martes, 27 de mayo de 2014

Una Giornata particolare

La sociedad, es decir nosotros, esa especie de entelequia que según quien la nombre es, a veces pueblo, a veces colectivo y a veces, simple gentío, parece estar muy harta. Peligrosamente harta de pedirle, a quien debe hacerlo, que se ocupe de sus necesidades básicas: seguridad personal, cobijo y vida decente. Atrás parecen haber quedado los días en que institucionalidad y oportunidades de enriquecimiento, por ejemplo, entraban en ese pote. Con tener una vida en la que los sobresaltos no abunden, estamos empezando a darnos por bien servidos; y para ello, nos guste o no, estamos -  cada vez mas - echando mano de elecciones como instrumentos de castigo.
La gran utopía de todos los tiempos, por ahora, empieza a aparecer, más y más frecuentemente, como víctima del cepo. Cansados de la ineficiencia que significa y, tal vez, de la violencia que engendra, las tendencias izquierdosas del mundo comienzan a dar muestra de un desgaste, digno de mayores estudios, seguramente, que debería tener a los de por aquí en franco proceso de replanteos, si los de aquí sustentaran sus desmanes en ideologías argumentadas; cosa que, ya sabemos bien, no es posible pedir porque para eso hace falta inteligencia, asunto trivial que no abunda a la hora de, por ejemplo, sacar algo en claro de la jornada electorera que este fin de semana sacudió los establishments de una buena parte del mundo. Incluyéndonos.
Los Colombianos, para empezar con el vecino, pueden estar resintiendo tanta agua turbia proveniente de La Habana, tanta conchupancia silente proveniente de Caracas y tanto guabineo filosófico proveniente de Nariño y amenaza con dos armas tan peligrosas para Santos como para los planes expansionistas de los comunistas de al lado: una abstención mayor al 60% y una inclinación demasiado conservadora en la escogencia de gobierno que, entre muchas otras cosas, tiene que tener muy preocupado (por su significado real de derrota) a los que están en Miraflores sacando cuentas continentales.
Un poco más allá, en las lejanas Uropas o en la más lejana y convulsionada Ucrania ejemplarizante, los múltiples desaciertos del autoritario populismo con que se entiende el "socialismo de palacio" amenaza con mandar al traste el enorme esfuerzo europeísta, entronizando gobiernos de tendencia ultrosa (háblame tu de fascismo) que, si fuera yo el que pasea su porte por el Salón Ayacucho, estaría acusando el golpe rascándome la cabeza.
En suelo patrio, por no continuar revisando los efectos dañinos de una globalización en tiempos de crisis que a los de aquí no preocupa porque no entienden del todo; las cosas no pudieron estar peor: un par de inofensivos municipios convertidos en peñasco irreductible gracias al voto. Mas del 75% de reprobación a las tropelías que pusieron en la cárcel a dos alcaldes inocentes informa al gobierno que, si debe cuidarse de algo, que se cuide de unas elecciones a las que se acuda con sentido de unidad y ganas de revancha.
Los palazos recibidos por las izquierdas, urbi et orbi, mientras Su Santidad Francisco se abrazaba emocionado con musulmanes y judíos en el Muro de los Lamentos, no son de los que se curan con árnica. El mundo parece estar cambiando para dejarnos ver, probablemente, una nueva camada de errores y/o una nueva forma de construirse en tiempos donde cada vecino se aleja, a medida que lo acercamos. No, no son tiempos fáciles para encerronas comunales, ni intentos totalitarios: demasiados fracasos, a pie de urna, amenazan seriamente la sobrevivencia de la utopía constructora de un hombre nuevo y empezará más temprano que tarde a poner en entredicho apoyos fundamentales en un mundo que no acepta soledades bravuconas de poder.
Solo nos queda esperar que los señores de Miraflores hayan copiado el mensaje. Perdieron, aun cuando no todo fue derrota en su búsqueda de respaldos: su homófobo candidato a la mariquera más grande de este mundo se alzó con la corona de una noche tan linda como esta, vistiendo una fantasía moradita francamente imperdonable. El guapetón de turno hará compañía a otros faranduleros del disfraz en el andar revolucionario y tendrá su cuarto de hora. Tal vez hay una señal oculta en el oropel de los anabolizantes y las ceras depilatorias, ya sabemos que arrasan con todo lo bueno que de hombre, tiene el hombre.
Lo dicho, si yo fuera ellos, estaría asustadísimo.

viernes, 23 de mayo de 2014

Entre vecinos no te veas...

