lunes, 26 de enero de 2015

Noche de Reinas....

Anoche, para beneplácito de los colombianos, una nueva jovencita veinteañera coronó, al poner sobre su cabeza la corona de Miss Universo 2015 a pesar de su deficiente desempeño ante el micrófono y su precedente fama de mujer antipática y conflictiva. ¿De qué se sirvió Paulina Vega, Miss Colombia 2015, para terminar la noche como protagonista de una historia de oropeles tan rentables, que es el mismísimo Donald Trump quién la paga? De una figura absolutamente escultural y una forma de lucirla reservada a ciertas predestinadas. Más nada. Más allá de estériles elucubraciones acerca de su inteligencia, Paulina Vega es, quien se atrevería a dudarlo, un hembrón de mujer. Una creatura casi perfecta. Punto. A los jueces de Miss Universo les interesa poquísimo el resto.
Mi anterior afirmación debería ser suficiente para dar por zanjado el asunto y pasar página; pero, soy venezolano (ayyyy Connie Méndez) y llevo en mis genes la insoslayable necesidad de convertir cada desfile de una Miss en el planeta, en un asunto de trascendental vida o muerte. No se puede hacer mas nada. Mi gentilicio me obliga a sostener, entre otras tonterías, que un año más “nos robaron la corona” y que Venezuela este año "no pudo cumplir el sueño" Además, soy opositor; ósea-me-da-cosita-que-no-haya-ganado-pero-por-lo-menos-le-sirve-para-que-los-chavistas-vean-que-ellos-no-ganan-nada-y-esa-tierrua-se-de-cuenta-de-que-no-puede-seguir-apoyando-esta-cosa-que-es-igualita-a-Cuba-tu-no-ves-que-nunca-hay-una-MissCuba-en-esos-concursos-por-algo-será- (o algo así…marico…)
Anoche, después de que la reina venezolana (que si, parece que apoya el régimen, but,  so what?) entrara al cuadro de las diez semifinalistas (momento que se sintió igualito a cuando una tarjeta de crédito venezolana "pasa" en una tienda de Miami) y terminara su carrera hacia el trono en ese mismo lugar, era mucho más revelador seguir las incidencias del certamen por Twitter que engomarse a TNT (escuálido que se respeta lo ve por TNT, ni más faltaba) Sencillamente, el país se paralizó de derrota y todos los demonios, tan pregoneros como ejecutores de una libertad que no sabemos respetar, se coronaron campeones.
La pobre maracuchita que defendía el tricolor nacional fue satanizada en minutos, el motivo principal: el color ROJO de su traje de gala; al extremo que la comentarista de la transmisión televisiva hizo alusión al descontento de sus paisanos por la elección del atuendo. Atuendo que, dicho sea de paso, era horrible y le quedaba muy mal por muchas otras razones, no por su color, que le va muy bien a su piel mestiza, puesto que además es más color carrubio que rojo - del que no nos ponemos -
Migbelis Castellanos no logró convertirse en la octava niña venezolana que se corona Miss Universo y, mi sensación personal, es que junto a las suyas, las alegrías de un país al garete se hundieron un poco más. ¿Alguien puede explicarme por qué? Lo dudo mucho. Proclives como somos a poner las razones del orgullo patrio en los sitios más equivocados, la corona de Miss Universo se ha convertido desde hace décadas en un bien colectivo de incalculable valor, cuya suerte reposa en las ancianas manos de un cubano misógino al que hemos bautizado como “el zar de la belleza” y a pesar de su rocambolesco mal gusto personal, le reconocemos como bíblica cada palabra dicha en la materia. ¿Se puede entender? No. Por supuesto que no; pero, es que de la venezolanidad muy pocas cosas son entendibles. ¿De que le ha servido a Venezuela, al colectivo social que es esta equivocación geográfica, haber tenido siete ex Miss Universo (fabricadas a hojilla y cincel) en los últimos 30 años? ¿Es la mujer venezolana de 2015 más culta, más honesta, más estudiosa, más cultivada e incluso más bonita, gracias al ejemplo dado por su colmena de misses internacionales? ¿Nos salvaron nuestras reinas de la precariedad indigna en que vive la familia venezolana del siglo XXI? Es más: ¿dónde están, en este momento de oscuros devenires, las reinas que tanta emoción nos causaron la noche de su entronización?
Migbelis Castellanos no regresará al país ungida de gloria. Como usted y como yo, descenderá del vuelo comercial que la traiga de Miami en el más completo anonimato (lo cual en cierto modo es un alivio, nos libraremos de las astracanadas que implican el recibimiento de una corona de Swaroskys) Hará declaraciones a algún diario, se sentirá muy orgullosa "del papel desempeñado" y será tan olvidada como Verushka Ramírez o Inés María Calero. Venezuela seguirá su rumbo atropellado e incierto; pero, el próximo año por estas fechas, volveremos a poner nuestras vanas ilusiones de país, en la suerte de otra jovencita linda que puede llegar a brindarnos la emoción de un triunfo del que solo obtienen beneficio ella, sus más ínfimos amigos, Osmel y Venevision. ¿Tan chiquitos se nos han vuelto los 912.050 kilómetros cuadrados?

