domingo, 30 de marzo de 2014

Pueblo ¿unido?

Mi tocayo y amigo de reciente data, Juan Carlos, tiene dos pasiones perfectamente definidas en su vida: adversar el gobierno y "entrenar". De la primera, todo el mundo sabe bastante bien de que se trata. De la segunda, algunos sedentarios como yo, todavía tenemos dudas. El día que le pregunté, Juan Carlos me respondió que entrenar significa más o menos, toda aquella actividad física que mantiene sus 162 cms. de humanidad en estupenda forma. Yo lo entendí como entendía las clases de educación física que aborrecía en mis años lasallistas y ahora, cada vez que Juan me dice que está entrenando, me abstengo de invitarlo, por ejemplo, a almorzar.
Hace unos tres años, Juan Carlos compró su primer apartamento. El dinero, ganado a punta de trabajo, sudor y logros, le alcanzó para un apartamento de dos habitaciones, construido en los años 80 en la Avenida Las Américas. Justo al frente de la hoy emblemática Urb. El Campito; en medio de la candela, pues.
Por teléfono, (no hemos podido vernos con la frecuencia que nos gusta) mi tocayo ha ido contándome las vicisitudes de su poco privilegiado enclave, agravadas desde que, hace unas tres o cuatro semanas, le acomodaron una barricada casi en la puerta de su edificio y otra un poco más abajo, sitiándolo dentro de su casa sin otra alternativa. Juan, un comerciante dueño de mucho talento para la sobrevivencia, se las arregla como puede para que su trabajo no se hunda junto al país y se mantiene calladito frente a una trinchera que él ni adversa ni defiende, pero no le gusta.
Juan Carlos es uno de los hombres menos valientes que yo conozco a la hora de enfrentarse a cosas como las armas, por ejemplo. Siempre recordaré con asombro la palidez de su rostro cuando, a poco de conocernos, quise hacerle un chiste pesado de  malandrerías y asuntos por el estilo. Casi lo mato. No obstante, ha hecho un acopio de fuerzas para soportar con estoicismo los numerosos ataques de que ha sido víctima su vecindario; además, ha gastado una cantidad importante de dinero comprando medicinas para donarle a la "clínica" que los vecinos instalaron para atender los numerosos heridos de la refriega y, casi a diario entrega, guilladito, un par de docenas de pasteles o algunos litros de jugo a los defensores de sus guarimbas. Poco más hace. Juan Carlos no va a marchas, no participa en cadenas humanas, no pasa tardes enteras pintando pancartas y desde el día que le conté que yo había sido atacado en el centro de Mérida por dos supuestos Tupamaros, enfurecidos porque yo llevaba en la muñeca un brazalete tricolor de Capriles, escondió en el fondo de un baúl con llave cualquier símbolo físico de resistencia. Él se las ha arreglado para todo desde su apartamento sitiado y a todo ha accedido con la resignación de quien comprende que esa es su parte de sacrificio. Menos a dejar de entrenar, Juan está dispuesto a lo que sea para ver caer este régimen que detesta.
Ayer, de regreso del gimnasio, una muchacha que comparte con él pasillo y poco más del edificio en que viven y, sin ninguna duda, los mismos sueños de libertad, lo insultó en el ascensor. Presa de un ataque de patrioterismo exultante, la chica (así les dicen aquí) montó en cólera al verlo entrar al edificio con esa cara de gusto que se le pone al pobre cada vez que regresa de entrenar. Por su boca (la de la chica) salieron mil y una recriminaciones a la actitud indiferente que decidió endilgarle. Lo acusó de permanecer impasible, mientras al país lo masacran y, palabras más, palabras menos, lo convirtió en cómplice del genocidio. Juan Carlos, horrorizado por la andanada de insultos, bajó del ascensor en un piso que no le correspondía (me jura que no volverá a usarlo si tiene que compartirlo con La Pasionaria) y terminó el camino andando. Poco después, me llamó para contármelo. Estaba triste, tanto que me animé a atravesar barricadas para darle un poco de consuelo y compañía. En el relato del incidente, mi tocayo recalcó varias veces la gran ayuda que él cree haberle prestado a los rebeldes y que a mí me consta…
-          Sólo que yo necesito entrenar todos los días, tú lo sabes, o entreno o me vuelvo loco… ¿cuál es el problema de eso?  Yo no puedo participar de otras cosas, yo no me muevo así, obligado, a fuerza de gritos e intransigencia…a mi me da miedo, chamo….!!!
Juan Carlos y sus razones, sin embargo, no parecen suficientes para el que cree que el  diploma de Venezolano, sólo tienen derecho a exhibirlo los que, desafortunadamente, tienen un perdigonazo o algo peor con que enmarcarlo, o para quienes creen que para todos es obligación impostergable sepultar los miedos y la cobardía legitima de cada uno, para convertirse en objetivo de las mirillas de los soldados de la patria.
O para aquellos que consideran un axioma, que Libertad se escribe con sangre 

