martes, 30 de septiembre de 2014

¡ Empezamos...!

Con toda la fanfarria acostumbrada y sin que nadie sepa, realmente, a qué atenerse, ha comenzado el año escolar en todos los institutos de educación inicial y media de la Republica Bolivariana (así se llama ahora, chévere, ¿no?) es decir; desde hace poco más de una semana, todos los chamos de este país de canastas vacías, han regresado a las novedades del proceso educativo que habrá de convertirlos - si lo permite Dios -   (literalmente, pues aquí no nos queda sino rogarle al Altísimo) en bachilleres.
Si para los estudiantes el inicio del año estuvo lleno de la emoción del reencuentro, los nuevos profesores, el cambio de color en la franela y las páginas en blanco de sus cuadernos; para los profesores ha estado, sencillamente, lleno de contrariedades. Y no menciono la más obvia de todas (seguimos ganando sueldos de miseria en una economía de guerras) sino la que tiene que ver con la única razón por la que, los que enseñamos, nos atrevemos a continuar intentar enseñando: la sana intención de hacer algo, que deje algo, en la vida de estos muchachos; de hacerlo bien - dentro de lo que cabe - y en libertad - dentro de lo posible -
Cualquier persona que decida ponerse a dar clases como opción de vida, es sospechosa de poseer un alma bonita (no lo digo por mí)  y de algún desorden mental (eso sí lo digo por mí) pero, eso no viene a este caso. Parafraseando a todos los cultores de la cursilería whasapiana, verdaderamente, enseñar es una tarea de héroes. Todo lo demás sobra. Incluso los malos profesores dejan una huella imborrable en sus alumnos (uno pasa el resto de su vida hablando de lo pirata que eran y repitiendo las anécdotas que ilustran su piratería)  de modo que, lo menos que se puede desear, es que las "reglas" que regulan el trabajo de educar, se parezcan a todo lo bueno de este mundo; pero, vivimos la Venezuela del siglo XXI y ciertamente, "todo lo bueno de este mundo”, como tal, es demasiado pedir.
El inicio de actividades ha venido pues, llenecito de opciones para hacer las cosas muy mal hechas y a nosotros no nos ha quedado nada más que aguantar el chaparrón con el estoicismo de quien quiere voltearle la tortilla a la vida.
Resulta, por ejemplo, que según la Batalla contra la repitiencia y el abandono escolar (no me negarán que para ponerle nombre a las cosas, a pesar del lenguaje bélico inaguantable, son unos duros) el siglo XXI le ofrece al muchacho todas las herramientas para perpetuar la irresponsabilidad que viene en sus genes. Si un estudiante decide no venir a clases durante el año a las horas y días que le corresponde, o si prefiere, en lugar de cumplir con sus deberes escolares, ponerse a monear poste, no hay problema: la batalla de marras, tan comprensiva ella, ahora le brinda un chance adicional de clavarse el ansiado 10 que le permitirá convertirse en un mediocre bachiller de la república. La cosa es así, más o menos: en plenas vacaciones escolares (¡ahaja...!) un grupo de docentes "voluntarios" tenia (¿tuvo?) la responsabilidad de repetir, en cápsulas de dos semanas, la materia de todo el año para, luego, en las dos primeras semanas del calendario escolar, repetir los exámenes de reparación (llamados ahora remediales, a falta de remedios) que ya esos mismos estudiantes habían presentado en Julio, sin éxito. (Nota del opinador: muy pocos liceos se enteraron del cuento y muchos menos, lograron entusiasmar a algunos voluntarios para darle cuerpo al invento remediador, de paso sea dicho)
A ver; una de las herramientas más efectivas que un educador tiene para crearle a sus estudiantes algún sentido de responsabilidad es la evaluación. Al margen de todos los problemas que reconocemos en nuestro sistema educativo, (incontables, agudos, dolorosos, inexplicables) la tarea fundamental de un profesor es, superar exitosamente los obstáculos y hacer de su aula un espacio en el que se formen ciudadanos; es decir, se forme gente "decente" con algunos conocimientos. Para eso, hay normas que requieren ser puestas en práctica. Bien, la revisión del cumplimiento de esas normas, de manera que puedan evidenciar crecimiento personal en aquel a quien van dirigidas, es lo que significa evaluar; en otras palabras, si usted tiene un examen de matemáticas el jueves a las 3 de la tarde y a usted le interesa salir del bachillerato, a tiempo de poderse labrar un futuro; entonces, man-que-pongan, su deber es venir el jueves a las 3 de la tarde y tener la regla de tres bien aprendida. Si no, pailas.....se llama responsabilidad desde que el hombre decidió vivir en  comunidad con el hombre. Desde luego los imponderables existen, a usted se le puede morir su abuelita el jueves a las 10 y 26 minutos de la mañana; pero, para enfrentar eso, existe la enorme flexibilidad de los tiempos escolares. De manera pues, que si algunos interpretamos como una debilidad del sistema las famosas reparaciones de final de año, ¿qué nombre podemos ponerle a un sistema de hiperreparacion viciado de desorganizaciones e improvisaciones, diseñado para interrumpir  - sin la menor efectividad - el periodo vacacional de educadores y educandos? ¿Es necesario que haya tanto espacio para validar el incumplimiento de los compromisos más básicos implicados en el deber ser de un adolescente?