lunes, 19 de enero de 2015

Cadena de carencias

Pertenezco a la generación Prestobarba. Esa generación que aprendió a usar y disfrutar las primeras soluciones que la “vida moderna” presentó a los problemas de la cotidianidad en forma de objetos fabricados en plástico y envueltos de modo tal, que desafiaba el uso exitoso de cualquier buena tijera de casa. Nunca utilicé afeitadoras de hierro ni, muchísimo menos, hojillas Gillette para dejar mi rostro limpio del abundante vello que lo puebla desde que soy muy joven. Cierto que durante muchos años llevé una poblada barba que me hacía ver tanto un judío ortodoxo del Fashion District Neoyorquino, como un terrorista árabe suicida (eso lo pude comprobar en el aftermath del 11 de septiembre mientras almorzaba en una cafetería de Houston) pero, básicamente, soy un tipo cuya tranquilidad depende de la existencia de afeitadoras desechables. No exagero. Nunca he dejado de tener una buena provisión de ellas en el gabinete de mi baño pues, a la abundancia de vello corporal, mi buen Dios le sumó la tortura de una piel excesivamente sensible que lleva años padeciendo el horror de la afeitada diaria y sus consecuencias poco amables con la estética. Durante años conocí dos tipos de afeitadoras desechables: la Prestobarba tradicional y unas, marca BIC, que compraba o mandaba comprar en Estados Unidos, especiales para pieles sensibles que cumplían bastante bien su promesa de no desfigurarme en el proceso de adecentamiento matutino. Mientras fui envejeciendo, descubrí verdaderos prodigios de sofisticación en materia de afeitados  habiendo llegado a usar maquinillas de cinco hojillas, absolutamente inútiles y peligrosas, con las que conseguí más de una pequeña marca de guerra; hasta decantarme, feliz, por el magnífico invento de las afeitadoras desechables de tres hojillas con una barrita de una cosa verde en el extremo superior, que los dos primeros días sirve para permitir que se deslice mejor sobre tu rostro y después para afearla, recordándote que, no más allá de cuatro o cinco afeitadas, ha llegado  su hora del descarte. Yo no conozco a nadie que cumpla a cabalidad el concepto de afeitadora desechable: ningún hombre de este mundo la usa una vez y la elimina (bueno, David Beckham tal vez, pero él no es amigo mío). Gracias a las afeitadoras de tres hojillas y a ciertos otros artilugios privados, había logrado mantener mi buena facha en su lugar, durante un buen montón de años.
Hasta que aparecieron los herederos del intergaláctico y nos echaron a perder el mejor momento del día: el baño al amanecer. No, no solo nos dejaron sin afeitadoras desechables; es que nos dejaron sin ninguna otra de las cosas que suelen formar parte del gabinete “cosmético” de cualquier hombre al que le interese, como a mí, no levantar sospechas de autodestrucción física, manteniendo las pocas gracias que natura le dio, lo mejor administradas posible. Bañarse en esta Venezuela de gente (hombres y mujeres por igual) absolutamente vanidosa, se ha convertido en un vía crucis que comienza con una oración al Santísimo Sacramento pidiéndole su intersección para que, al abrir la ducha, salga agua, lo más limpia que se pueda y de ser posible caliente, si es que el usuario tiene la dicha de tener un calentador en buen estado (porque no hay repuestos para arreglarlos, ni técnicos que quieran hacerlo, ni dinero para pagar lo que pretenden cobrar cuando aparecen dos días después de la neumonía de uno)  Si superamos ese primer escollo, la probabilidad de enfrentarse al jabón azul es lo más seguro que estamos empezando a tener los venezolanos igualados hacia abajo y llegado el momento de “lavarse el pelo” habrán los que prefieran echarse a llorar: Un buen champú (o el que sea) brilla por su ausencia. En días pasados logré comprar unos cuantos frascos de una marca anti caspa muy famosa que, bueno, no debería usarlo quien nunca ha tenido caspa; pero, ni modo, ¿Qué se le va a hacer?
Esa larga cadena de carencias se hace dolor al llegar al momento del afeitado. Vamos a ver si nos entendemos: hay quienes necesitamos afeitarnos todos los días. Punto. Es una decisión personal, propia, indoblegable a la que algunos hombres nos sometemos gustosos, aunque odiemos hacerlo. Digamos que es un asunto de testosterona. Afeitarse es cosa de hombres. Lo que las mujeres hacen con su vello corporal (con mayor dificultad de artefacto que nosotros) es tan distinto que se conoce como depilado. Nosotros nos afeitamos (y aquí, acépteseme el inciso: se ha convertido en habito de señores el “depilado” completo de sus cuerpos; pero, eso es moda, será seguramente pasajera y obedece a otras razones, yo estoy hablando de la barba) Para hacerlo necesitamos una Prestobarba o una Gillette Match Three o algo por el estilo, la mayoría nos acostumbramos a renegar de la hojilla Gillette puesta entre dos laminas de hierro atornilladas; peor, no aprendimos a usarla y nos asusta que el desgobierno esté pensando crear una misión que distribuya las de peor calidad que fabriquen los chinos.
Cuesta mucho creerlo, es cierto. Hace poco le rogué a un amigo cuya familia tiene un abasto en un pueblo cercano a Mérida que se trajera todas las afeitadoras que encontrara y me las vendiera al precio que quisiera; tal y como a la mayoría de los venezolanos de hoy les ha ido tocando hacer para encontrar tanto comida que poner en sus mesas, como productos básicos de higiene personal.  Hay quienes están sinceramente mortificados por no conseguir aceite;  yo no puedo evitar estarlo por no conseguir afeitadoras  y sentir que me castigan por no comprender que ese es el camino que hay que recorrer junto a los que pretenden crear al hombre nuevo, pero no saben cómo harán para alimentarlo ni para mantenerlo aseado y contento.
Quién sabe si a lo mejor, lo que debemos hacer es terminar de aceptar que, como sigamos así, “en este país, va a pasar algo”.