Mérida, territorio gocho donde los haya (tal vez, medio grado menos que San Cristóbal, discutible) aun saca cuentas del resultado de las jornadas de protesta que, entre el 12 de febrero y más o menos finales de abril, pusieron al país a pensar en la conveniencia de seguir brindando apoyo (incomprensible) al régimen comunista heredado del difunto. Esas cuentas, desafortunadamente, incluyen lo que a la vida de los merideños de bien, le quitó o le dio, vivir un par de meses entre escombros, morteros y perdigonazos; así como vivir con el susto de una repentina encanada, la nueva afición de los camaradas defensores de la patria, aunque para ello haga falta dejar de lado la manía de comportarse con decencia.
Hoy le tocó a Erasmo y Malala, una pareja de esas de toda la vida, profesores universitarios, depositarios de buenos y malos momentos de vida (alguno muy malo que no viene a cuento) cuyos apellidos son conocidos porque, junto a otros muchos, definen lo que de merideño tiene la merideñidad. Hace algunos años, cuando todavía la familia era un proyecto al que había que ponerle empeño, un poco antes de que nos voltearan el calcetín, Erasmo y Malala se anotaron en un "proyecto habitacional" que les garantizaba una casa bonita y sin pretensiones, en una zona chévere de esta ciudad que enloquece a dentelladas. La urbanización, que ha conocido todas los tropiezos de los asuntos comunitarios venezolanos, llegó a buen fin hace por lo menos 17 años en un esfuerzo, no exento de autoridad reprobable, al mando de Fernando, un abogado, profesor universitario, como todos los 38 cabezas de familia que integran la comunidad de marras. Allí, Erasmo, Malala, Fernando y todos los demás crecieron junto con sus vidas en un holgado espacio de convivencias amables. Hasta que llegó el señor de Sabaneta a convertirnos el país en una cancha de bolas criollas y Fernando transmutó en ciego admirador, enemigo de la plusvalía, la propiedad privada y la buena vida, para desgracia de Malala - sobre todo - y los pocos metros de grama que la separan de ese ideal comunista.
No ha habido paz ni sosiego. Una día sí y otro también, quítame tu estas pajas, es suficiente motivo para que los antepasados pueblerinamente ilustres de Malala, incomoden hasta la esquizofrenia el talante "igualitario" de Fernando. Tanto que, llegada la mala (malísima) hora a casa de Malala, Fernando dictaminó, palabras más palabras menos, que se lo tenía buscado.
Sin solución, los vecinos distanciaron sus tratos hasta hacerlos inexistentes y cada uno desde sus silencios, defendió su vida y su derecho a vivirla como bien le plazca, hasta que las guarimbas cambiaron para siempre la faz de lo que somos.
Malala nunca tomó mayor parte en una trinchera. Para empezar, no había una que estuviera tan cerca de su casa como para ella haberse dedicado a, por ejemplo, hacerle desayuno a los muchachos que la cuidaban. Pero, alguna estaba a distancia caminable y como cientos de otras personas, alguna vez Malala le acercó unas latas de Coca Cola a los guarimberos de su barrio. No fue ella la única, repito. Tampoco era la única enfrentada a Fernando por afiches del muerto en lugares inconvenientes, o medidas (comunales) que a la comunidad le parecían, por lo menos, indebidas. Es, eso sí, la más cercana y quizás la que revuelve todos los temores de Fernando, a la hora de intentar convencer al colectivo de las bondades (inexistentes) del "legado"
El lunes pasado Malala despertó con la mala nueva de entender hasta dónde puede llegar un vecino guapo y apoyado: una citación de la Fiscalía, debido a una denuncia puesta por "un grupo de vecinos" en su contra, la acusa de "intentos de desestabilización" y otras perlas legales que no se entienden (de guarimbera, pues). Desde entonces, la vida de Malala y Erasmo, en el umbral de la jubilación-tranquila-para-vivir-la-vida, está volteada al revés. No es un chiste pensar que en algún momento, aparezcan antecedentes penales o algo mucho peor en la vida de un par de profesores de idiomas que lo único que quieren es que la vida se parezca de nuevo a una cosa que ambos conocieron, es perfectible y se llama democracia.
Para eso sirve la ley de quienes la hacen…