miércoles, 26 de marzo de 2014

Escribir estos dias...

Si hay algo de lo que el régimen instaurado por el finado comandante puede presumir, es de las cantidades de tinta que ha hecho correr desde el momento mismo de su desafortunada aparición. Para bien, pero sobre todo para mal; cada acto, cada palabra, cada discurso y cada consecuencia de estos 15 años de dictadura comunista, han sido escudriñados hasta por quienes no tienen ni la menor autoridad moral para hacerlo.  Venezuela se ha convertido en un país de opinadores que, (gracias a la fuerza con que vuelan las comunicaciones en un país que dejó de tener prensa libre hace rato), comparten, todo lo que piensan ellos y los otros, hasta un punto que verdaderamente resulta tan agotador como imposible de seguir con seriedad.
Puestos a hacer cierto análisis de esa fiebre escribidora, habría que gastar horas, dignas de oficios más productivos, en la revisión de las cosas que hemos leído y seguimos leyendo, desde que ellos llegaron al poder o se hicieron con él.  Ha habido, como no, picos de “información”. Por ejemplo, la enfermedad que acabó con el comandante fue escrita en todas las formas posibles. Yo recuerdo haber recibido - por muchas vías distintas - cosas tan disparatadas como el testimonio de un supuesto trabajador del hospital en que trataban al enfermo, quien aseguraba que todo era una asquerosa mentira con fines más o menos inconfesables y/o descripciones bastante detalladas, casi escatológicas, del índole de sus padecimientos. Junto a eso circularon, todos lo recordaran, un sinfín de cosas escritas que daban cuenta de los infortunios a que este país se expondría una vez acontecido el fin, o de las más siniestras componendas para admitir, o no, la gravedad de lo que estaba sucediendo y cómo se manejaba a la sombra, con el fin de garantizar beneficios económicos inimaginables y poder inconmensurable a sus herederos, legítimos y no.  Como corolario, los venezolanos siempre pensaremos que, él, no murió ese día que anunciaron ni de la forma en que lo contaron, pues, a pesar de que muy pocas personas saben con certeza en qué momento se murió el muerto, todos nos preciamos de saber (gracias a lo escrito por muchos) que eso no sucedió en la fecha que hoy ya es efemérides patria.
Otro tanto está sucediendo con las jornadas de protesta que llevan unos 40 días sacudiendo la paciencia de los venezolanos. Si tienen una característica, la palabra escrita tendrá que ocupar un lugar de privilegio el día que nos dé por estudiar Febrero 2014. De todo, absolutamente de todo hemos escrito y puesto a correr en estos días lamentables. Una cosa curiosa, por cierto, en tan vasta producción literaria: muy pocas de esas cosas llevan la firma de alguien. Descontando las barbaridades que pueden caber en los 140 caracteres de tuiter, todos los grupos de wahtsapp (el que no pertenezca a  más de uno, que tire la  primera piedra) todos los pines de blackberry, todos los blogs (este, por supuesto) todos los muros de facebook y todos los correos electrónicos, de cualquiera relativamente cercano al horror tricolor en que se ha convertido este mes largo, ha sido bombardeado por las opiniones escritas de alguien que  necesita decir algo. (Como yo, por ejemplo, que intento no bombardear a nadie, tengo que decir para expiar mi culpa en autodefensa) La mayor parte de las veces - ya lo he dicho - de forma anónima, la “autopista de la información” ha dado de sí para todo: poemas bastante cursis cobre el amor al terruño, odas a la paz, llamados a la resistencia, llamados a la violencia, llamados a la cordura y chismes; muchos y  muy variados chismes escritos de las formas más curiosas y, a veces, endilgados sin el menor respeto a conocidos personajes de la política mundial.  Es ya famosa la cadena según la cual Tony Blair, ni más ni menos, se atreve a decirnos flojos e indolentes; así como el regaño a Miraflores que nunca escribió Michelle Bachelet, por solo mencionar un par de risibles perlas. Un poco más en la intimidad de nuestras vidas alteradas, es imposible dejar de mencionar las inquietantes noticias que hora a hora transmite alguien (a quien con seguridad lo acompaña la mejor de las intenciones) obtenidas según propia confesión, “de muy buena fuente”.  Líneas mas, líneas menos, la jornada que marcará para siempre el inicio de este annus horribilis, más que vivirla, nos la han contado, nos la han explicado con mayor o menor éxito, los incontables opinadores para quienes Venezuela es trending topic.
Es la otra barricada. La que nos lleva del optimismo absoluto (e injustificado valga aclararlo) a la desesperanza más terrible en unos poco minutos de lectura. La que nos pone a unos más cerca o mas lejos de otros, según nos veamos, o no, reflejados en las palabras de fulano de tal. La que nos abre una brecha en la que cabe cualquier cosa, sobre todo,  tratándose de este pueblo tan amigo del melodrama, el exacerbado amor a una patria que nadie sabe de que está hecha y la dosis diaria de cuento para repetir en la cola del supermercado o colgar en nuestro muro de facebook. Muros que, por cierto, aguantan tanto como el papel.
Es una de las maneras como estamos enfrentando el desasosiego y, la verdad, es que probablemente se justifique. Si no hemos logrado ponernos de acuerdo en la vida que queremos vivir, ni en la forma en que queremos vivirla, sería un disparate pensar que hemos de hacerlo en lo que escribimos o leemos. Después de todo, alguien dijo alguna vez que había que escribir porque algo quedaría de ello. No deja de ser preocupante, entonces, pensar en lo que quedará, hablando de nosotros, cuando salgamos de esto. Si salimos.

