martes, 31 de diciembre de 2013

Que venga, aunque no tenga ni convenga...

Empecemos por un lugar común: apenas faltan horas para que estrenemos año. Es decir, el 2014 está, como quien dice, a la vuelta de la esquina. Dentro de un rato estaremos repartiendo abrazos, bendiciones, buenos deseos y whisky (los que pueden) Dentro de un rato, la eterna frivolidad con la que asumimos la mayoría de los grandes  momentos de nuestra vida tendrá su momento de gloria: el treintayuno, un día que solo empieza a existir cuando termina.
Entonces, a esa buena andanada de buenos deseos, permítaseme unir mi voz. No es fácil. Tengo una tendencia irrevocable a ver las cosas con cierta crudeza y eso, irremediablemente, me produce un pesimismo que no combina en absoluto con este día; pero, ni modo. Hare “de tripas corazones” para emplearme a fondo a ver que sale. No será más que un baño de realidad, pero también será - y como no - la esencia misma de los deseos, lo que yo quiero que le suceda a usted y a mí, que vamos a vivir el 2014 cobijados por este sol incandescente que pone todo patas arriba. Será un año complicado.  No necesito ser adivino ni profeta para afirmarlo. Hemos llegado al final de 2013 con la economía hecha un desastre y detrás de ese desastre suelen venir males mayores. Pero, será una dificultad que exigirá dosis inmensas de creatividad y ya por ahí, eso me gusta. De modo que ojalá y 2014 venga lleno de inteligentes decisiones para enfrentarlo desde el primer día con toda la valentía del mundo.
Que sea sencillo disfrutar de lo que no pueden quitarnos por más que lo hayan intentado (nuestra Sierra Nevada, por ejemplo, antes de que le armen el teleférico LEGO). Que amemos nuestras ciudades y queramos hacer algo por ellas, todos los días. Que seamos un poco más conscientes, de nada en particular, si no de la consciencia misma para ver si definitivamente empezamos a poner todo junto y sale de allí algo que se parezca al mediodía y nos alumbra. Que detengamos la carrera para enterarnos que estamos a punto de estrellarnos y pongamos la marcha atrás que tanta falta está haciendo. Que en esa marcha atrás no nos llevemos a nadie, que podamos sonreír comprendiendo que ahí, en la sonrisa, está el detalle. Que aprendamos a chapotear en la cursilería milenaria que va de Catia La Mar hasta el Paramo y sigue estando hasta no desampararnos, aunque el bolero no sea más la canción que nos quita el sueño.
Que tengamos un momento de valor para recuperar la dignidad perdida, para pelear contra creontes, dragones y otros demonios; para enfrentar la fuerza con fuerza, para vivir sin tanto lastre y sin tanto dedo extendido en contra de todo aquel que se equivoca porque nosotros decidimos que ha errado, antes de darle tiempo a explicarse.  Que seamos duros cuando la dureza sea una salida conveniente y, no lo seamos tanto, el día que nos dé tiempo de conocer la diferencia. Que podamos comprender que menos Santo Tomas y más Rosa de Luxemburgo será una buena manera de entender la vida que nos viene, porque nos tocará vivirla sin muchas opciones de ver, aunque con todas las de creer.
Que haya menos profetas y más actores, menos pitonisas y más comprobadores, menos analistas y más accionadores. Que conversemos, que nos pongamos un poco más serios dándole al humor lo que el humor merece, que no es todo. Que se reduzca el pecado del nacionalismo, pero sepamos defender lo nuestro y que al hacerlo, nos eximamos de acusar al que ya lanzó la próxima piedra.
Que volvamos al inicio aquel que necesitábamos antes y aprendamos que todo puede resolverse con una mirada - sin envidias - en el espacio del otro.
Que finalmente aprendamos a decir provecho y responder servido; porque decir las cosas con sujeto, verbo y predicado, se parece a la verdad y esa, es una cosa indispensable que necesitamos decir a voces, con sencillez de  maestra.
Que venga el 2014, estamos listos para recibirlo. Que venga, aunque no tenga ni convenga y que sea tan feliz como cada uno de nosotros quiera hacerlo.
Felicidades, un abrazo estrecho y mil gracias…!