martes, 20 de mayo de 2014

Un cuento más del temido exilio

Cuando Guillermo estudiaba Ingeniería Electrónica en la Universidad Simón Bolívar de Caracas, a principios de los 90´s , entendió que su futuro profesional, si le era reservado alguno, no estaba necesariamente, en esa ciudad que para entonces era – todavía – la sucursal del cielo. Caraqueño,  hijo de padre Barquisimetano (de los que no dan un paso sin el cuatro y el casabe) y madre "isleña" (De Santa Cruz de Tenerife, para ser exactos) Guillermo creció aprendiendo por igual a disfrutar de las arepas que hacia su papá, como nadie, y de las rosquillas que su mamá cocinaba valiéndose de una receta que pedía la harina que lleve. Como quien dice, literalmente, entre el puchero Canario y el Hervido Cruzado, Guillermo es el mestizo típico de clase media, a quien sus padres inculcaron como valor principal, el cariño más profundo por esta tierra que había acogido a la familia materna en su huida de las dificultades españolas que todos conocemos. También una gran habilidad para entenderse con los fogones y una destreza para el cuajao de cazón que hasta ahora yo no le he conocido a nadie, aprendida en aquellos años de El Tigre, en los que, además, aprendió a vivir lo mejor y lo peor del "calor venezolano".
 Graduado con honores después de unos años de estudio en los que padeció como pocos las estrecheces de una familia obligada a compartir sus churupos entre 5 hermanos igual de necesitados, Guillermo, junto al título flamante de Ingeniero, guardó con el mismo celo sus dos pasaportes. Por si acaso; y se puso como loco a prepararse para obtener la mejor calificación posible en el indispensable TOEFFL. Quienes estuvimos cerca de él en esos tiempos supimos, sin dudarlo ni un instante, que las maletas de Guillermo dormían con él bajo su cama.
 Guillermo es uno de mis amigos más cercanos, uno de esos hermanos que uno tiene porque decide escogerlos. Creo que lo conozco muy bien y me siento muy orgulloso de que esa amistad haya durado por tantos años a pesar de nuestros permanentes desacuerdos y esa distancia enorme que me impide verlo con la frecuencia deseada. Por decisión suya, sin que mediara ninguna consideración de otro tipo salvo su deseo de no estar aquí, Guillermo vive en Estados Unidos hace rato, tan feliz como la buena vida que lleva se lo permite. Es el premio a una constancia de santo que no ha conocido ni una vacilación de minutos en su camino a meta. Guillermo no se sentó en una silla a esperar la llamada de la suerte, no condicionó su "escape" a ninguna cosa que no pudiera manejar con sus propias manos y ni siquiera intentó "tirar la parada". Desde el minuto cero, es decir, cuando se vio de toga y birrete en el paraninfo de la USB, todos los esfuerzos de Guillermo apuntaron a un cambio definitivo de aires, cosa que consiguió, sin detenerse a sentir nostalgias trampeadoras. Como un presagio, Guillermo puso a favor de su objetivo final la seguridad que da entender cabalmente que, mudarse a otro país significa, siempre, aprender a vivir como se vive en ese país. Que no hay, ni habrá, otra manera de enfrentar un destino que usualmente está plagado más de incertidumbres que de sinsabores.
 Guillermo llegó a Estados Unidos con dominio del idioma en el que hablan la mayoría de las personas que viven allá, se esforzó por unirse a una empresa suficientemente sólida, ahorró para tiempos lluviosos; pero, sabía desde el primer día que si tal cosa salía mal (cosa que en un alto porcentaje de veces acontece) tenía un plan B al que echar mano, para sobrevivir. Él tuvo siempre la certeza de que le esperaba un trabajo duro así como la mejor disposición a partirse el lomo.
 De esa forma y sin permitirle a nada ni nadie que se convirtiera en obstáculo para la vida escogida, Guillermo acaba de celebrar 20 años de residencia en Estados Unidos, mantiene viva la costumbre de invitar amigos a comer arepas los domingos y cada Diciembre esos mismos amigos le ayudan a preparar sus deliciosas hallacas. Pero, hasta ahí. No se permite nostalgias dolorosas, ni está esperando ningún "cambio de circunstancias" para regresar a compartir con alguien los cuentos del exilio. No opina sobre lo-que-nos-está-pasando porque no lo vive y jamás ha mandado a nadie a "dar su vida por la patria" (que dejó atrás)
 Vive, ama, es amado, progresa y disfruta el destino que se labró a fuerza de una constancia indoblegable. Casi nunca recuerda que es un migrante y no posee ni una sola historia, por pequeña que sea,  en la que haya sido víctima de discriminación o xenofobia.
 Guillermo no ha renunciado a su pasado ni abjurado su nacionalidad de origen. Guillermo escogió una manera de vivir fuera de estas convulsionadas fronteras, porque siempre supo que tenía derecho a escoger la buena vida que quería vivir, cosa sobre la cual no acepta juicios.
 Todo lo demás le importa realmente poquísimo.