viernes, 21 de marzo de 2014

De la barricada...¿a?

Para darle cierta "normalidad" a la vida de estos días imposibles de entender, hemos decidido movilizarnos en grupo para atravesar la ciudad entera, hasta alcanzar los predios de nuestra escuela. Aquel a quien todavía le resulta fácil sacar su auto, llega en él hasta algún punto del camino que nos resulte equidistante a algunos de nosotros y - muy tempranito - nos vamos, en cambote, a trabajar. Otro tanto hemos hecho con los horarios de clase: reducidos a la mitad, cada profesor dispone de un rato para avanzar, a trancas y barrancas, en el contenido que debe intentar enseñar a sus alumnos. En realidad, la mayoría de nosotros gastamos ese rato indagando cómo va la vida de los muchachos en medio del desaguisado, sin lograr conclusiones que trasciendan la cotorra del receso. A mediodía, o un poco después, emprendemos un camino de regreso que más bien parece un vía crucis, bajo el inclemente sol de la sierra.
Es la vida entre barricadas. Cada día que pasa, lo mas inconveniente de esa experiencia, inédita hasta hace 34 días, se hace más y más palpable: estamos acostumbrándonos a vivir entre escombros desplazados al medio de las avenidas más residenciales de Mérida, convertidos ahora en trincheras que más sirven de protección que de protesta. Saltamos alambres de púas, miramos el suelo con atención en busca de "miguelitos" que evitar  e intercambiamos partes diarios de guerra. Algunas zonas, convertidas en áreas de conflicto no han sido visitadas nunca más. La normalidad de media ciudad conmocionada nos permite, sin embargo, asistir, no sin asombro, a la otra media ciudad en la cual no sucede nada.
La pregunta, que ya me he hecho millones de veces en otras descargas, termina por instalarse en cada conversación: ¿A dónde va a parar esto? Una respuesta, que me niego a aceptar sin réplica, escapa con un dejo, no muy amable, de resignación: a nada. Muy poca gente, que no sea la que cuida, defiende o mantiene encendida la trinchera, realmente cree que la posibilidad de un cambio está a la vuelta de la esquina. Por suerte, muy poca gente – igualmente -  se atreve a aplaudir (públicamente al menos) los atropellos del día a día; pero, eso quizás se deba a cierto optimismo difícil de entender del todo. Solo ellos, los defensores de un régimen dictatorial que, según rumores, ha echado mano de ingentes sumas de dinero para mantener lealtades, se atreven a enfrentar las barricadas tratando de destruirlas a sangre y fuego. Literalmente.