sábado, 28 de diciembre de 2013

Secreto a voces

Tres molestas emergencias médicas se han ocupado, en los últimos meses, de ponerme a dar carreras echándome a perder planes más entretenidos. Un par de intoxicaciones alimentarias y una “metida de pata” que me obligó a celebrar navidad enyesado, se cuentan entre mis trofeos médicos del 2013. No está mal, a mi edad, algunos amigos ya cuentan, por ejemplo, con un infarto. No voy a dedicarme  al cuento detallado de mis padeceres (aunque me muera de ganas) porque mi mamá decía que hay cosas que le suceden a uno de las que no está bien hablar en sociedad; así que los dejo en titulares. Permítanme, mejor, el gusto de hablar sobre las horas padecidas con una botella de suero enchufada a mi antebrazo y lo que he descubierto en su transcurso:
¿A qué se debe que este humilde servidor haya tenido que enterarse, con todo lujo de detalles, de los padecimientos de mis compañeros de emergencia? (mucho más estropeados que yo, de paso sea dicho) ¿no cabe suponer qué eso es privado?  La primera vez, mientras un par de bien intencionadas doctoras de guardia intentaban descubrir si la urticaria que cubría cada milímetro de mi cuerpo enrojecido, se debía a los camarones del almuerzo o a un antibiótico auto medicado que es otra historia (ganaron los camarones, para mi desgracia) dos médicos internistas entraron  al cubículo en que me encontraba y, sin tomarse la molestia de saludarme por lo menos, empezaron a discutir el penoso estado de salud de un joven recién ingresado al que identificaron por nombre y apellido quien, para su infortunio, presentaba una fea complicación de su recién adquirido Virus de Inmunodeficiencia Humana. Los doctores se debatían entre hospitalizarlo en esa clínica – una de las prestigiosas – o mandarlo al Hospital Universitario para que, con toda celeridad, ingresara al programa de antirretrovirales en una conversación, al pie de mi camilla, que no omitió detalles.
La segunda vez, atontado por la voraz deshidratación que me produjo una sopa de cebolla en mal estado, viví la historia de Fulanito de Tal contada por dos cardiólogos desparpajados, seguros de que el pobre hombre, ingresado un poco después que yo y en otra sala, no pasaba la noche.  Desde mi cama vi las radiografías, entendí perfectamente lo que es un derrame pleural – la más suave de las dolencias que mantenían al pobre señor entre la vida y la muerte – y conocí de primera mano el historial de dolencias cardio pulmonares que lo habían arrastrado hasta una emergencia que amenazaba con convertirse en extremaunción.
La tercera vez, mientras mi querido traumatólogo de toda la vida llegaba para ponerme yeso en mi tobillo (cosa que tomo un buen par de horas largas) me enteré, sin moverme de mi camilla de emergencias, que la señora Mengana de cual posiblemente pasó navidad desolada ante el diagnostico de un cáncer de riñón y que el señor Perencejo  suele tener esas crisis de no-se-que cosa-que-a-mi-me-sonó-muy-feo porque le encanta excederse con los gin tonic (eso último lo dijeron los doctores entre risas, asegurándose unos a otros que sólo toma gin tonic como si fuera agua). Las tres veces en la misma clínica, en el mismo cubículo y ante la mirada más bien rutinaria de Yelitza, una enfermera que ya casi es mi mejor amiga.
Pensaba que se trataba de una característica de esta clínica en particular, cuando me tocó acompañar a un amigo al Hospital Universitario para resolver algunos asuntos de eso que llaman “Salud Pública”. Pues bien, entré con él a una oficina del hospital que dobla funciones como consultorio y, mientras una enfermera de uñas navideñas intentaba resolver con enorme esfuerzo la tontería que mi amigo necesitaba, dos doctoras (a una la conozco, es médico graduada) discutían divertidísimas el embarazo ectópico de alguien cuyo nombre y apellido salió a relucir dos veces ante mis oídos.
Por pura cosa de decencia, ¿no habrá un cuartico privado en que los médicos puedan reunirse a ver radiografías, revisar resultados de exámenes, comparar opiniones y hasta formular diagnósticos, sin que se entere nadie más que ellos mismos?  Pregunto yo, por no dejar, ¿y si alguno de esos enfermos es mi prima y  no le da su real gana que yo me entere que contrajo VIH, por ejemplo, o tuvo un embarazo ectópico?  Quizás me preocupo en vano y lo que sucede realmente es que me cuesta mucho entender, desde mi cerebro desadaptado que, en realidad, como somos un pueblo de gente tan amigable le estamos haciendo un favor a Doña Mengana cuando publicamos a los cuatro vientos que acaban de diagnosticarle un cáncer de riñón; de modo que, no hay problema, mi amplio prontuario de hipocondriaco con argumentos, porque no está a salvo de médicos deslenguados, será, a la postre, la tarjeta de presentación de alguna gesta que logre convencerme de haber perdido el tiempo guardando con celo excesivo los vaivenes de mi salud: el día que me dé el infarto, primero se va a enterar mi antipática vecina del piso 5, pues ese mismo día la señora descubrirá que ya no está en edad de comer camarones.
Cuanto trabajo pudo haberse ahorrado Hipócrates, digo yo.

lunes, 23 de diciembre de 2013

FELIZ NAVIDAD!!!