jueves, 15 de mayo de 2014

Nuestras circunstancias....

 
-          Voy a quedarme bruto, sin estudios y sin un coño de futuro. Ya estoy hasta el tope de andar con la ladilla de la tal PINA que solo la aprueban los que pagan y además, pa’irme pa’ Caracas a que me maten un par de malandros que anden tirando físico, o me metan preso por andar caminando pa’ mi casa, prefiero que me encierres en un reformatorio….a mi me sacas de aquí, me ayudas de alguna manera a irme de aquí, así sea pa’ Cúcuta…yo me voy de esta vaina….!!!
David tiene 17 años. Su mamá, casi cuarenta. Es el único hijo de una mujer que ha luchado a brazo partido por la felicidad de ese hijo que la vida le regaló, como consuelo a unos amores que deberían figurar en el diccionario como definición de la palabra desdicha. La mamá de David se dejaría cortar ambas piernas si con ello garantiza una buena vida para el retoño. David acaba de terminar el bachillerato y es, ni más ni menos, un muchacho de 17 años: inmaduro, poco culto, impaciente, con la información fundamental para ir arriando la vida y calificaciones que no sobrepasan la media normal de un chamo cuyo único oficio en la vida es estudiar. Dos amigos de David, de su misma edad, ya exhiben cicatrices de perdigones y un tercero murió a los 15 años, al atravesársele en la vida una bala perdida. David parece enfermo de rabia desde entonces. Quisiera ser arquitecto, pero, aunque ha estudiado a conciencia para aprobar la prueba de admisión, los cortes de calificaciones continúan dejándolo de finalista, no muy lejos de la meta.
La mamá de David está viviendo el peor momento de su vida; todos los días redobla la ración diaria de Padrenuestros para que su hijo llegue a casa. Hace mucho tiempo no duerme una noche completa y eso empieza ya, a notársele en la cara. Sin darle detalles a David, está apurando trámites para hacer efectiva una beca de estudios que le ofreció una vez La Universidad Complutense. Ella sabe que es el último tren. Se van, ella y su hijo, a buscarse la vida en Madrid dejando atrás los almuerzos en casa de su amplia familia, el pasado que se había convertido en futuro brillante (para ella), la rabia sorda de David y algo que se parece al primer amor del crio. A las oraciones de cada día, ella agrega una para que David sonría cuando esté frente al Bernabeu. Si eso sucede, comprenderá que ha salvado la vida de su hijo y sentirá que ha valido la pena.
Daniela tiene 20 años. Después de probar suerte en varias alternativas de estudio, inscribirse en dos o tres universidades privadas y saltar por varias especialidades de eso que llaman “el sector salud” hace poco decidió enseriarse en una conversación definitiva con su padre, un empresario hecho a si mismo que tiene como único objetivo en la vida hacer felices a sus hijas. O se convierte en odontóloga o van a tener que mantenerla por toda la vida. Sencillamente, ella, desde que tiene uso de razón ha jugado a sacar dientes con mucha más suerte que el mismísimo Ratón Pérez. Bisnieta, Nieta, hija y hermana de egresados ULANDINOS, a todos en su familia se le hizo lógica la entrada de Daniela a la Universidad de Los Andes y su posterior paso por el Aula Magna en que casi toda su familia ha recibido uno o varios títulos profesionales. No se dio. Por alguna razón inexplicable para todos, la niña no ha podido acceder a lo que parece ser la facultad con mayores complicaciones de ingreso en la ULA.
