en el sitio que le provoque aunque maneje una lancha.  (Cuando no deciden detenerse a conversar con “un pana” surgido de la nada o a defender sus “derechos” en la mitad de la vía)
No hay forma de ser un buen conductor en esos términos, entonces. Y lo lamento enormemente por Rayita, es imposible que estemos de acuerdo: si los periódicos locales reseñan un promedio de 4 o 5 motorizados muertos diariamente, si el Hospital local hace tiempo que rebasó – en mucho – la capacidad de su unidad de traumatología debido a víctimas del tráfico. Si ningún taller de latonería de la ciudad tiene cupo para reparar autos por lo que queda del año (y los hay como arroz picado) y si diariamente aparecen más y más conos rojos cerrando vias, policías viales con mucha mala leche y gente que perdió la posibilidad de entender que su espacio empieza donde termina el espacio del otro, no hay remedio.
Así que, lo siento mucho Rayi, pero voy a pedirte que revises tu opinión acerca de mi desempeño frente al volante: te concedo que no soy capaz de concentrarme, pero eso se aplica, por extrapolación, a muchas otras cosas de mi vida: Yo no soy un mal conductor. Yo soy un sobreviviente que aprendió (entre otras cosas) a  comerse las luces amarillas el mismo día que entendió (a golpes) la imposibilidad de hacerle caso a un semáforo merideño. Deberías estar orgullosa de mí y de mi ángel de la guarda: a mí avanzada edad, todavía respiro, aunque diariamente enfrento la invalidez permanente entre las latas retorcidas de la inconsciencia.  Mejor que eso, imposible.

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