Tal vez sea el típico asunto ese de la edad, el tiempo que pasa y lo que cantaba Pablo Milanés, cuando podíamos darnos el gusto de escucharlo sin que se nos revolviera el alma (básicamente porque no sabíamos lo que era, o nos hacíamos los locos) pero, la Navidad para bien y para mal es, cada vez más, un tema más cercano a la melancolía que a la alegría pura. También y eso lo salva, más cercano a la reflexión y al deseo de empezar a moverse para ver si de verdad, verdad, ponemos un poco de arrojo para que amanezcan de Navidad todos los días del año. Por suerte es y cómo no, un tiempo para la solidaridad, para la sonrisa y para el gesto amable que signifique un freno ligero al zaperoco habitual y todo ese montón de cosas que en estos viernes del almanaque, nos hace un poquito más gente.
Entonces, ¿qué corresponde decir cuando, puestos frente a la temible hoja en blanco, la tarea que nos imponemos es tratar de decirle - a todo el que quiera escucharlo - algo que realmente suene a Feliz Navidad, miras alrededor y la verdad es que razones para celebrar, andan escasas?.  Se me ocurre que, a pesar de todo, empezar por agradecer es una buena idea. Agradecer fundamentalmente a la vida, esa cosa complicada que algunos días se pone difícil, pero que saca sus galas también de vez en cuando, para darnos buenos regalos. Agradecerle a Dios, que en mi caso es un señor barbudo y guapo, bajado de la cruz esa horrorosa y que en el tuyo es lo que es, pero sirve para creer en algo. Creer, esa maravillosa forma de enfrentarse al futuro pensando que lo mejor esta aun por venir, aunque pensemos que ya ha venido.  Agradecerle, también, a los que se tomaron un tiempo para estar cerca de uno, para abrazarlo a uno en un día cualquiera y para los que no lo son tanto, pero te mostraron un sendero por el que se puede ir en la vida, junto a ellos o en dirección contraria. Agradecerle también y más que nada, a esos que día a día están recordándote que compartes más que un ADN y un ligero mal carácter porque les hemos llamado familia.
Después de agradecer, nada como recordar que compartimos una cosa muy grande que a lo mejor se llama país - o el nombre que cada uno de nosotros quiera ponerle - Que no es un equipo de futbol, pero sí;  que no es una mesa servida, pero sí; que no es un pedazo de tierra, pero si. Que quizás sea un sentimiento, pero es mucho, mucho más que eso y que merece arrimarle el hombro, no como mención de sugerencia sino como obligatoriedad decente de gente grande.  Es la Navidad el momento para pensar en ello, teniendo en cuenta que lo que se nos viene encima no es cosa fácil.
Que sea leve pues, es un deseo que clama a voces mi corazón aprehensivo y mordaz. Que nos encontremos en el desencuentro, aunque para ello necesitemos construir un milagro que hoy se ve imposible delante del pesebre y las albricias. Que venga con lo que sea, pero que venga. Que traiga su carga de sinsabores, que venga con las tristezas justas para que de ellas aprendamos a vivir la vida que cada uno quiere vivir, sin olvidar la que le toca y no siempre es buena. Que traiga la Navidad un poco de sosiego, un mucho de entendimiento, una carga justa de alegrías y un momentico verdadero para mirar a los ojos de quien tenemos al lado.
Que sea bonita, como no. Que sea divertida, también. Que alguien nos dé un abrazo que estremezca los huesos y nos diga una palabra cursi para alegrarnos el ceño.  Que suene la pólvora, aunque la odiemos y aprendamos del Eclesiastés que todo lo que se quiere, debajo del cielo, tiene su hora.
Feliz Navidad, lectores queridos. Feliz y buena. Feliz y productiva; pero sobre todo, feliz y leve. Que nos fortalezca el ánimo para entender el sin sentido.
Feliz Navidad y un millón de gracias!

sábado, 21 de diciembre de 2013

¿Irse... y hacerse?