Las dos primeras semanas del año escolar se han diluido en una "batalla" en la que la mayoría de los educadores venezolanos no se habían alistado pues, para empezar, se enteraron de su existencia una vez concluidos sus lapsos. Al final, como siempre, el lado bueno de todos esos inventos es que se cumplen solo a medias; no obstante, la mayoría de quienes nos tomamos en serio nuestro oficio, nos hemos visto a vapores para cumplir un mandato que echa por tierra, nuevamente, el sentido fundamental de la educación: o nos ponemos las pilas en la formación de responsabilidades o continuaremos acabando con la decencia.
¿Les hago un dibujito?

martes, 16 de septiembre de 2014

Comprar en el siglo XXI

En mis ya lejanos tiempos de pavo, una de las descargas más fuertes de adrenalina a la que uno podía someterse, la provocaba ir a comprar perico en Simón Rodríguez o en Sarria que, si mal no recuerdo eran, un poquito,  la misma cosa.  El operativo era más o menos así: uno estaba en su casa o en la casa de algún pana, con muchas ganas de rumba hasta amanecer, unas botellas de cualquier cosa (éramos poco selectivos, pero siempre nos la arreglábamos para que cualquier cosa fuera whisky porque, la moda esa de los vinos específicos para “maridarlos” con rumba de fin de semana, no había llegado a nuestros cabellos, abundantes y oscuros) era entonces cuando alguno de nosotros inventaba, decretaba más bien, que la única vaina que hacía falta, era un par de pitillos (o una bolsita, según la multitud exigiera) para redondear la noche. Decretada la emergencia, lo primero que alguien más hacía, era llamar por teléfono al jibaro de guardia que - más o menos – era como llamar a la Farmacia Tibisay de toda la vida (pre Locatel desprovista) para pedirle que despachara sin dilación la mercancía, que se pagaba, eso si no ha cambiado, en apego a la más estricta de las vacas.  Algunas veces, el jibaro no tenia ruedas o el gobierno (la policía de entonces) estaba demasiado pilas como para que el pana se expusiera a semejante bandera. Entonces, porque la juventud es así de atrevida (eso tampoco ha cambiado) dos o tres de los más duros del grupo, se ofrecían para correr la aventura de llegarse hasta donde un pana que vende bien resuelto.  Normalmente, el que ofrecía ir hasta allá (allá quedaba, siempre, en uno de los estacionamientos de Simón Rodríguez), era el que quería deslumbrar a algún miembro en particular de la audiencia, sin bastarle lucir cuerpazo y buenamozura, a quien se le sumaba el asomao con pinta de bien portado, que aprovechaba para darse su bañito de malandraje empotrándose en el puesto de atrás del carro para contribuir con el éxito de la negociación. Llegaba uno al estacionamiento, nadie se bajaba del carro, un pana con muy mala pinta; pero pana, se acercaba a la ventanilla (¿cómo hacían ellos para saber que el carro de uno era “cliente”?  nunca lo entendí) y en la oscuridad absoluta, mascullaba unas palabritas, (mercancía y costo, mercadeo puro, pues) se hacían gestos de esos de boca que todo venezolano entiende desde que el mundo es mundo, unos billetes cambiaban de mano prodigiosamente y “algo” caía en las manos de alguien de adentro del carro como por arte de magia y sigilo,  al tiempo que uno salía  pirado de ese sitio de mala muerte, antes de que un mal viento reventara el negocio (cosa que rara vez sucedía, por lo demás)
