miércoles, 25 de febrero de 2015

Llego la hora, ¿de qué?

Recientemente escuché a un analista político decir que era muy difícil gobernar un país habitado por 30 y pico de millones de politólogos. Esa afirmación me gustó, aunque me gustaría mucho más si cambiáramos el verbo gobernar (una acción que desconocemos en los años actuales) por vivir; una acción más parecida a lo que hacemos los venezolanos del siglo XXI aunque no a plenitud, ni mucho menos. Vivimos más bien a trancas y barrancas y con el credo en la boca, ensartados en una tarea incomprensible a la que llamo politificar. Todo tiene que ver con esto-que-nos-está-pasando. Fieles cultores de esa especie de destino atávico que nos pone a salvo de cualquier responsabilidad, solemos repetir consejas y frases hechas, para justificar la espera colectiva por el "líder" que ponga freno a la rodada; incluso, quienes con su voto contribuyeron la vez primera a instalar al difunto en las alturas, hoy, evidenciado un error que ya era obvio en 1999, esgrimen excusas baladíes para escurrir un bulto que pesa toneladas de culpa.
Esto-que-nos-está-pasando, sin embargo, ya está claro: la luz de los acontecimientos de los últimos días - y lo que nos falta por ver - parece que comienza a arrojar las primeras muestras de acuerdo, si no en el fondo, al menos, sin duda alguna, en las formas. Conceptualmente, digamos, hay una voz colectiva que se oye cada vez con más frecuencia: Dictadura, decimos al unísono los que vivimos diariamente el desasosiego de un miedo que nos impide ahondar en la comprensión de esa palabra malsonante tras la cual se esconden todos los horrores de este mundo. Trujillo, en la remota República Dominicana de los años 40 y 50 se fue a la tumba (de una manera muy sangrienta por cierto) después de haber diseñado numerosos accidentes de tráfico a la medida de sus opositores. Stroessner, en el rural Paraguay de mediados del siglo XX, calló la voz y la vida de los pocos que se atrevieron a hablarle duro, hasta terminar - en el exilio -  con sus propios huesos carcomidos por un cáncer tan aplaudido, como muchas veces negado. Videla, ese general que se hizo con Argentina un sayo, logró hacer desaparecer sin rastro a tanta gente incómoda, que no pasa un día del siglo XXI sin que alguna madre o abuela sureña salga a buscar una pista que la lleve a sus entrañas. Pinochet, aquel mal nacido hijo de un Chile desvastado por el comunismo inútil, dejó para la historia un legado tan oscuro que recordarlo, aun tangencialmente, es tarea que espeluzna y degrada la condición humana. En común tienen un título incomodo, desgraciado, irritante, no para quien lo lleva, sino para quien lo admite: dictadores. Hombres que creyendose predestinados se encubrieron en el poder para onanizar su egolatria. Tienen en comun también su escaso nivel de tolerancia, está usted con ellos o es usted un enemigo que no merece ni el aire que respira. Ponen a disposición de tal intolerancia prácticas oprobiosas como carceles en donde se maltratan cuerpos para ver si se pueden quebrar conciencias o, directamente, muertes accidentales cuyo claro mensaje casi siempre exhibe acuso de recibo y, al lado de tales horrores, el imperio del miedo, eso que algunos de nuestros analistas de peluqueria también llaman sicoterror tal vez porque la palabra se parece mucho a una mazmorra.
Definitivamente no es fácil vivir en medio de tales "circunstancias" pero, mucho menos lo es si, para hacerlo, tenemos que sortear todo tipo de diagnósticos. Vivimos, y eso ya es mucho decir, analizando nuestras desgracias, cuantiosas a no dudarlo, esperando posiblemente que la repetición perversa de todo lo que nos aqueja sirva de conjuro para salir de esto. Sabemos lo que nos sucede. Lo vivimos a diario. Repetimos soluciones que otro tendrá que poner en práctica y tenemos la certeza absoluta de que el otro chapalea en sus equivocaciones.