Hace unos tres días alguien montó en Facebook un video patrocinado por Campofrio -  una marca española de alimentos - una cuña de esas apropiadísimas para la navidad, en la que Chu Lampreave, con el auxilio de un buen lote de famosos actores y actrices españoles hacen toda una apología sobre las dificultades “emocionales” (si es que se pueden llamar así) de  mudarse de país. El video, de excelente factura, dice, palabras más palabras menos (apelando a recursos dramáticos muy efectivos) que aunque usted se vaya a vivir al desierto de Atacama, usted lleva consigo sus arepas, su gaita y su guachafita, sea lo que sea que usted vaya a hacer allí. Hasta ahí, todo muy bonito.
Resulta que el video estaba originalmente publicado en La Patilla (véalo en este link) y a mí se me ocurrió la genial idea de comentarlo y por supuesto, me cayeron encima. Sin piedad.
Mi comentario respondía a un buen numero de otros comentarios en los que abundaban expresiones tales como “yo amo a mi país”, “orgulloso de haber nacido aquí” “yo llevo el tricolor en el alma” y cosas de esas - por docenas - que usualmente sacan lo peor de mi: mis sentimientos de expatriado eterno. Vamos a hablar con claridad y pido mil perdones. Yo no puedo entender, ni siquiera en Navidad, el peso gigantesco de eso que llaman Patria y que posiblemente sea la palabra que más daño ha hecho a lo poco que nos quedaba de decencia y que, prostituida y agotada como muy pocas, pesa en todos nuestros actos manteniéndonos atados a una cosa imposible de comprender, resumible en una lamentable sucesión de errores con resultados desafortunadamente tenidos y reconocidos.  Dije en La Patilla, y quiero repetirlo aquí que tengo más espacio, que toda esa sensiblería patriotera me parece una tontería y que posiblemente nada pesaba más en la vida de las personas que mantenerse amarrado a una “forma de ser” porque uno nació con esa “forma de ser”. Como si el desorden y la viveza criolla fuera algo de lo que tenemos que enorgullecernos pues es una seña de identidad grabada en nuestro ADN “venezolanista”. Peor aún, como si irrespetar a los demás (un deporte nacional muy arraigado) fuera un recurso venezolano de exportación y una razón de orgullo criollo. Lo lamento mucho, pero esa no me parece una razón para quedarse padeciendo un país que ni es patria ni es nada, porque nos ha hecho el daño irreparable de convertirnos en ovejas de un rebaño que disfruta su descarrío.
Alguien, entre las muchas respuestas (buenas y malas) que recibió mi comentario, quiso rápidamente comparar (para mal) mi sensación de patria con lo que sienten “sus amigos Palestinos” (materia en la que no pienso engancharme) y otros, varios, decidieron por milésima vez pedirme, en mayúsculas, que me vaya de SU país, valiéndose de nostalgias más que de argumentos. Pues bien, no soy nostálgico. A mí, el Alma Llanera no me conmueve ni en Guasdalito, ni en Helsinki y la única vez en mi vida que he hecho una fotografía de la bandera venezolana ondeando en un edificio extranjero, lo hice en New York para que no se me olvidara la millonaria ubicación de nuestro consulado.  He vivido afuera y adentro y en ambas oportunidades he vivido bien.  He aprendido a respetar las leyes de los países que han acogido mi “extranjeramiento” y siempre me he sentido protegido por ellas, cosa que desafortunadamente no puedo decir de las leyes patrias, pues creo que no existen o mejor dicho, son lo que son.  He tenido la suerte de vivir en lugares donde el tiempo y el espacio de los demás vale oro y en las ocasiones en que no he comprendido por qué, por ejemplo, uno no puede conducir su automóvil a más de 35 millas por hora, he terminado por pensar que hay cosas que son así y punto. Jamás he sentido nostalgia de nada. Yo quiero a mis amigos y ellos están regados por el mundo, quiero a mi familia y ellos están donde quieren estar y pocas cosas más me conmueven, esas, han ido conmigo cada vez que he decidido montar rancho allende los mares.  No me eriza el vello un juego de la vino tinto porque no me gusta el futbol y hoy día, en todas partes del mundo se puede comprar Cocosette.
Sin embargo, voto en cada elección a la que me convocan aunque sepa que eso no tiene sentido.  Defiendo el poco espacio que le queda a la democracia porque creo en eso, voy a las reuniones del condominio de mi edificio, aunque sé que nunca convenceré a ciertos vecinos insoportables de que uno puede vivir mejor, respeto las señales de tráfico, aunque sé que mi vida corre peligro cada vez que me detengo en una luz roja después de las siete de la noche y algunas veces, veo la Sierra Nevada desde mi ventana y me parece una visión de gloria.
¿Puede uno hacerse extranjero? Claro que sí, yo defiendo esa tesis.  A nadie que se plantee hacerlo le diré jamás que lo piense dos veces; no defiendo la tesis de la estampida total aunque sé que para muchos, mas tarde o más temprano, no habrá otra alternativa. Respeto profundamente al que quiere permanecer aquí para ayudarnos a arrimar el hombro a los que lo estamos arrimando para construir una vida mejor, pero también respeto profundamente al que cuelga la toalla y compra un boleto de avión. Total, cada vez que a uno le provoca comerse una arepa en cualquier lugar del mundo, va a un supermercado, compra HARINA PAN sin hacer cola y la cocina. 

lunes, 16 de diciembre de 2013

Y construyeron futuro...