Había alguna oportunidad en que a uno lo tumbaban, es decir, algún chamo principiante en el negocio, agarraba el dinero y pegaba veloz carrera en dirección contraria. Uno entonces entendía que - a uno -  lo habían tumbado. Imposible revirar. No podía uno ir, por ejemplo, a la comisaria de Pinto Salinas a decir “no vale, es que yo estaba comprando perico en el estacionamiento de Simón Rodríguez y vino un tipo y agarro la plata y se dio pire” porque, bueno, uno no hace tales “denuncias” (ni ninguna otra, por cierto). Sucedía, eso sí, que a los clientes regulares, el jefe, un señor muy decente que se dedicaba a mantener sano el terreno y atender la clientela con aquella manía caraqueña de la satisfacción garantizada, se ocupaba del tumbador con presteza.  En más de una ocasión, fui testigo de la paliza que se llevó el carajito de turno por estar dándoselas de gracioso y, en más de una oportunidad, mi compra tuvo la recompensa adicional de medio pitillo (de alka seltzer picado, todo hay que decirlo) en retribución por haber tenido la decencia de no sacar un arma de la guantera para cobrarnos el tumbe. Los estacionamientos de Sarria o de Simón Rodríguez (y supongo que los del 23 de enero o Pinto Salinas) eran lugares muy honorables a los que, si bien nos daba terror entrar de noche o a cualquier hora, entrábamos de todos modos, porque  a) la necesidad tiene cara de hambre y b) para un buen gusto, un buen susto. Nosotros sabíamos, además,  muy en el fondo, que los “proveedores” no iban a espantar a la muy abundante clientela “del este” a punta de portarse mal con ellos.  Cierto es que alguna vez alguien se confundió y le metió un tiro a quien no debía, o que más de uno, demasiado trabado como para darse cuenta de lo que hacía, no le fue nada bien por escuchar y seguir cantos de sirena; pero, no era frecuente. Comprar perico en Simón Rodríguez en los lejanos 80´s era, repito, un ejercicio de adrenalina pura. Mal hecho, está bien, lo admito. Pero hasta divertido y fácil.
Bien. Esta mañana me robaron la batería de mi automóvil. Salí a trabajar como siempre a las 7 de la mañana y el arranque (al que acabo de gastarle unos reales) no dio de sí. Sorprendido, abrí el capó para encontrarme el pobre Tempra sin batería. Tenía que irme a trabajar y no podía dedicarme a intentar la compra de una batería nueva en ese momento. Hice algunas primeras gestiones; pero, me fui a una reunión de la escuela en la que conté mi percance. Alguien termino dándome una pista, alguien más me dio un número telefónico y alguien más hizo la llamada de rigor. A las 5 de la tarde, mi automóvil estrenó batería nueva; a pesar que, la única casa distribuidora de baterías nuevas en Mérida,  lleva más de tres meses técnicamente cerrada.
Supongo que no necesito explicar que obtener una batería nueva, marca Duncan, con 9 meses de garantía, comprada a tres veces su valor nominal es – exactamente - la inspiración que necesité para recordar mis días de dañado, desaparecidos, no sin cicatrices, hace más de 25 años. La diferencia es que en esta oportunidad tuve que cuidarme muy bien de un tumbe. Estoy completamente seguro que no habría habido satisfacción en caso de uno…

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Y tú…¿cómo ves la cosa?