Daniela no entiende razones. Está viendo pasar el tiempo y aunque no tiene quejas de nada, es la única de sus amigas que no sufre por exámenes parciales ni rechaza invitaciones para quedarse estudiando y eso parece que le está haciendo roncha. No es responsabilidad suya, sin embargo. Daniela tiene un excelente promedio y ha intentado en serio, dejar la vida de bella durmiente, sin éxito.
Hace un mes Daniela está matriculada en una universidad Bogotana a la que entró después de presentar un par de sencillas pruebas actitudinales. Su padre (proveedor insigne) nunca tuvo que entregar papel alguno en el que se estableciera su situación financiera. Daniela logró el cupo en esa universidad por pura gracia de su inteligencia. Preguntada por el futuro, la única cosa que no se le ha cruzado por la cabeza es volver a su tierra a montar una clínica. Ella está apuntando a una mayor lejanía, y todavía no sabe si llegará a ser odontólogo algún día. Todos (ella la primera) suponen que sí y que será pronto.
El papá de Alejandro es mecánico automotor. La mamá de Alejandro, no se sabe. Alejandro comparte con su padre el despecho de haber sido y el dolor de ya no ser. Hijo mayor de tres hermanos, ayuda con la  mesa, la comida y las penurias de una familia cuya disfuncionalidad la hace incluso adorable. Al papá de Alejandro lo han asaltado “un millón de veces”  Puestos a hablar del tema, el mecánico más solicitado de la ciudad no tiene mejores anécdotas, que narrar cada una de las veces que zagaletones de barrio le han dejado con el credo en la boca. Hace cuatro meses, tres chamos de la edad de Alejandro, se metieron por el techo del taller, se llevaron todos los repuestos y partes automotrices que pudieron carretear y le metieron dos tiros a cada uno de los tres perros que Alejandro y su papá cuidaban como se cuida a la extensión de la familia. Cuando Alejandro recibió la llamada de su padre, para pedirle que fuera al taller a ayudarlo a recoger el reguero de desgracias, Alejandro solo tuvo fuerzas para llorar desesperadamente, la muerte de sus tres perros.
Esa tarde el papá de Alejandro habló con su único hermano, un tipo muy arriesgado que vive en Melbourne hace unos 5 años. La conversación duró casi una hora. Cuando puso el teléfono en la mesa de noche, Alejandro, testigo excepcional de la conversación, solo atinó a preguntarle ¿Cuándo nos vamos?
El domingo pasado los cuatro hombres de esa familia, (el menor de solo 6 años) se montaron en un taxi que los llevo a Cúcuta, de allí en un avión que los llevó a Bogotá y de Bogotá, un avión que los puso en Melbourne, previa parada de dos días en Buenos Aires. Todos los arreglos del viaje, por cierto, se los encargaron a una pequeña agencia de viajes que ofrece esa novedosa ruta de escape. En Melbourne, el hermano los acogió con la solidaridad que solo tienen los que se fueron.
Esta lista es larga, es la lista de nuestras circunstancias; pero, no puedo seguir escribiendo, acaban de avisarme que han asesinado al hermano de una amiga muy querida, un comerciante de mucho éxito al que le metieron dos tiros por encontrarse en uno de sus negocios en la mala hora de un atraco de los nuestros de cada día. La de él, es otra historia. Voy para la funeraria antes de que caiga la noche y cierren sus puertas. Tengo que dar un abrazo a mi amiga.