Era una casa muy angosta, pintada de un brillante color verde en la que una hilera de habitaciones, alineadas en un pasillo largo de piso de cemento pulido, daba a un comedor-cocina que a mí siempre me pareció  tenebrosamente oscuro. En la mitad de ese extraño pasillo se alzaba una empinada escalera que conducía a otro piso de dormitorios y habitaciones, usadas para resolver las necesidades de una casa armada al amparo de improvisaciones; aun, un poco más arriba, otra escalera llevaba a una amplia y luminosa azotea, el espacio favorito de quienes hacían vida en los pisos inferiores. En esa azotea llegaba el sol a raudales, al resto de la casa la envolvía el frio habitual de la ciudad que era.
Estaba en la calle 17, a pocos metros de Cuatro Piedras, en los suburbios de lo que todavía no era, formalmente, el centro que es hoy.  Poco tiempo antes de ese día, que recuerdo como si fuera ayer, la casa había sido arrendada por lo que comenzaba a ser la Fundación Don Bosco: Seis mujeres que no llegaban a los 20 años, decididas a llevarse todo por delante, para ocuparse de niños necesitados de ayuda. Seis mujeres que recién habían terminado bachillerato, que habían posiblemente tonteado con ideas de hábitos religiosos mientras persistían en sus certezas poniéndolas a caminar. No sé si antes de esa, hubo otra casa. No lo sé, porque no lo recuerdo. Mi memoria de la Fundación se formaliza una tarde cualquiera de finales de año cuando, apoyado de cualquier manera en la escalera de esa casa al lado de mi hermano mayor, lloré mis ojos atendiendo una misa oficiada por el Padre Colombotto (solo Dios sabe por cual motivo) y entendí, de una vez y para siempre, que el “sueño” de mi hermana Mayra, era una realidad inapelable. Ella, a pesar de haber sido criada para princesa de reino sin corona, se salía con la suya aun teniendo en contra la opinión de casi toda la familia: La Fundación Don Bosco, una casa montada con precariedades de esas que únicamente resuelve la juventud, estaba empezando a dar cobijo (nunca tan literalmente) a un pequeño grupo de niños cuyos hogares sobrepasaban cualquier definición conocida de disfuncionalidad.
En mi casa familiar, unas calles más abajo, una incomprensible sensación de pérdida empezaba entonces a asociarse al nombre de la niña de la casa. Incomprensible, porque una familia tan católica como la mía, lo menos que podía hacer era celebrar con cohetones la decisión (casi monacal) que La Niña había tomado como decisión de vida. Pero, las cosas no siempre son como deben ser; a veces, el disfuncional es uno.
Esa misa viene a mi memoria con bastante frecuencia, sobre todo porque la vida nos fue enseñando, a los que no apostábamos por ese proyecto, que cuando se suma determinación a objetivos claros, se hace lo que uno quiere hacer, cueste lo que cueste. La historia es larga, tan larga como que ya lleva 30 años siendo la verdad que toca directamente nuestras vidas. Mi mamá, por ejemplo, que dedicó su vida a hacer lo que pudiera por la Fundación, pues sabía que de ese modo lo hacía por su hija y nuestra familia toda, para quienes La Fundación ha sido patio de atrás, presencia constante y sitio en el que echar una mano cuando ha debido echarse.
30 años que se celebraron ayer, como se celebran las cosas en esa casa, con la familiaridad de los festejos en los que todo el mundo pone un poquito de ayuda para hacerlo bien. Con una misa de acción de gracias, porque en esta casa primero vamos a misa y después a lo que venga, o mamá nos “jala las patas” y con una manera muy bonita de recontarnos el cuento. Ayer volvieron a ser reales la buseta Volkswagen, el primer automóvil que llegó a la fundación, aguantó entre talleres todo lo que pudo y reventó de viejita un día cualquiera - para consternación de todos - y ayer, también, fue mucho más real el cuento de los chamos que llegaron con una mano adelante y otra detrás para salir de allí convertidos en  abogados, farmacéuticos o comerciantes honrados y la certeza de como una ciudad entera se hizo solidaridad de aldea para ayudar una organización que empezó siendo una casa oscura y desangelada, pasó por seis casas más, de las que mudaban los mismos corotos viejos de siempre para poder dar cabida a más y más niños cada vez y terminó, 30 años más tarde, convertida en una institución emblemática de la educación, el cuidado y la atención al niño que más necesita una sonrisa: el que nació sin tener nada pues, por no tener, ni siquiera tiene el amor de quien lo ha parido.
Han pasado 30 años -  se dice en un instante –  de aquella casa verde y oscura, queda el recuerdo de una misa a la que sólo asistimos un grupito que no le apostaba al éxito. La Fundación  es, hoy día, el sitio que merece ser: una amplia, cómoda y bien cimentada edificación que acoge una casa hogar, un centro de capacitación profesional para adultos, un liceo de educación secundaria y un espacio para todos los que necesitan poner a caminar una iniciativa solidaria.
Desde una pared, Doña Yolanda Salas, Don Germán y Doña Luisa Corredor y Celinita, mi madre, vigilaban el festejo con ganas enormes de salirse del cuadro que inmortaliza su incomparable esfuerzo a favor de ese sueño.  Un poco más allá, cuando cantábamos el cumpleaños feliz, todos escuchamos la voz y el apoyo de una ciudad que convirtió la idea en posible.  Todo lo demás es historia, una historia de aciertos que bien merece ser contada.
Es una suerte que, por lo menos, haya sido aplaudida. Lo merece, y de pie.

jueves, 12 de diciembre de 2013

Se cuecen habas...