Probablemente porque sabe que yo soy uno de los que trata de estar presente en cuanta conversa ilustrada se organiza en esta ciudad, con algún tema cercano a esto-que-nos-está -pasando, y también porque alguna vez ha leído este blog; probablemente porque no tenía mayor cosa que hacer y andaba con ganas de que el café se le eternizara en la mesa y yo, para eso, soy buenísimo; un conocido mío, ayer, al encontrarse conmigo en una pastelería me soltó la pregunta de las 64 mil lochas: Epa…y  tú, ¿cómo ves la cosa? (yo asumo que cosa es país, dicho en dialecto ilustrado del siglo XXI y que eso es un tema de conversación muy de estos días) acercando una silla a su mesa para compartir un cartoncito de té frio que hace rato dejó de saber a algo más que azúcar.
Entonces, me bombardeó con su discurso de apertura; la escasez indescriptible y la inseguridad pavorosa ya no ocupan su mente como la última vez que lo vi (no porque se hayan resuelto) pues ya tiene algo mejor de que ocuparse: las oraciones blasfemas.  Pocos minutos antes de encontrarse conmigo, mi amigo había recibido el segundo embate de la blasfemia roja: un credo que, entre otros, ensalza al papá del difunto (inexplicablemente, porque hasta donde yo recuerdo, el difunto nunca fue muy fanático del autor de sus días, pero…..) y se va por la lindeza de predicas más o menos estúpidas y muy repetidas, para recordarnos que el santo súbito está enterrado – quizás - en el 23 de enero, o por ahí cerca - . Sumado al padre nuestro del otro día mi pobre amigo católico, apostólico, romano y opositor, está que arde de indignación.  No lo culpo.
Así mismo están que arden de indignación la mayoría de los Tuiteros opositores y la mayoría de los que, sin tener nada mejor que hacer, hace años convirtieron Facebook en su Tiananmen privado. Más allá, furiosos también, están el Padre Palmar, Monseñor Luckert y mi pana Baltasar, es lógico, ¿no? Ese es el negocio de ellos. Los entiendo perfectamente.
Ahora bien, con todo respeto. ¿De verdad ese par de cursilerías son tan importantes? Digo yo, de verdad dedicarnos a repetir ambas oraciones (que si es por tener, tienen un lenguaje absolutamente cursi y  ridículo, además de ningún valor ecuménico) hace algo más que aumentar nuestra rabia al comprender que, cada día más, ellos llevan esta mano ganada y las dos próximas? A ver, con un país cayéndose a pedazos, en manos de una banda de delincuentes y sin otra alternativa que un boleto Cúcuta – Bogotá- Bogotá – lo que sea – en el futuro de los decentes: ¿inventarse unas oraciones profanas, es realmente el colmo de los colmos? ¿Se les fue la mano? ¿De verdad?
Yo creo que no. Es decir, a mi me parecen una afrenta. Es cierto. Pero, eso es lo que buscaban ellos cuando las hicieron: enfrentarnos en su guerra. Una vez más, caímos en su trampa. No he buscado estadísticas, pero yo estoy casi completamente seguro, que el desafortunado video ese de la señora en éxtasis de insuficiencia cognitiva,  desde el escenario más  importante de Caracas, recitando el famoso padre nuestro, es seguramente el video más visto de los últimos tiempos. Tanto, que ha ocupado el prime time de los noticieros internacionales más sintonizados en el mundo. Otro tanto sucederá con el credo, que me da la impresión, no ha circulado tanto, todavía. Noticieros internacionales que no hablan, por ejemplo, de los cadáveres descuartizados que aparecen a cada momento, ni del hecho cierto y demostrable de que el Acetaminofén ( y mil cosas más) desapareció de nuestras farmacias al mismo instante en que apareció un importante brote de dengue y chinkungunya, enfermedades para las que este sencillo calmante es indispensable. Noticieros internacionales que no mencionan, ni por error, el escandaloso índice inflacionario en el que viven los venezolanos, solo se han ocupado, en los últimos tiempos, de hacer inolvidable a la “delegada” aquella, cuya oración se habría desvanecido en una nube negra, de no haber sido porque quienes la adversan con más fuerza la hicieron inolvidable.