martes, 13 de enero de 2015

Incorrectamente religioso

Hace algunos años, mientras esperaba un vuelo que me llevaría de Paris a Estonia, tuve que pasar largas horas de espera en el aeropuerto de Orly sorteando dificultades propias de quien no puede permitirse un vuelo regular en una aerolínea regular a full cost. Si mal no recuerdo, creo que pasé una noche entera caminando por los pasillos de uno de los aeropuertos más incómodos del mundo hasta que, vencido por el cansancio, me senté en una hilera de sillas tratando de cabecear un poco. Al frente de mí, un colombiano que intentaba, como yo, cumplir el mismo itinerario estaba tirado en el piso, concentrado en la lectura de una revista que, a primera vista, se me antojó un suplemento - de esos que en mi infancia llamaba “de comiquitas“ - de algún periódico francés. Lógicamente era imposible dormir, de modo que saqué un libro (en esa época todavía andaba persiguiendo a Bryce Echenique) y me dispuse a leer, cuando escuché la voz de mi vecino preguntando si yo era “latino” listo para una de esas cosas “latinas” que no me gustan ni un poquito: hacer conversación con desconocidos. Pudo haber sido el infortunio compartido, pero, en pocos minutos, el colombiano (se llama Nicolás, oh-la-la) y este servidor teníamos montada una cháchara divertidísima que se convirtió luego en amistad de Facebook, previo par de cenas compartidas en Tallin.
Ese día conocí a Charlie Hedbo, también. Una revista de la que mi recién adquirido amigo era, más o menos, tan fanático como del futbol colombiano. Nicolás llevaba su revista a cualquier sitio e incluso me aseguró haber aterrizado con ella en la mano, en el aeropuerto de Marrakech (no será tan grave, imagino) Yo no hablo francés, de modo que asimilar los giros graciosos de la revista me costó  muchísimo y apreciar lo que significa, en su justa dimensión, no habría sido posible sin la intervención de mi pana. No obstante, hubo algo en Charlie Hebdo que me gustó, quizás porque de algún modo me recordó a The New Yorker (esa revista de culto para cualquiera que aprecie la ciudad de New York). Me tropecé con la revista en algunos viajes posteriores e incluso alguna vez llegue a comprarla; me gusta, pero, sigo sin entenderla del todo por razones estrictamente idiomáticas.
El día del atentado tardé un poco en darme cuenta que se trataba de la misma publicación que Nicolás (profesor en un colegio Parisino hace 20 años) coleccionaba con esmero.  Cuando lo comprendí, le escribí un mensaje vía FB que él respondió desolado. Entonces, coincidimos en el chat para hablar de lo ocurrido, y de los musulmanes, por supuesto.
Días más tarde, intoxicado de lecturas alusivas al tema fundamentalista, mahometano, islamista, yihadista y etcétera,  tuve una interesante conversación familiar acerca del suceso. Poco antes, un par de tías que viven en Paris, nos habían relatado con mucho dolor detalles de las manifestaciones y eventos que desencadenaron el asesinato de las doce personas relacionadas con Charlie Hebdo el pasado 7 de enero. Una y otra y otra vez, el tema musulmán ha sido puesto en bandeja. Un tema que, sin que medie el horrible crimen contra un grupo de periodistas en pleno ejercicio de su derecho más fundamental, siempre me deja la sensación de ser una asignatura pendiente que se revive, cada vez que en nombre de Allah, deciden dejar al mundo occidental como capilla sin santo.