Pero, ¿qué hacemos nosotros para poner el estropicio a nuestras espaldas? Hace algunos años, en una visita a amigos en Bogotá comenté a uno de mis anfitriones lo mucho que la ciudad había cambiado. Victima por muchos años de las más terribles atrocidades, Santa Fe de Bogotá representó uno de los periodos más atroces de la historia reciente latinoamericana, vivir en esa hermosa capital significaba exponerse diariamente a volar por los aires despedazado por los efectos de un atentado terrorista o pasar algunos meses a la sombra en manos de profesionales del secuestro. Visitar Bogotá no era una opción y el mundo lo comprendió al conocer una de las mayores diásporas del siglo XX. Parecía que un día cualquiera la capital de Colombia se convertiría en pueblo fantasma. Poco a poco la ciudad (y con ella otras, emblemáticas del mal vivir y el desasosiego, como Medellín por ejemplo) comenzaron a limpiar su faz. Por supuesto que fue difícil, es más, por supuesto que la ciudad necesitó enfrentar terribles dolores en ese proceso de cambio; pero, hoy, a pesar de los pesares, la cara que exhibe es fascinante. Aun cuando sigamos pensando que sus políticos y sus dirigentes son "más de lo mismo" (mal endémico del continente) tenemos que admitir que Santa Fe de Bogotá es una ciudad repleta de bondades. Haciendo esa reflexión con mi amigo Juan Camilo, un escritor más bogotano que el ajiaco, él se aventuró una teoría que diariamente resuena en mis oídos
-          "Yo creo, me dijo mientras caminábamos por La Candelaria, que los bogotanos nos hartamos de tanta desgracia y cada uno, desde su trinchera, decidió vivir bien; a los golpes recibidos, poco a poco comenzamos a responder haciendo de esta ciudad el lugar en el que queríamos vivir"
No sé si Juan Camilo tiene razón o no pues dicho de ese modo suena demasiado sencillo, cualidad que no suelen tener situaciones tan tremendas como el infortunio que afrontamos nosotros; pero, darle por lo menos el beneficio de la duda, a mí personalmente me parece posible. ¿Qué estás haciendo tú para responder a los golpes haciendo de tu ciudad el lugar en el que quieres vivir? ¿Has pensado que realmente, el país, ese lugar más o menos idílico que significa patria entre otras cosas, empieza en el portal de tu edificio? ¿Qué has hecho, además de quejarte amargamente, para construir el futuro?
Estemos claros en algo: podemos lograr un cambio en las estructuras políticas que nos han sumido en este caos, eso no es imposible; pero, eso no es otra cosa que un intento, posiblemente cuesta arriba de comenzar a pensar el futuro. La cotidianidad no va a mejorar, por arte de magia, el día que logremos reinstaurar la democracia; es más, cuidado y empeora.
De modo que aquí estoy, apesadumbrado, lleno de miedos, imposibilitado de ver más allá de mi postigo, proponiendo formalmente que comencemos a alternar espacios. Es muy bueno tener la valentía de alzarle la voz al régimen, convertirse en arte y parte de un proceso electoral o dejar la vanidad en casa para ponerte unas horas bajo el sol a sostener una pancarta; pero, si después de hacerlo orinamos en la avenida porque nos estamos cayendo a palos en la puerta de un edificio cualquiera, no estamos haciendo nada por esa cosa inasible que todos llaman "mi patria".
Yo estoy seguro que se puede. Es solo cuestión de intentarlo: el día que comprendamos que una ciudad limpia, bonita, con habitantes que son amables y se respetan entre sí y con espacios donde lo que vale es la gratificación de los sentidos y la buena conversación, comprenderemos también que no somos una recua de ganado y habremos comenzado a recuperar, verdaderamente, la dignidad perdida. Créanmelo, a un pueblo que se sostenga sobre las piernas de su propia dignidad, no hay dictador ni reyezuelo que lo doblegue.