Así, que…. ¿cómo veo yo la cosa? Mal ¿Cómo voy a verla? Muy mal. Muy atornilladamente mal. Y va para largo, pues para resolverlo, ya hay casi dos millones de venezolanos viviendo por ahí, en el mundo, y seguramente el doble de esos preparando la escapada; cosa que no tiene nada de malo, por cierto; el mundo es ancho y ajeno (lo dijo el viejo Prieto) ¿cómo no van a ser entonces anchas y ajenas las ganas de ponerse a salvo?, si a nosotros, los de este lado,  nos ha dado por la frivolidad de no ponerle freno a la histeria de vivir esperando la nueva atrocidad, el nuevo dislate, la próxima oración y la próxima procesión para rasgarnos  las vestiduras - por Tuiter y Facebook -  en un arranque condenatorio de blasfemias.
Ni modo, ganaron de corrido: eso es exactamente lo que ellos quieren que nosotros hagamos. Y ¿ahora? 

viernes, 5 de septiembre de 2014

La Quinta MAMA

Un post publicado en un excelente blog dedicado al diseño y la arquitectura, me sirve  como excusa para repetir, sobre lo que somos hoy,  un pronóstico desahuciado, muchas veces advertido. Una larga perorata virtual ha puesto sobre el tapete intimidades de una parte de la familia extendida de quien fue el penúltimo dictador venezolano - único que se reconoce como tal en nuestra historia contemporánea (escrita, ya lo sabemos, a trancas y barrancas) y lo hace, casualidades de esta vida, hablando de una casa caraqueña, tenida por muchos (el autor del post,  entre otros) como residencia personal del dictador.
Se trata de la Quinta MAMÁ, ubicada en la calle Mohedano del prestigioso Caracas Country Club; una casa francamente insólita perteneciente al hermano de Pérez Jiménez, Francisco, en la que el habitó hasta su muerte en compañía de su esposa y su mamá.  Hablar de esa casa tomaría páginas de una excesiva especialidad que no poseo;  lo que se me antoja indispensable es, hablar de lo que hablamos, quienes leímos lo publicado sobre la casa. No sé exactamente cuando fue; pero, en algún momento de los 90´s conocí esa casa por puro accidente. Llegué hasta allá en uno de mis peregrinajes de productor buscando algún mueble indispensable para el éxito de una puesta en escena, y quedé absolutamente maravillado.  La casa, construida con la intención de asemejar un barco, tiene todos los detalles que hicieron de la década del 50 un hito en la arquitectura criolla y además, tenía  una carga histórica realmente estupenda. Francisco Pérez Jiménez, me recibió en la puerta de la mansión para servirme de guía por los recovecos de la casa que, entre otros encantos, tenía el de ser la residencia personal del hermano de un dictador cuyas historias de horror se repetían en mi mesa familiar desde siempre.  Francisco, amable y buen conversador, me mostró el rocambolesco oleo de Doña Adela Jiménez de Pérez que presidia el salón y desde allí, se ocupó de guiarme orgulloso por todos los rincones de la fastuosa residencia, para ese momento en franco deterioro de venta de garaje. Durante toda mi visita, una señora obviamente enferma, atestiguaba la escena como si no le perteneciera.
Me impactó. Tanto que le conté a mi amiga Lupe Gherembeck mi hallazgo y,  a cuatro manos,  escribimos el guion de 50 – 90  era jugando, un cortometraje que más tarde hicimos bajo la dirección de Carlos Castillo. La casa era, con expresión de sifrino bocabierta, in-cre-i-ble.  Tres pisos en los que nada se había quedado sin intentar. Un elevador de esos de película italiana, pisos de mármol en diferentes tonos, un salón de techos policromados en los que había un escudo de Venezuela, una capilla encomendada a la Virgen del Valle, un cuarto en el que se almacenaba una inmensa colección de estampillas y monedas y un observatorio con esplendidas vistas a los campos de golf y un telescopio, montado con todos los hierros, para observar las estrellas.  La guinda del postre: una piscina con forma de guitarra (cuerdas y todo lo demás, pintadas en el fondo) que presidia un jardín en cuyos muros se acumulaban frescos de lo que se conoce como “paisajismo venezolano”.  Nunca la pude olvidar, sobre todo porque la visité muchas veces, hasta que un día cualquiera, un seguroso con pinta de matón de barrio impidió, para siempre, mi acceso.