Viví el 11 de septiembre, una fecha fatídica de la historia de la humanidad. He seguido de cerca las atrocidades de Boko Haram en Nigeria, he llorado varias veces leyendo los detalles de la historia de Malala Yousafzai, me horroricé con los videos de las decapitaciones de los periodistas ingleses y norteamericanos. En fin, creo estar relativamente enterado de las barbaridades que se cometen en nombre de un Dios, que no es el mío, por supuesto, ni tampoco el de otros millones de creyentes que conviven con nosotros en el planeta, negándonos toda posibilidad de aceptar que en el mundo musulmán, como en la viña del señor, hay de todo. Sin embargo, no deja de darme vueltas en la cabeza una pregunta: ¿Por qué nos resulta fácil, asumir, como muchos lo hacen erradamente, que la Yihad es una tarea de TODOS los musulmanes? cuando en realidad se trata de una cruzada política disfrazada de religión, que no difiere en nada de las cruzadas cristianas de la edad media de las que descendemos todos los cristianos. ¿Por qué nos resulta tan sencillo poner el dedo en la llaga ignominiosa de una mujer tapada con burka?, cuando la verdad es que solo quien viste según el mandato del Hiyab, es quien debe renunciar a hacerlo.  La verdad, no lo sé. Probablemente, al igual que millones de personas de este lado del mundo, entender una religión cuyos preceptos culturales se basan en la discriminación y el maltrato al otro, es un asunto demasiado cuesta arriba. Probablemente, no posea suficiente información. Nada más.
En todo caso, una vez más, puesto ante el horror de lo sucedido en Paris, y pendiente de donde será el próximo golpe, resuelvo  poner a prueba mi tolerancia. Yo no puedo rechazar a TODOS los musulmanes, como algunas personas predican debe hacerse. No puedo culparlos a TODOS. No puedo hacerlo por las mismas razones por las que no puedo culpar a TODOS los curas católicos de pedofilia. Ni a TODOS los pastores evangélicos de estafadores. Ni a TODOS los santeros de brujos. Sin embargo, creo que una sociedad construida en función de, por ejemplo, el maltrato sistemático a sus mujeres, no puede ser sana; lo que sucede es que eso lo creo desde mi óptica de hombre occidental formado en una sociedad matriarcal, que defiende con su vida el respeto a la mujer y no obstante admite pertenecer a una sociedad que tampoco es sana.  Por eso, fundamentalmente, siento que el esfuerzo de comprensión debe hacerse desde el conocimiento. No de comprensión de los asesinos que en nombre de Allah están dispuestos a acabar con la humanidad si esta decide continuar descalificando a Mahoma (que visto lo visto, tiene el rating bajísimo) no, a esos no, ellos merecen el castigo más abyecto; ellos merecen algo peor que la muerte pues como base y principio, a ellos su propia vida les importa un bledo, si no del resto ¿Qué hacemos con el resto? ¿Cómo hacer para comprender – y aceptar – que en gran medida el asunto religioso de los musulmanes es cultural? ¿Cómo hacer para comprender que, en estos tiempos globales, el Corán ha penetrado todos los estratos de nuestro mundo occidental, preocupado por lo que percibe como amenaza?
No es tarea fácil y es el gran logro de la guerra que en nombre de un Dios desconocido y sanguinario -  y en contra de ellos mismos - se libra día tras día. Sus alcances políticos y su carácter medieval son quizás lo que necesitamos tener claramente objetivizado. A partir de ahí, tal vez Mahoma, Allah y el mismo Dios al que veneramos todos los cristianos, dejen de tener el velo de misterio que ha impedido su correcta cercanía desde hace miles de años.  Tal vez a partir de algo parecido al entendimiento, empecemos a conocer las diferencias que nos alejan de una religión que no se nos parece, pero debe tener un punto por donde se pueda empezar a practicar de alguna forma el respeto a lo que predica para desde allí comenzar a armar el gran, indispensable, rompecabezas de la PAZ. Si es que eso es posible, al lado de lo que dice Mahoma.