Día a día, el ruido de los morteros anuncia batalla en algún punto de esta larga geografía. Mi barrio, protegido o por la mano de Dios, o por vecinos de los que nadie puede sentirse orgulloso en los tiempos actuales, ha sufrido casi nada. Contaminación sónica, poco más. Otros barrios de amigos muy queridos, han tenido largas noches de zozobra lacrimógena y disparos a mansalva. El régimen, dispuesto a acabar con cualquier voz disonante que ponga en entredicho -  incluso en la clandestinidad del tinajero y la conversa familiar - la gestión de "gobierno" no ha escatimado esfuerzos para demostrar su talante camorrero. Día a día, muchachos que "estaban allí" encapuchados o no, van a parar – mas secuestrados que detenidos -  a algún lugar convertido en celda. Día a día, muchachos que "estaban allí" interrumpen su cotidianidad para atender heridas de mayor o menor gravedad, casi siempre causadas por los perdigones o las balas de los colectivos armados;  entonces, la solidaridad expresada en el buen hacer de los vecinos, reivindica la esperanza: centros de atención medica surgidos al amparo del terror que causa el Hospital Universitario (tenido por reducto final de todas las perversidades Tupas) o espacios para un rápido tentempié, preparado con la precariedad de nuestros anaqueles vacíos, dan fe de la buena fe de iguales horrorizados por el ensañamiento. Todo lo demás es silencio y rarezas. El ambiente general de esta universidad que tiene una ciudad adentro, según el decir de Picón Salas, tiene mucho de lúgubre y mucho de mala sorpresa. Nuestros estudiantes ya no meten el ruido del botellón, porque ni hay botellas ni hay ánimos. Algún viernes más que otro, las licorerías del lado "sano" de Mérida, han sido business as usual, pero, no es la norma. Las redes sociales, convertidas en cable a tierra, mantienen a todo el mundo con la información a la mano y el alma en un hilo. Nada es verdad, nada es mentira; ningún rumor termina de hacerse realidad tal como lo contaron. La mayoría de las veces nos quedamos dormidos, esperando el ataque que cambiará para siempre lo que somos y/o la revelación de la verdad guardada que hará lo mismo. Ningún camino conduce a Roma.
Entre tanto, los días se amontonan con una pesada sensación de rutina incompleta, el gimnasio ha sido sustituido parciamente por el supermercado en que no hay nada y la iglesia ha devenido confesionario de soledades asustadas. Un poco más allá de la barricada, una ciudad insiste en ponerle normalidad a la vida, sin mucho éxito.
¿A dónde va a parar esto? La pregunta que cierra y abre todas las conversaciones se estrella con la sin respuesta. Algunos nos atrevemos a pergeñar tímidamente soluciones honrosas al tema espinoso de la trinchera. Soluciones que nos permitan seguir en pie, sin la frustración horrorosa de creer que claudicamos. Soluciones que nos permitan poner a buen resguardo el futuro, convertido en un yo-no-se-que-va-a-pasar-con-mi-vida-cuando-caiga-la-trinchera. Soluciones que permitan ensayar un atisbo básico de ciudadanía. Es una pena que todas esas soluciones se den de frente con la necesidad de astucia política y cabeza fría que, en los tiempos que corren, no existen, ni en la barricada, ni en ese sitio al que uno podría acudir a exigir respeto.
 