Han pasado muchos años.  Hace pocos días, el santo Facebook que todo lo sabe, me invitó a leer una publicación en un blog que versaba sobre la casa. El artículo, acompañado de algunas líneas alertadoras de nostalgias, es más bien gráfico: contiene una excelente galería de fotografías de la casa. Entonces, me fue imposible dejar de contar mi experiencia con la mansión para contribuir a esclarecer un asunto vital: la casa, en contra de lo que afirmaba el autor del blog, nunca fue de Marcos Pérez Jiménez, ni tenía mazmorras o calabozos aterradores.  Fue la casa de su hermano. Nada más.
Es entonces cuando fui absorbido en un foro virtual supremamente interesante, que poco a poco fue revelando su venezolanidad: en poquísimos comentarios más adelante, la discusión se había tornado casi exclusivamente política. Peor aún,  casi exclusivamente, pro Pérez Jiménez. No hace falta ser demasiado inteligente para deducir una primera cosa: un blog dedicado a la arquitectura y el diseño grafico, tiene un público muy especial: imagino que joven, culto y relativamente conocedor de “exquisiteces”, pues bien,  en un poco más de 40 comentarios, la mayoría habla con nostalgia de la vida bajo la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Un capítulo horrendo de nuestra historia, al que quizás, de acuerdo a lo leído, estamos empezando a  romantizar peligrosamente.
¿Qué Pérez Jiménez llenó de edificaciones y obras de infraestructura la capital de Venezuela? Si, es cierto. Mussolini en Italia también lo hizo. Hitler en Berlín, concibió el aeropuerto más moderno del mundo, hoy día convertido (como por ejemplo, el Helicoide) en una mole de cemento al que nadie sabe que uso darle definitivamente.  ¿Que con Pérez Jiménez podía uno dormir con las puertas abiertas? Es verdad, parece que se podía. Porque los que se atrevían al indecoroso asunto de abusar, eran exterminados junto a los disidentes de la dictadura. ¿Que con Pérez Jiménez todo alcanzaba? Si, es posible,  La abundancia de esos años, cerraba las puertas de las mazmorras de la Seguridad Nacional.  ¿Seguimos?
Si la vida en los tiempos de Pérez Jiménez hubiera sido tan buena, ¿Por qué estamos tan fascinados con la idea de que, en esa casa en particular, estaban ocultas una serie de mazmorras y calabozos, que daban pie, en las noches de soledad, a ruidos de fantasmas y aparecidos? Me ha sorprendido un mundo constatar que, toda discusión que se forme en torno a esa casa, es una prueba más de los tiempos actuales: estoy seguro que en un futuro, no muy lejano, hablaremos de las viviendas dignas o pent-houses de súper lujo, con la misma morbosa fascinación.
Es lo que tiene el anonimato de las redes sociales: aguanta tanto como el papel que ya no existe o la Quinta Mamá, con la que no hacen, todavía, nada útil.  Venezuela, pues, en cinco mil metros cuadrados y 64 posts.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Por todos los medios...

De verdad, verdad, a mi no me encanta Luis Chataing; es decir, yo no soy “fan” de Chataing. No veía su programa de televisión (no veo televisión nacional nunca) no escucho su programa de radio (yo nunca escucho radio, tampoco) y la verdad es que sus ires y venires me tienen sin cuidado.  Pienso, eso sí, que es un tipo simpático y entretenido, pero no he tenido mucha ocasión de constatarlo.  Creo que una vez, hace siglos, estuve sentado en una mesa en la que él estaba y me reí muchísimo de la fascinación que ejercía sobre algunas  (y algunos, hay que decirlo) de mis compañeros de cena; pero,  no logró seducirme. Luis Chataing y yo ni somos amigos, ni somos nada más porque, para empezar, estoy seguro que a él le interesa poquísimo saber quién soy yo. 