Menos mal que tenemos estos ratos y los de hambre…¿Habrá alguien que pueda explicar cómo es que este moreno asomado, logró pararse por más de tres horas, moviendo las manos sin sentido, mientras a su lado lo más granado y lo más florido del poder planetario se dedicaba a decirle a Nelson Mandela, (bueno, mejor dicho a su cadáver, a la familia y a todo el que tiene un televisor aunque se lo haya robado) lo mucho que lo queremos y la falta inmensa que le va a hacer al mundo civilizado? – al incivilizado mucho mas, pero esos no vamos a notarlo –
Sucedió y tiene denominación de “guinda de postre” en el funeral de estado, o mejor dicho, ceremonia de despedida, que el pueblo y gobierno de Suráfrica dedicaron a Madiba el martes pasado y en el que sobraron anécdotas, metidas de pata y pequeñas noticias que más cabida tienen en la prensa rosa, si no se hubiese tratado de la más grande concentración de eso que ahora llaman líderes mundiales, realizada de manera más o menos espontanea, en el último pocotón de años.  Nada puede - ni podrá jamás - opacar al “intérprete” de lenguaje de señas que, hemos descubierto, ni es intérprete ni es nada que se le parezca, no habla lengua de señas y ni siquiera tiene otra discapacidad distinta a un tostón de altos niveles (Diagnosticado, y me perdonan). Resulta que una compañía de protocolo, ahora desvanecida por los aires sin haber dejado rastro, ofreció los servicios de un intérprete de señas para que el funeral, retransmitido al mundo mundial, tuviera la prestancia esa que da ser tan modernos como para poner en la esquinita de abajo de la tele, a un señor o señora a mover las manos rapidísimo para traducirle (al que no puede escuchar) lo que dice la gente. La agencia en cuestión, como si fuera bolivariana, ofreció el precio más bajo y, contraviniendo todas las convenciones mundiales al respecto que dicen, entre otras cosas, que un intérprete de lengua de señas no puede permanecer más de 20 minutos continuos en el merequetengue – quedará agotado, digo yo -  puso a su afroamericano tan bien vestido, nada más y nada menos que al lado del micrófono donde iban a hablar los más duros del poder universal y le dijeron: Musana, tu fájate….era falso (y por favor, vayan a ver el video, el tipo pasó TRES HORAS o más, haciendo exactamente la misma seña, sin rastro de cansancio alguno) el intérprete de señas contratado por los organizadores del evento, era de embuste; es más, mucho peor para la seguridad de los que llegaron a la tarima, era un señor esquizofrénico que estaba oyendo voces distintas a las de Obama cuando Obama leía uno de sus discursos estrella. ¿Qué les parece? ¿Y si esa voz le hubiera dicho: Musana, apriétale el cuello y sal de ese negro?...chico, ¿no tendrá Raúl que ver con eso?
Después de ese detalle, ¿a quién le importa que Barack Obama haya pasado horas tomándose fotitos del mennage a trois que armó con David Cameron y la Primera Ministra Danesa, para furia de Michelle que le torció los ojos hasta que le supo a bueno? (después se supo que ella estaba en el ajo, pero que aun así, mi negro se fue de maraca y tuvo que poner la otra fotito: la del besamanos a la esposa con cara de cuaima batida). ¿A quién le importa?, sigamos, los besos de piquito entre la viuda Graca Mandel y Winnie, la ex esposa acusada de todo menos bonita, que pasaron por costumbre de viudas africanas, e incluso, ¿a quién demonios le importa el apretón de manos famoso? (si, el mismo, Raúl y Barack, de nuevo) que agarró desprevenido al carcamal del Caribe.  ¿Y la espada de Bolívar? que ya debe haber salido a venta en el EBay surafricano (por cierto, como ha dado de sí la famosa espada, olvídense de la espada del Jedi, que la de aquí, ha servido para lo bueno, lo malo y  lo feo, sobre todo lo feo de la alerta que camina) ¿A quién le importa?
Es que no gana uno para sorpresas. Como si no fuera suficiente con el zafarrancho que tienen armado los hijos y nietos de Madiba, para exprimirle beneficios al nombre que Dios les dio y por el que no han hecho absolutamente nada bueno, ahora resulta que muerto el santo varón de Suráfrica, los que tenían la obligación de honrar su memoria, no han hecho sino llenarnos las honras fúnebres de calor surafricano, el cual, visto lo visto, no tiene nada que envidiarle a honras fúnebres de menos calado, invitados de segundo orden y un poco menos de zaperoco mediático.
Cosas veredes, ¡mi negro!