viernes, 14 de marzo de 2014

Dias de oprobio

Horas más, horas menos, ya hace un mes que, desbordados por nuestro particular rosario de calamidades, los estudiantes – primero - y una buena parte de la sociedad después, está lanzada a la calle en una jornada de protesta que ha evidenciado, para empezar,  lo poco que el pueblo opositor de Venezuela es parte del pueblo de Venezuela. Contar lo sucedido en estos días es un ejercicio innecesario de llover sobre mojado,  fundamentalmente porque se vive en el día a día de quienes están y no están de acuerdo con esta vida al revés que llamamos protesta. Polarizados, divididos hasta por infranqueables fronteras existenciales (que no existencialistas) y agobiados ante la avalancha de noticias que nadie puede confirmar, porque en Venezuela la posibilidad de confirmar una noticia es señal de tiempos muy remotos, los ciudadanos de este país sacudimos todas nuestras horas en discusiones interminables sobre la validez de las trincheras, la necesidad de la barricada, la justificación de lo que sectores oficialistas han dado en llamar “guarimba” y las formas un poco más creativas de pedirle al régimen que contenga lo  mucho que nos odia y nos devuelva un pedazo de un país que sabemos merecer tanto como el que más.
No me gusta la guarimba. No me siento cómodo viviendo en una ciudad cuya mitad más residencial está permanentemente alterada en su cotidianidad debido, no solo a trincheras que parecen tener vida propia, sino a los diarios enfrentamientos con “los colectivos” que han dejado ya un buen saldo de heridos y víctimas fatales.  Es cierto que ante eso, una importante cantidad de merideños sentimos una ambigua sensación de basta ya; pero, también ante eso, nos asalta una pregunta ineludible: ¿Qué sucede para qué, en lugar de ofrecernos una alternativa que nos haga sentir parte de la solución, el poder nos aterrorice con el uso desmedido de sus bandas  armadas? ¿Por qué en lugar de invitarnos a conversar para ofrecernos la opción de arrimarle el hombro al futuro, el poder nos amenaza diariamente cercándonos toda posibilidad de expresarnos libremente?
Los problemas de Venezuela son muy puntuales. Existen, son muy concretos. Puestos a enumerarlos podrías tocarlos con las manos: ausencia de productos tan básicos para el confort hogareño como el papel higiénico, escasez insoportable de alimentos fundamentales de nuestra dieta,  extraordinaria inseguridad personal, censura a los medios de comunicación, violencia urbana,  exclusión, segregación, poderes públicos secuestrados, impunidad criminal y la que probablemente sea la corrupción “oficial” más alta de país alguno, hacen de uno de los países más ricos del mundo, un polvorín de atraso y mendicidad -  impuesta por el régimen que lleva 15 años en el poder – en el que vivir es una proeza descomunal de resistencia. Entonces, ¿Nos van a permitir solucionar estos asuntos entre todos, o nos van a forzar a continuar en esta guarimba de vida? ¿Está el gobierno venezolano dispuesto a permitir que seamos parte de la solución, o va a continuar hundiéndonos en el pozo oscuro de la descalificación grosera, reduciendo nuestra existencia a la de simples “héroes quema cauchos”? ¿Cuál es el plan en manos de quienes detentan el poder (y aquí vale la pena hacer una digresión basada en