Como he dicho siempre,  la decisión de comprobar los encantos de Chataing o los desencantos de cualquier otro comunicador  “internacionalmente conocido en el exterior fuera de aquí” es una decisión que le pertenece a mi intimidad más profunda,   del mismo modo en que me pertenece a mí y nadie más que a mí, irme a la cama con quien se me ponga a tiro, escuchar o dejar de escuchar un programa radial, ir o no ir a ver un espectáculo teatral o comer berenjenas al desayuno.  Ni opiniones ajenas, ni decisiones ajenas deberían interponerse porque, entre otras cosas, lo considero un ejercicio de conciencia y dignidad.  Es mi vida. Punto.  Por eso, y no por motivos más rebuscados, es que me parece una atrocidad que cualquier huele frito, se abrogue el derecho de apagar un canal de televisión, cuya programación del domingo en la madrugada podía resultarle atractiva a mis insomnios eventuales, o eliminar de “las ondas hertzianas”  la voz de un locutor cualquiera, porque se puso a decir lo que a ese huele frito le parecen sandeces. Aborrezco las prohibiciones, creo tener derecho a que me gusten las corridas de toros y me horrorizo de saber que hay gente que se cree capaz de expresar con violencia su repudio a algo y tener razón.
Pues bien, existe esa gente y exhibe mi gentilicio; veamos: este sábado pasado debía presentarse en el Colegio de Abogados de Mérida, el espectáculo de Chataing “Por todos los medios” La venta de entradas había ido tan bien, que debió ser habilitado para la presentación, un espacio abierto reservado a eventos deportivos. El auditórium del Colegio de Abogados se le había quedado pequeño a los productores.  Eso significa que unas 700 personas, pagaron el precio de una entrada para disfrutar del monólogo de Chataing, porque a ellos les gusta Chataing. A la hora acordada, Luis Chataing llegó al sitio, ubicado en una zona residencial clase media suburbana de Mérida, y se encontró con que un grupete de unas 15 o 20 personas, tan borrachas como intoxicadas por el discurso de odio en que se ha convertido la revolución bolivariana, desde la azotea de una casa vecina la emprendieran contra él hasta lograr que,  el espectáculo, por el que un grupo numeroso de personas había pagado, tuviera que ser cancelado. En la afrenta personal al comediante, hubo insultos, amenazas, música a volúmenes impensables, motocicletas y algún que otro muchachón alzado.  Contra eso no pudo, ni la cordura de los organizadores, ni la intervención de la policía, ni el enfrentamiento de gente suficientemente molesta como para atreverse.  A los 700 espectadores convocados, solo les quedó el recurso de irse a sus casas. A los 20 y pico de malandros de barrio, el de celebrar su hazaña. A los vecinos numerosos del colegio de Abogados, el silencio por respuesta. A la ciudad de Mérida, las redes sociales para contarlo y la pena con ese señor para vivirlo. No hubo noticia en la prensa, no hubo explicación alguna por parte de las autoridades, no hubo mayores lamentos. Pero sobre todo, no hubo castigo para quienes, contraviniendo cualquier norma de convivencia ciudadana, sabotearon la actuación de uno de los más renombrados comunicadores  criollos.  El espectáculo se canceló, a la gente le devolvieron el dinero pagado por sus entradas y calabazas, calabazas…se quedaron sin Chataing los merideños.
Por supuesto que tengo todo el derecho de este mundo a pensar que esos malandros no estaban puestos ahí por casualidad. Que esos malandros no actuaron por decisión propia, Que alguien les montó esa fiesta para acallar su cobardía y abrirles la machera; sobre todo, tengo el mayor derecho del mundo a creer que esa fiestita -  armada desde mediodía en la azotea de una casa vecina al Colegio de Abogados - tiene nombre y apellido en la impunidad rampante de este pueblo.  Pasó lo que pasó, muy poca gente lo supo y solo mereció unos minutos de resignados comentarios del agraviado en su programa del lunes, usados además, como una puerta a la esperanza del cambio que vendrá y esas monsergas. Extrañamente, el Colegio de Abogados del Estado Mérida, cuyas instalaciones de algún modo fueron violentadas por los zagaletones, ha mantenido el silencio ese desagradable de quien alquila su casa y lava sus manos ante la tubería que sus inquilinos rompen. 
Entonces, si la esperanza de salvarnos pasa obligatoriamente por convivir y no por levantar voces histéricas en contra de una máquina capta huellas que se va a dañar en una semana. ¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos si, por ahora, (y tal vez por muchos años) la razón la sigue teniendo el zagaletón de barrio y el miche callejonero? ¿Cómo haremos para que todo lo demás, a los demás, les importe? ¿Gritamos, nos matamos o aceptamos resignados que perdimos el juego?

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