jueves, 8 de enero de 2015

Del gusto de primear y sus finezas...


Al regresar de su trabajo, apenas si saludaba. Sentíamos su presencia porque era reverencial, pero por poco más.  Su habitación, perfectamente climatizada en el calor insoportable de Valencia, era un lugar sagrado al que solo nos aventurábamos en ocasiones de verdadera necesidad.  Allí, en ese sancta sanctorum, empiyamado desde muy temprano, descansando en su inmensa cama matrimonial, torcía un brazo por encima de su cabeza hasta rodearla completamente y pasaba horas atizando un bigote negro que ya hubiera querido para sí, Clark Gable. En el momento oportuno entraba a la cocina para cenar y - si la ocasión lo ameritaba – caerse a palos (y a boleros) con mi papá. Entre los dos,  y los que fueran uniéndoseles,  unas cuantas botellas de ron daban cuenta de algo que él me confirmó hace poco tiempo: aun sin la consanguinidad de los otros, fue más hermano de mi padre que los seis Liendo que si lo eran.  Debe ser por eso que si alguna cosa logra arrancarme en esta madurez llena de ausencias, mi tío Leopoldo me produce, sobre todo,  la emoción que producen los afectos viejos, indelebles, fraguados en la Quinta Mis Nietos de los años de El Trigal, insuperables.
Esta memoria, que es más que vida porque se vive varias veces,  ha sido el telón de fondo de mis días de fin de año. Un telón que además tiene por soundtrack aquellos mosaicos de Billo´s que ya nadie baila ni escucha y que suenan a Valencia en Noche Vieja, aunque ya no quede nada de la ciudad de mi infancia. Suenan también a Chichiriviche; pero, sobre todo suenan a la casa de los Romero y al placer de primear, un arte que en mi familia, numerosísima, se perfecciona en el tiempo. Hace poco leí por ahí una de esas cosas que circulan por las redes, haciendo referencia al gusto de crecer con primos (es decir, lo que yo llamo “primear”)  y aunque no me gusta utilizar memes de whatsapp como referencia para lo que escribo, hago la excepción del caso porque, en mi caso, mis primos fueron mis primeros y más solidarios amigos. Si por el lado materno crecí descubriendo las alegrías de una casa que tenía su propio espacio para construir casas en los arboles; por el lado paterno viví la libertad de corretear la vida misma, en compañía de una banda de primos que siguen teniendo buen talante, ojos saltones y buena pinta y son rápidos para el abrazo, la risa o la nostalgia feliz de unos tiempos que no se han ido porque aparecen cada vez que nos vemos; ahora, para enseñar a sus hijos a mantener viva la buena costumbre de encompincharse a la hora de comer, a la hora de beber y a la hora de dormir. Cosa que visto lo que vi en estos días de playa, van aprendiendo con meritos sobresalientes para enseñarme un universo al que poco a poco me acostumbro, sorteando las improvisaciones de no haberlo hecho nunca y no saber si lo hago bien: mis primos me han convertido en tío multitudinario que agota sus despertares repartiendo Dios los bendiga y se va a la cama pensando si todos habrán regresado, estarán durmiendo y habrán de tener una buena noche.  Alguna cosa más, como la seria conversación en la que uno de ellos me abrió su corazón, honrándome, para dejar escapar cuitas de muchacho a la orilla de Cayo Varadero, será el tesoro que vino conmigo para estrenar un 2015 que no pinta nada bueno, pero debe venir leve gracias al buen augurio que significa haberlo recibido entre amores tan auténticos.
Todo lo demás pertenece a nuestra historia, como el brazo que me machucó el rodillo de una lavadora en el patio de la casa de mi abuela o el recuerdo perfecto del día que Leo nos obligó a quedarnos despiertos, para descubrir con nuestros propios ojos la identidad del Niño Jesús de nuestros regalos navideños o los primeros cigarrillos fumados a hurtadillas en algún cayo de Morrocoy, o los presagios de una Ouija interrumpida por las bravuras de Ofelia. Las mesas rebosantes de comida, los tenderetes interminables de arepas para el desayuno y la dulce rudeza de una abuela a la que todos nos referimos en presente fue mi fiesta de noche vieja, la fiesta que significa siempre encontrarse con los primos.

Desde su silla, encanecido el bigote y disminuida  su altivez por la insidiosa enfermedad, mi tio Leopoldo sigue siendo el hombre al que esta familia reverencia aunque haya pasado de protector a protegido. A su lado, como si el tiempo se hubiera empeñado en no dejarse notar, mi tía Gladys, la uña aporreada de mi papá, sigue en su empeño admirable de no juzgar, ni entrometerse en la vida de nadie (no conozco a nadie más que lo haga con la misma maestría) y alrededor de todos, un enjambre de sobrinas y sobrinos, listos para que uno los quiera hasta lo imposible porque son dueños de todo lo bueno y lo malo que tienen los Liendo y están ahí para que sepamos que la estirpe es perdurable en el tiempo y va por muy buen camino. Vendran tiempos difíciles, como no, pero este baño de cariño que significó diciembre servirá para mitigarlos. Para eso se hizo la familia.

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