martes, 13 de mayo de 2014

No hay más que una

Existen algunas verdades cuyo conocimiento está reservado a eso que llaman la madurez, certezas más bien domésticas de las que solemos pasar en nuestras edades más jóvenes y que, de puro Perogrullo, permanecen ignoradas hasta que algún "golpe de la vida" nos sitúa frente a ellas, removiéndonos toda posibilidad de continuar evitándolas.
Hablo, por desviarme un poco del interminable lo-que-nos-está-pasando de cada día, de asuntos tan privados (y prestos a equívocos) como las cosas que aprendimos de nuestras madres, suerte de la mejor herencia posible, que nos moldea el carácter hasta convertirse en sello de fábrica de aquello que somos. Ciertamente, madre tan solo hay una, cosa que muchos hijos agradecen y, ciertamente, esa "una sola" que es la madre de cada quien confiere cierta exclusividad a la forma de desempeñar el oficio. Mi Mamá, por ejemplo, habitó sin compañía alguna la nube de Valencia número 14 toda su vida. Tenida por mujer bondadosa (algunos opinan que era una santa cosa con la que estoy de acuerdo) y sumamente divertida, Celinita (que así convertimos su afrancesado nombre de pila al crecer, para hacer honor a su diminuto cuerpo físico) era básicamente una mujer que se enteraba de todo tarde y a su modo, aun tratándose de los intríngulis de ciertas historias alteradoras de la apacible cotidianidad andina. Un poquitín amiga del chisme, era - por ejemplo - enemiga de la maledicencia y nunca hizo leña del árbol caído. Estremecida su moralidad – intransigente - ante la revelación de pecados ajenos, buscaba el centro de los acontecimientos para impartir, casi siempre con certera justicia, las justificaciones que hacían llevadero el trance a los involucrados.
Yo me precio, de hecho, de tener un alto sentido de la justicia; haber llegado a esta edad me ha revelado, no sin sorpresa, que esa virtud (una de las pocas que me adornan) la mamé en la teta. Mamá lo tenía; permeado por su estricta moral cristiana (no siempre buena consejera) acostumbraba a no emitir juicios hasta amoldar lo que fuera a su particular visión de las cosas, en la que, hay que decirlo, nadie nunca era enteramente responsable de algún grave error de conducta, porque - decía ella - todos somos humanos. Y así, sin más, despachaba los espinosos asuntos a los que se enfrentaron ella y su vasta legión de amigos, a lo largo de su vida.
En su oportunidad, Mamá me acompañó muy generosamente a enfrentar uno de los dolores más grandes de mi vida: la muerte, por complicaciones derivadas del Sindrome de Inmunodeficiencia Adquirida, del que seguramente fue el mejor amigo que tuve en la vida. En tiempos en los que el estigma de tal enfermedad era más difícil de soportar que la ausencia de tratamientos, Celinita estuvo calladamente a mi lado ayudándome a conseguir medicamentos y otros paliativos con los cuales hacerle llevadero el