lunes, 9 de diciembre de 2013

Notas al despertar

Confieso que, nunca, un día después de elecciones me he sentido bien.  Alguna vez, incluso, me negué a levantarme de la cama hasta pasados cuatro o cinco días de la paliza. Jamás, en este maremágnum electorero al que nos han ido acostumbrando, he pasado buena noche después de Tibi y su barandita ni he sentido nada que no se parezca a un desconsuelo pavoroso. Para empezar, porque yo jamás he comprendido las jerigonzas de esa señora a la que le endilgan una cosa rarísima que aquí se llama Poder Electoral, como si el poder de elegir lo tuviera en sus manos un grupito de gente que uno no sabe de dónde sacó credenciales para adjudicarse el derecho.
Confieso que en mi carnet de baile, elecciones no es una pieza que me guste. Hasta ayer; a pesar de todo, hasta ayer. Hasta ayer, porque es la primera vez en que la oportunidad de elegir a una autoridad, por muy municipal que sea, se convierte en una medición de fuerzas sin precedentes, se gana con cierta holgura y es dada a conocer con certera prontitud, en un gesto que no merece reconocimiento alguno, salvo  el de haberlos vistos, por primera vez en años, sin otra alternativa que el anuncio plagado de pequeños errores anecdóticos. Ayer, aun en medio de lecturas analíticas que buscarán (porque deben hacerlo) una quinta pata al gato, los que adversamos el régimen pudimos, por vez primera, admitir públicamente una mayoría que está cansada de existir en privado: somos,  aproximadamente un 51% de venezolanos mayores de 18 años y en uso de casi todas nuestras facultades mentales (aunque no todos estemos sumados a la MUD)  Eso, lo quieran reconocer ellos o no, es un triunfo. Pequeño, está bien, pero es un triunfo. Un triunfo que llena de entusiastas esperanzas, que abre puertas y ayuda a la contienda.
No es todavía un triunfo que nos libere el camino; al contrario, a partir de ese 51% las cosas se han de poner muy difíciles. No es, perdonar, una de las tareas que el “gigante” haya dejado en herencia a sus hijos dilapidadores. No es humildad lo que aprendieron en los años de seguirlo, no es bonhomía o decencia. Todo tipo de disparates, saltándose cualquier ley a la torera, entorpecerá los espacios conquistados: nunca será tan difícil una acción de gobierno tan sencilla en apariencia, como el bienestar de quienes vivimos en territorios gerenciados por quienes, a partir de hoy, se convierten en enemigos del poder central. Hoy, la Constitución - que ellos se inventaron - pasará a convertirse en garabatos sin significado y nosotros en experimento de aguante y resistencia.  Esa entelequia inexplicable llamado estado comunal abreviará su improvisación mal pensada y la escasez de pensamientos lucidos, traerá consigo escasez de todo tipo. Aun así, estamos entrando en una fase interesante del juego. Anoche apenas se esbozaron titulares.
Las hordas de terroristas que por unas horas dejaron ver sus fauces, los cientos de motorizados que atemorizaron paisanos desarmados, el amenazante discurso escatológico de los jerarcas, las risas de guasón y el lumpen que los aúpa, dejaron de ser una amenaza para convertirse en peligro cierto; si este es el principio de algún fin por vía electoral, es bueno que sepamos que detrás de eso se viene la lucha armada. No obstante, dos victorias imposibles cimentan la certeza de que hemos alcanzado un buen nivel de desafío: Barinas, por su significado histórico – sentimental y El Vigía, en Mérida, una zona impenetrable que reúne mucho del dinero (bien y mal habido) de la zona sur del lago de Maracaibo, bastión de irreductible color rojo que anoche mudó de colores empujada por el sin sentido. Junto a ellas, una omisión imperdonable continúa poniéndole al camino un borde de precipicio: 48% de venezolanos que tienen la obligación de hacerlo, no salieron de sus casas a votar. Posiblemente, permítaseme el fácil y tendencioso análisis de mostrador, porque de hacerlo tendrían que haberlo hecho por un candidato de colorada ineficiencia; mas, aun ese caso, siempre nos quedará pendiente la respuesta a una pregunta que podría haber aumentado enormemente nuestra alegría, (o no) ¿Qué hubiese sucedido de haber tenido una participación electoral que rondara el 85%? Esa es la tarea que analistas mejor preparados tienen la obligación de resolver.
Por lo pronto, toca hacer examen de conciencia, arrimar el hombro y hacer todo lo posible para evitar que las malas mañas de quienes saben que, perdiendo el poder, pierden muchísimo más que un cargo, interrumpan esta convivencia forzada que hemos aprendido a soportar entre dos mitades de un país inmensamente dividido. Desde ahora, a pocas horas de conocer resultados de una elección que nos dejó sabor a triunfo en la boca y pasadas las horas de descanso, habrá que fajarse como los buenos. Yo solo espero que sepamos hacerlo.

martes, 3 de diciembre de 2013

Entre inspectores te veas...