el cuento que ellos cuentan: un poder que les dimos nosotros, según nos dicen diariamente, al haber votado por ellos en una elecciones que ellos califican de libres) ¿cuál es el plan, repito, que tienen para responderle a quienes, impactados por el cariz que han tomado los acontecimientos, se preguntan diariamente que es lo qué nos está pasando? Hasta ahora, la respuesta a esas preguntas ha sido muy claramente dicha en cadena nacional de radio y televisión: “candelita que se prende, candelita que me apagan (los colectivos armados)” y/o “a cualquier periodista internacional que se pase de la raya lo saco del país ahora mismo” con la consabida andanada de insultos al que se le ha acuñado el desagradable nuevo epíteto de fascista.  Si, resulta que los fascistas somos lo que exigimos un espacio para convivir en la diferencia.  ¿Cuál es el plan que tiene el poder para respondernos? ¿Prisión? ¿Asaltos de madrugada? ¿Oprobio? ¿O es que el proyecto de país que nos ofrecen, está reflejado en el espejo que refleja con precisión la triste realidad de un legado que algunos defienden con su vida y no es otro que las colas interminables y los graves pleitos que se producen en las tiendas de alimentos?
Si es así, vale la pena que pensemos un poco más y antes de preguntarnos, escandalizados, ¿qué nos está pasando?, ¿por qué nos estamos matando sin remordimiento alguno? nos preguntemos ¿por qué somos capaces de cualquier comportamiento inhumano (ya se han dado dos casos de saqueos a camiones accidentados de alimentos, en los que el conductor ha muerto por no recibir el debido auxilio de sus vecinos) por conseguir un simple kilo de leche? ¿Qué nos está pasando que podemos gastar 5 o 6 horas de nuestra vida diaria en una fila, bajo el inclemente sol de este trópico brutal, ante la puerta de un supermercado para comprar cualquier cosa que tengan a bien vendernos y sentirnos felices de haberlo conseguido? ¿Es que acaso, como escuché recientemente, la solución – que agradeceremos -  será instalar toldos a las puertas de los abastos  para protegernos del sol? ¿De qué estamos hablando? ¿Es simple escasez o una muestra vergonzosa del verdadero estado de nuestra economía? Puede que haya mil razones para justificar tal sin sentido, pero, aquella repetida hasta la saciedad por los cínicos voceros del desgobierno según la cual, compramos más porque comemos más, no puede ser la respuesta. Sencillamente, porque es mentira.
Si, es cierto que queremos un cambio de rumbo, un gobierno que responda a nuestras exigencias. Es cierto, como dijo alguien por ahí en demostración de una burla hiriente, que queremos un presidente nuestro; pero, no podemos ganarlo en elecciones porque la maquinaria estatal que se ocupa de permitirlo, nos ha llevado de fraude en fraude a la ilegalidad mas cochambrosa. Entonces, ¿esperamos que la sangre cubra cada centímetro cuadrado del millón de kilómetros que forma nuestro gentilicio o nos sentamos a ver qué hacemos con esto, sin Gabriela en la Defensoría del Pueblo, sin Luisa en la Fiscalía,  sin Tibisay en el CNE, ni Leopoldo e Iván en la cárcel?. Nosotros queremos  medirnos en unas elecciones, queremos incluso ganarlas; mejor será que nos permitan demostrar que podemos o la guarimba va a tener que empezar a tener sentido. Y me perdonan los pacifistas. 