trance a mi amigo. Al morir él, fue ella mi principal consuelo enhebrando oraciones, misas y tolerancia para darnos a los dolientes un poco de paz. Una anécdota del día en que enterramos a Carlos, permanece imborrable en mi memoria: Acompañado por dos amigas más tan apesadumbradas como yo, miraba con enorme pesar el extraño momento en que su féretro descendía a la tierra; entonces, agotado por el dolor, empecé a llorar ruidosamente de un modo que me era imposible contener.  Mamá desde su distancia me miraba adolorida (doblemente: ella quería muchísimo a mi amigo y además, estoy seguro, le dolían muchísimo mis lágrimas) a su lado, una de esas amigas que yo siempre llamé “de peluquería” le dijo algo al oído. Desde mi turbación, pude ver como ella reaccionaba con desagrado, mandando a callar a la señora. Enseguida se alejó de ese sitio y vino a mi encuentro. Yo había comenzado a calmarme. Terminado el acto, caminamos hasta el auto tomados de la mano, ella se mantuvo a prudente distancia, mientras yo me despedía de algunos de los amigos que habían ido a acompañarnos, haciendo planes para un encuentro posterior. Al subirnos al auto, ella dejó que yo encendiera el motor y saliera del cementerio, para comentarme aquello que le había dicho su “amiga” al oído.
-          Imagínese hijo, que menganita me dijo, cuando usted se puso a llorar,  que usted era el novio de Carlos (no lo reconoció porque a usted nadie lo reconoce por los años fuera de Mérida) y que seguramente lloraba por encontrarse tan enfermo como él…
Mi estupor desbordado, solo alcanzó para preguntarle
-          ¿Y usted que le dijo?
-          Pues que usted es mi hijo, que usted no es el novio de nadie y que si usted hubiera sido novio de Carlos, no era asunto de ella repetir ese comentario tan maluco sobre la enfermedad, que eso no se hace, que los tiempos no están como para seguir echándole leña al fuego…
Fue una gran sorpresa. Sabía que su corazón generoso era capaz de mucha comprensión, pero no la imaginaba defendiendo los derechos de una víctima del temido y mal reputado SIDA.  En los momentos difíciles que siguieron a ese día (muchos más de los que me habría gustado) en los que Celinita apelaba a su proverbial intransigencia, para tornar negro el humor familiar, echaba mano de ese recuerdo para entender que lo suyo era  llamar al pan, pan y al vino, vino; aunque fuera de un modo que nadie más pudiera compartir.
No tengo dudas de que me pongo viejo. Entender estas enseñanzas y hablar de ellas en público sin preocuparme de lo cursi que pueda sonar, es cosa de gente grande. Pero, también es cosa de quien quiere entender, echando mano de cualquier recurso, las cosas que suceden todos los días; lo dicho: lo-que-nos-está-pasando, en este país donde cada  día hay menos generosidad y, la tolerancia, como cantaba Yordano (y a mi Mamá le encantaba) hace rato que se fue de viaje...