Hace algunos meses, Francisco se graduó de Lic. en Administración de Empresas en un acto académico de la Universidad de los Andes al que un anecdotario bastante extenso se ocupó de grabar para siempre en su memoria. No solo fue el primer  - y probablemente único - día en que vistió toga y birrete, sino que fue el día en que vio a su abuela salir de la finca paramera, vestirse de domingo y llorar de emoción, mientras en la antesala del Aula Magna un grupo numeroso de compañeros – algunos conocidos suyos – ponían en riesgo su vida exigiendo presupuesto justo para la Universidad. Francisco supo, en el momento de la segunda foto al lado de la abuela tan contenta que, el título, de servirle para algo, le serviría para tomar con firmeza las riendas del negocio. Que nunca, o por lo menos no ahora en este país de huelgas de hambre, iba a significarle empleo fijo bien remunerado ni beneficios de otro tipo.
Un par de años antes, en las prisas de estudiante desprovisto, juntó sus pocos ahorros a los de dos compañeros de rumba para emprender una venta de artículos deportivos. Lo hicieron como recurso de ayuda y por fanatismo, los tres practican cuanta actividad física anda suelta por el mundo y conocen hasta la más remota fibra con la que, en cada rincón del planeta, se fabrican las chucherías propias del que no puede vivir sin recorrer varios kilómetros demoliendo sus piernas en bicicletas de montaña.  Se pusieron en ello con la energía que solo la juventud ostenta: en menos de tres meses habían abierto una tienda tan bien surtida como bonita, en el local comercial que uno de ellos pudo conseguir, a buen precio, en uno de los centros comerciales más “in” de la ciudad. Según todo lo que le habían enseñado en la facultad, si las cosas seguían como habían comenzado, en cosa de dos o tres años podría empezar a disfrutar el producto del esfuerzo. Francisco, un obsesivo amigo de las cosas que se hacen como “se deben hacer” se dedicó al lado menos atractivo del negocio: el de poner orden. Asumió la contratación del escaso personal, el conteo exhaustivo de los churupos, la actualización de inventarios y la búsqueda incansable de proveedores con quienes discutir un buen trato. Descubrió, por ejemplo, que por razones de distribución, los productos PUMA pueden venderse a buen precio (una gran suerte, gracias a la demanda que el buen posicionamiento de marca le asegura al minorista) que no vale la pena competir con el buhonero que llena el mercado de “memorabilia” vino tinto, que algunos productos importados no pueden conseguirse (merced a todos los obstáculos creados desde el gobierno) a otro precio que no sea el que fije el fluctuante mercado paralelo de divisas y que, sumado, el “cupo CADIVI” de los tres socios, apenas alcanza para mercancía puntual y perentoria, objeto de descuentos especiales y una que otra rebatiña. Aun así, a Francisco y sus amigos la suerte no hacía más que sonreírles.
Hace un par de semanas, más o menos, Francisco abrió la tienda como acostumbraba desde que, título en mano, decidió dedicarle al negocio todas las horas de su tiempo útil; se ocupó de arreglar un poco la vidriera en la que algo desconocido le estorbaba el ojo desde varios días antes, revisó y puso a punto el sistema de máquinas de video instalado para descubrir, sin éxito, el autor de los pequeños hurtos de los últimos días y, música mediante, se dispuso a seleccionar mercancía para las ofertas del fin de semana (un recurso de mercadeo que estaba dándoles excelentes resultados) entonces, un poco antes de las 3 de la tarde, el centro comercial se convirtió en un pandemónium: la muy temida inspección, al mando de soldados y funcionarios trajeados de rojo, estaba tocándole los talones.
Francisco corrió a los archivos, en minutos se aseguró de tener toda la documentación en regla y esperó su turno con la calma de quien sabe ha hecho todo en el orden más estricto. Apenas tuvo tiempo de levantar la cabeza del mostrador, cuando una funcionaria le exigió,  antes de responderle las buenas tardes de su educación andina, colocar en la vidriera un panfleto anunciando un descuento “en toda la mercancía, del 70%” Francisco se atrevió a preguntar por qué, la funcionaria se atrevió a responder que por orden del presidente o es que el no leía la prensa. Francisco se atrevió a ripostar que en su caso, un 70% de descuento era la ruina; la funcionaria respondió, arqueando las cejas, que ella estaba ahí para cumplir órdenes y que su orden era impedir ganancias superiores al 30%.  Francisco apeló a la calculadora y trató de explicarle el error matemático de creer que, 70% de descuento, es igual a ganancias del 30%. La funcionaria montó en cólera y llamó a los uniformados. Ellos entraron, amenazaron a Francisco con la cárcel y abrieron, de par en par, las puertas de la tienda, anunciando un descuento del 70% en toda la mercancía.
Francisco y sus socios, llegados de otras ocupaciones en cuestión de minutos, apenas tuvieron tiempo de ponerse de acuerdo antes que la turba entrara: uno de los tres, Rómulo, fue el designado para hacer el anuncio
-          No es un descuento especial, es un regalo, llévense todo lo que quieran, no lo paguen
Se lo dijo a la cámara de video. En minutos, la turba que acompañaba a los inspectores, los inspectores mismos y su guardia pretoriana, estaban registrando su codicia en las cintas de video. No quedo ni un par de zapatos completo. Ni una simple camiseta. Ni un bolso, ni una gorra de muestra en los anaqueles. El video, que Francisco logró rescatar, muestra como la gente está llenando grandes bolsas con la mercancía apetecible; como soldados e inspectores sostienen el saco en que otros soldados e inspectores arrojan, sin mirar, productos PUMA y de otras marcas.
Francisco y sus socios lograron salir ilesos de la turba. Las carpetas que con tanto celo llevaba desde el principio no tuvieron la misma suerte; en la salida, le pareció ver que se confundían con la mercancía y las bolsas.
Los tres socios y algún buen acompañante, apenas tuvieron ánimos para recoger la poca ropa que le cupo en una maleta a cada uno. Francisco, antes de llamar a la abuela para inventarle una excusa, tuvo el buen reflejo de abonar el importe de tres meses de alquiler del local comercial. Unas horas más tarde, atravesaban la frontera de Colombia.
Desde entonces, Francisco se niega a ser él quien se sienta derrotado. Sabe lo que tiene y eso le basta. Entre tanto, ha decidido explorar mercados, consciente de que su suerte ha viajado con ellos desde esta tierra. Ayer hablamos, lo llamé para saludarlo y me contó emocionado que en un mes, si Dios quiere, estará abriendo su primera tienda, pequeñita, en Medellín, que extraña mucho a la abuela y la finca paramera; pero...
-          Es que aquí se vive mucho mejor que en cualquier parte, hermano…

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