lunes, 10 de marzo de 2014

De fechas y demonios...

Tengo varios días preguntándome cuándo empezó todo esto. Suele sucederme, la memoria parece irse de vacaciones cuando necesito, para satisfacción de mis múltiples obsesiones, ponerle fecha de inicio a eventos que rompen abruptamente la tranquilidad de mis rutinas.  ¿Fue el 06 de enero? Ese día, al país lo estremeció la muerte de una de sus reinas de belleza, a manos de inhumanos delincuentes de carretera. ¿Fue después de ese inexplicable crimen? ¿Estaba pasando algo antes de la aciaga noticia? ¿Se juntó el crimen de Mónica con el silencio de los anaqueles? ¿Se nos subió a la cabeza el último céntimo que no tuvimos para gastar en lo imprescindible? ¿Cuándo fue qué nos pasó lo que nos pasó?
No pretendo un análisis ilustrado. No soy, y eso lo he dicho mil veces, la voz que debe alzarse por los que, como yo, padecemos la furia de un gobierno que seguramente nos odia. No tengo las herramientas. Pretendo -  cosa que a lo mejor me resulta válida -  un acercamiento a datos, a fechas, a momentos que justifiquen todo lo que estamos viviendo: una trágica jornada de lutos superpuestos acechándonos el despertar de cada día, para ver de qué manera nos enfrenta al estupor de no comprender ni la salida del sol. Despertar, en Venezuela, se ha convertido en una carrera al teléfono, en una salida asustada al balcón, en una llamada que busque darnos la tranquilidad momentánea de saber a nuestros afectos sanos y salvos en la misma incertidumbre de nosotros. Un conteo rápido a las provisiones para saber si podemos postergar algunas horas la búsqueda de nuevos alimentos y un quiera Dios que, permanentemente pegado hasta en la boca de los ateos. Despertar en Venezuela, supone hacerlo muchas veces por el ruido de detonaciones, por el susto de no saber diferenciar una bala de fusil de un disparo de chopo, una bomba molotov de un mortero.  Vivir, en Venezuela, se ha convertido en zozobrar. En crear emociones falsas o dejarse llevar solamente por emociones inventadas imposibles de comprender exactamente.  No sabemos lo que somos y hay algo que es peor: no sabemos si siendo algo, llegaremos a algún lugar al que la luz entre a raudales.
Sobrevivimos con apuro. Desconfiamos ahora más que nunca hasta de la sombra, bajamos la voz cuando queremos alzarla, sorteamos motorizados para evitar enfrentar al que probablemente tenga un arma, regalada por el poder, con la orden de vaciarla en la cabeza que acoge ideas diferentes. Y en medio de todo eso, de algún modo imposible de soportar, damos espacio a toda la violencia de este mundo.  Somos un país de hijos únicos. No reconocemos a nadie como hermano. Puestos a salvarnos, salvaremos el afecto indispensable dejando atrás, sin importarnos,  cualquiera que no llegue a tiempo al bote salvavidas.  No, no estamos todos en esto, está cada quien en lo suyo aunque el destino de muchos (que no de todos, ni de la mitad exacta) sea más o menos el mismo.
¿Cuándo empezó todo esto? Esa pregunta no cesa de dar vueltas en mi cabeza. Hace cuatro años mi edificio fue salvajemente atacado por el mismo colectivo armado que hoy redobla ataques contra una buena parte de los edificios de Mérida. ¿Empezó ese día? Creo que no. Con frecuencia, la ciudad, envilecida por la basura que llena sus calles de problema insoluble, amanece de cauchos quemados e intercambio de piedras. Los merideños sabemos que es así, estamos acostumbrados a vivir entre “disturbios”. Nunca, sin embargo, uno de esos disturbios había aplazado una Feria. Nunca uno de esos disturbios había arruinado tres o cuatro domingos seguidos. Nunca un disturbio dejó sin clientela al Bodegón de Pancho.  Nunca el comedor universitario apago sus hornillas por tanto tiempo. Nunca los universitarios de este pueblo fueron tan perseguidos, humillados y maltratados. Entonces, ¿empezó esto el 12 de febrero? Me permito creer que no.
Ningún demonio sale a campear sus fueros si no sabe que podrá hacerlo con seguridad y oficio. Ningún demonio se mete en la vida de la gente de gratis. Ningún demonio sale a entorpecer despertares si no está seguro que los arruinará sin esfuerzo.  Los demonios son cobardes, se esconden de la luz, usan disfraces, son montoneros, no dan la cara, hablan una jerga incomprensible; pero, sobre todo, no salen a un campo que no haya sido abonado.
Ningún demonio lacera tu vida, si no le has dado permiso para que lo haga. Ninguno deja instrucciones y se va, si no está seguro que serán cumplidas. ¿Cuándo empezó todo esto?
¿Sería acaso el día que dejamos entrar los demonios porque creímos que con ellos estábamos sacándonos de encima a quienes solo fueron almas negras?