viernes, 2 de mayo de 2014

"Me cansé de vivir..."

Hasta hace poco y a pesar de cargar con 83 años a sus espaldas, más un diagnóstico de Parkinson anunciado hace un poco mas de 10, mi tía Helena era una mujer admirable. Dueña de esa cosa indestructible de las mujeres andinas que yo suelo confundir con la inquebrantable fe de los buenos católicos, pero va mucho mas allá; Tía Helena es una mujer generosa, pizpireta, divertida y esencialmente buena. Creo que es ajena a toda maledicencia y recibe los golpes de la vida con la fortaleza impensable en una mujer que no levanta más de metro y medio del piso.
 A pesar de que la vida nos ha llevado por caminos más o menos diferentes, siento un profundo y verdadero afecto por la tía que siempre ha abierto las puertas de su hermosa casa para la cena de navidad en familia; además, sus manzanas asadas en gelatina son probablemente el postre que ocupa un buen pedazo de mis memorias gastronómicas de infancia. La quiero mucho, pues, y sé que afortunadamente, eso es reciproco. De modo que me esfuerzo (menos de lo que ese cariño aconseja) para  verla de cuando en cuando.
 Ayer fue uno de esos días. Aprovechando el muy proletario feriado del 1 de mayo me animé a pasar un rato con la tía de quien, además, he sabido, acusa variados achaques; caídas mas bien, producidas por cables desconectados en su cerebro, aun muy lúcido, aunque incapaz de ciertos controles debido al Parkinson. Tenía tal vez un par de meses que no la veía, de ahí el gran impacto que me produjo entrar a su habitación y encontrarme entre las sabanas de una cama impecable, a una desconocida anciana, maltratada no tanto por los estragos de la enfermedad, que no son pocos, sino por la profunda depresión que lleva instalada en la vida, quien siempre fue una mujer optimista.
Después de los saludos, los afectuosos cumplidos y esa cosa social difícil de superar hasta en familia cuando te encuentras ante el lecho de enfermo de alguien a quien te gustaría levantar de allí a toda prisa; aceptada en la retina la primera desazón, hicimos algo de conversación. Sentado al pie de su cama, buscando en su mirada una razón para el pesar lastimero en que se ha convertido su voz, le pregunté con mi mayor interés
-           ¿Cómo está tía? ¿Qué le ocurre?
 Ella me miró con los ojos más sinceros que le he visto en años y respondió enunciando cada palabra como si fuera una sentencia inapelable:
-          Ya me ve hijo...cansada, lo que ocurre hijo, es que yo me cansé de vivir...
 La habitación en penumbras debe haber absorbido el estupor de mis ojos en el silencio que siguió a esa declaración dolorosa. Pero, no se tragó su voz apesadumbrada:
-           Hace como dos años, me dijo, la doctora Suarez me mandó a tomar una pastillita nueva. Usted me pregunta,  hijo y yo la verdad, es que no se bien para qué es. Pero yo creo que esa pastilla y el favor de mi Papa Juan Pablo II me tenían levantada, animada, yo puedo jurar que hasta me había controlado mucho lo del temblor en el cuerpo; pero, hijo...hace como seis meses que conseguir la pastilla se ha convertido en una odisea tan terrible...
 Tragándose lágrimas que a mí me sonaron mas a frustración y rabia que a compasión, mi tía me narró, con todo detalle, el duro trajín por el que mis primos tienen que pasar cada vez que se hace necesaria una nueva dosis de un medicamento que en su prescripción, indica estrictamente no debe ser interrumpido. Ese trajín, a esta buena señora se le hace doblemente difícil, porque en fechas más recientes ha implicado "molestar" los buenos oficios de allegados, amigos y/o cualquiera que pueda conocer a alguien que conozca una forma de obtener el medicamento. En otras palabras, a sus 83 años tía Helena que ha sido siempre incapaz de perturbar la vida de nadie con solicitudes de ningún tipo, porque siempre se las ha arreglado muy bien para bastarse a sí misma, está en la dolorosa situación de "mendigar" (tía dixit) una medicina indispensable para su bienestar, que ella está dispuesta, además, a pagar al precio que se la pongan....
-          Ahora figúrese usted hijo, como hace la gente que ni siquiera puede darse el lujo de pagarla…
 Esa pregunta de mi tía, que en varias versiones se la he escuchado a muchísima gente, rebotó sin respuesta en las cortinas cerradas de su habitación de enferma.
 El silencio me venció. Yo no tenía la medicina salvadora en la mano ni manera alguna de materializarla; me le acerqué y le di el mismo beso en la frente que incontables veces di a mi mamá cuando enfrentamos juntos la mala hora.
 Tía Helena sonrió, volteó a verme y soltó la última estocada
-          Como va uno a querer vivir así, mijo...si ya uno no puede ni darse el lujo de enfermarse...
 Entonces cerró los ojos y dio por terminada la visita.
 Mis primos me contaron luego las llamadas a todas las farmacias, los mensajes por redes sociales, el precio - varias veces multiplicado - que han abonado por un par de cajitas y los viajes a Cúcuta de ir y venir a toda velocidad, para comprar (a tres o cuatro veces su precio de referencia) algunas cajas del salvador remedio. La tía está consciente de todas esas complicaciones, de modo que ellos están casi seguro que ese es el único motivo por el que mi tía esta tan decaída, el único motivo por el que probablemente se niegue, en serio, a seguir viviendo.
 Yo los abracé en la puerta enrejada de una casa convertida en fortaleza inexpugnable, caminé hasta mi automóvil, entré, subí los vidrios y me dejé aniquilar, de incertidumbres, de perezas, de mala vida, de frustraciones.
 De no saber si llegará el día en que nadie decida tirar la toalla porque le impiden dar la pelea.

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