sábado, 8 de marzo de 2014

Sí, hay palabras mal dichas

Me gustaría creer que, en medio del terrible maremágnum que vivimos en estos días, nuestra flamante defensora del pueblo ha sido víctima de algún montaje imperdonable. Me gustaría creer que sus indefendibles expresiones de hoy, son un invento de alguien que la quiere poco; un ex novio dolido, por ejemplo, al que dejó sin chivo y sin mecate por dedicarse a la noble tarea de defender la revolución y que hoy decidió pescar en rio revuelto para cobrarse tanto despecho. Por lo menos me gustaría creer que esa afirmación vergonzante, se le salió cuando creyó que nadie la estaba escuchando (le ha pasado a un montón de poderosos, por qué no a ella, que es una ñinguita de nuestro apaleado gobierno) o que al decirlo, estaba bajo el efecto de una dosis extra de Rivotril o se había fumado una lumpia verde.  Me gustaría pensar que la ¿señora? que ocupa el importante cargo de Defensora del Pueblo (Bolivariano) padece un raro trastorno mental que la hace decir idioteces cuando se pone frente a un micrófono.
Me gustaría, porque me encantaría encontrar una manera relativamente decente de justificar la declaración más aberrante que le he escuchado a funcionario público alguno en todos los años de mi vida. Pero, me temo que me voy a quedar con las ganas. Después de mucho investigar, parece que la abnegada revolucionaria dijo lo que dijo en alta, clara e inteligible voz para todo aquel que quiera escucharla. Yo no la escuché, por lo tanto, un remotísimo espacio para que sea falso se abre paso en mi corazón, curtido de tanta maldad revolucionaria; es lo de menos, en realidad, lo que yo siento es irrelevante. Yo estoy en mi casa “acuartelado” desde hace tres semanas, escuchando detonaciones a cualquier hora del día y de la noche, pidiéndole a todos los santos que acabe el sin sentido y buscando, en silencio, explicaciones hasta para el volar de una mosca. Yo no cuento; pero, ante tamaña barbaridad, ¿Qué puede estar sintiendo la mamá de cualquiera de los muertos en estos días de enfrentamientos? ¿Qué puede sentir la mamá del joven a quien un esbirro  vestido de oficial de la Guardia Nacional Bolivariana, sodomizó valiéndose de su fusil de reglamento? ¿De que tamaño es el miedo que sienten, en el fondo de sus corazones, los más de mil muchachos detenidos arbitrariamente en no se sabe que mazmorra venezolana, por haberse atrevido a estar donde una multitud levantaba la voz?
No puedo ni empezar a buscar una respuesta, básicamente porque si esta cosa fuera un país, esa funcionaria  habría sido expuesta, con toda la razón del mundo, al más fiero escarnio público. Las voces de nuestros gobernantes, aunque sólo motivados por el cuidado de su imagen, habrían caído como piedras candentes sobre ella para sacarla del camino. Habría sido juzgada y condenada, le habría faltado planeta para esconderse de la mano de la justicia. En esta cosa inexplicable en que se ha convertido Venezuela, eso hasta ahora no ha sucedido y nosotros, ofendidos venezolanos, no esperamos que suceda. No lo esperamos porque estamos empezando peligrosamente a acercarnos al límite de lo real imaginario habiendo traspasado desde hace mucho tiempo el límite de lo decente, para vivir atrapados en una vorágine de declaraciones y de hechos, inconcebibles en un funcionario de alto rango, que se suceden minuto a minuto tapando con su espeluznante significado la aberración del minuto anterior. Hoy, el manual del perfecto revolucionario nos ha regalado la indicación que faltaba: para ser lo que el régimen quiere que seamos, tenemos, entre otras cosas, que aceptar que seremos torturados “para obtener información”. Ha puesto, finalmente, palabras a lo que todos sabíamos, de todos modos (cosa que de algún modo se agradece, sobre todo en estos tiempos en que la validez del proceso se pone a prueba cada minuto)  Para la revolución, el fin justifica los medios. Cualquier medio. El sufrimiento físico, por ejemplo, según opinión de una mujer que ostenta el cargo de Defensora del Pueblo.  Tras su declaración, insensata, dolorosa, aterradora en lo más cierto de su significado, el coro de quienes en la calle defienden junto a sí un pedazo de país que celebra la existencia de colectivos armados, intensos tiroteos, gas lacrimógeno, detenciones arbitrarias y, ofrenda como cuota de sacrificio, la tortura del diario vivir: las colas en los supermercados que empiezan a ser normales también en cualquier otra tienda.
Está bien. Será así; pero, permítanme decirles algo si es que alguna vez un simpatizante del régimen viene de visita a estas páginas y se le ocurre compartir mi estupor: el fusil con el que un soldado violó a un muchacho venezolano para que este dijera alguna cosa, los golpes y humillaciones que muchos disidentes han recibido, las bombas lacrimógenas que han dispersado manifestaciones pacificas de ciudadanos, serán fichas que violentaran algún día – cercano - la paz de la que hoy disfrutan aquellos a los que una camiseta roja parece brindarles protección y, puedo asegurarles, no vestirán de azul o blanco quienes se ocupen de voltear esas fichas.
Eso lo dice la historia, la historia no se equivoca.

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