domingo, 15 de febrero de 2015

Mi otra primera vez

Tengo que confesar que a pesar de mis cabellos blancos, me encanta (y me llevo bien con) la tecnología. Me gustan los aparaticos que hacen la vida fácil, sobre todo los que sirven para mantenernos tanto informados como comunicados. Soy fanático de Internet al punto de no entender como habíamos vivido "felices" antes de la aparición de lo que considero el mejor invento de mi tiempo.
Tal vez por esa razón es que me atreví a debutar en el universo de las colas. Alguien me informó que en una nueva tienda estaban vendiendo tablets a excelente precio. En realidad no necesito una; pero, la idea de actualizar mis gadgets es tan atractiva, que sucumbí a la opción de pasar la mañana del asueto de viernes de feria, haciendo la cola para adquirir una. En este momento, perfecto mediodía merideño, estoy cumpliendo con el modus vivendi del venezolano del siglo XXI: la compra controlada.
En clara contradicción con toda la lógica de mercado que impera desde que el hombre es hombre, comprar, en esta tierra de gracia, se ha convertido en una perfecta odisea: no se  va de compras por el placer de buscar alguna cosa que quieres tener,  por el mero gusto de tener, sino que aprovechas, a trochas y mochas, la oportunidad que a modo dádiva te ofrece el omnipotente estado, dueño de casi todo lo que el ciudadano de a pie anhela poseer.
Cierto que dicho de esa forma estoy haciendo una antipática apología del consumo, cosa que muy probablemente está lo más reñido con mi crecimiento espiritual y el ascenso a los cielos; pero, yo no puedo fácilmente desprenderme del hábito pitiyanqui de comprar lo que quiera, cuando quiera, en los vericuetos divertidos de la oferta y la demanda. Seguro estoy, además, que tan mala costumbre la comparte un inmenso número de compatriotas. Quizás por ellos hablo.
Empezó, hace relativamente poco tiempo, como un rumor inofensivo comentado en familia, "está haciéndose difícil conseguir tal o cual cosa" comenzamos pues, a sustituir primero los ingredientes de nuestra comida para, poco a poco, cambiar también el menú diario. La repentina escasez de azúcar, por ejemplo, se suple con papelón (que además es más sano, nos consolamos) y la inexplicable ausencia de otras cosas, nos dio excusas para una creatividad insospechada. Hasta que la oscuridad se adueño de los anaqueles. No es solo la inexistencia de insumos tan básicos como el papel higiénico, es que el cerco del no hay, se instaló en nuestra cotidianidad de consumidores penantes. Un dolor de cabeza se resuelve con técnicas chamánicas pues no se pueden comprar analgésicos y algunos muy lamentables casos de enfermedades graves (cuya suerte habría sido muy otra) se han resuelto en la funeraria, debido a la imposibilidad de obtener el tratamiento adecuado. Situaciones menos extremas se convierten en temas de vida o muerte y tras cada producto que no llega a las tiendas, un inmenso mercado negro acaba nuestras menguadas economías.
La respuesta, entonces, ha sido apretar la tuerca de los controles, con la vana esperanza, supongo, de convencernos a abandonar la compra. El nuevo comerciante venezolano ya no tiene como meta vender sus mercancías. Pretende mantenerlas en algún depósito oculto hasta que la cuerda de sus controladores reviente por el delgado lado de los precios, o se "esfuerza" en lograr una distribución “equitativa” de su escasa mercadería para no meterse en líos con el gigante que parece vigilarlo en todas las esquinas de su tienda. Al hacerlo, traslada al cliente las normas absurdas que se le imponen junto a precios ridículos y márgenes de ganancia que no permiten ni el pago del alquiler del local. Por ejemplo: durante la hora larga que he permanecido en esta cola, cuatro empleados de la tienda, en cuatro oportunidades distintas, han salido a recordarnos las dificultades que probablemente encontremos para comprar la tablet (regulada a un precio estúpidamente barato). De tales dificultades - muchas y muy variadas - una en particular me llama poderosamente la atención: no está permitido pagar el importe del aparato en efectivo. Una norma que en realidad es una medida en contra de los empleados de la tienda y que ellos aceptan sin darse cuenta de lo que realmente significa: El dueño, (o quien quiera que cumpla sus funciones, pues ya sabemos que en esta nueva Venezuela, los dueños verdaderos de una tienda que se permita vender electrodomésticos  a precios de risa, no son nunca los que aparentan, sino los que son) simplemente piensa que sus empleados lo van a robar, los empleados aceptan ser tratados como ladrones y todos felices. Hace mucho rato que la honestidad dejo de ser una virtud que se defiende; en el fondo, todos sabemos que puestos en el trance de hacerlo, seguramente dispondremos de lo ajeno para completar nuestras arcas. Fuera de esa vistosa nimiedad, la antipatía, el mal trato, la seguridad odiosa de que el poder más pequeño de todos reside en las manos del vendedor y, lo peor, la incertidumbre de no saber si, en el último minuto, alguna disposición surgida de la nada te impedirá comprar lo que en otras circunstancias solo sería un trámite de menos de 10 minutos, redondea mi odisea mañanera.
Permanezco estoicamente en una fila llena de muchachos clase media alta que visten zapatos Clark y hablan de lo mucho que a sus padres les ha costado comprar una camioneta de alta gama (tres de ellos comparan las comisiones pagadas al distribuidor del vehículo por excelencia del venezolano siglo XXI y, la verdad, es que me parecen cantidades tan inverosímiles que agradezco a Dios por mi desvencijado Tempra del siglo pasado) Sin embargo, la aparente frivolidad del momento puede compararse a las colas de amas de casa despeinadas y sudorosas en procura de pañales para sus hijos o un par de kilos de detergente. El único interés es conseguir el producto que el estado omnipotente pone en sus manos a precios de ganga. Hoy es una tablet, mañana  una lavadora, quizás después un automóvil.  La urgencia de comprar mantiene un país entero ocupado en sus penurias, calculando las ganancias que se derivan de su mendicidad.
La Harina PAN y la margarina que hace meses se convirtió en artículo de lujo o moneda de trueque mendicante, aparecerá mañana en otra cola y será bendita. Entre tanto, terminaremos de olvidar los tiempos en que las cosas estaban allí, en el anaquel de la tienda, para que fueran compradas por quien pudiera pagarlas, resabios malditos de un capitalismo imperial que hoy se conoce como guerra económica y no tiene mayor asidero que la ignorancia resignada de un gentilicio que vive con la mano extendida y se conoce, en las altas esferas, como el hombre nuevo del siglo XXI. Salud, pues.

miércoles, 4 de febrero de 2015

Ellos, los tremendistas...

Por más que uno haga serios intentos por evitar ser consumido, en su tiempo y energías, por esta vorágine peligrosa que conocemos como gobierno bolivariano (sea lo que sea lo que implique tal concepto) en Venezuela, es totalmente imposible darle la espalda al viacrucis e intentar normalidades parecidas a lo que conocíamos por vida hace apenas 16 años (complicada, está bien, pero con temas de conversación mucho más amenos, no me dirá usted que no)
Desde que Dios echa la luz del día - agradezco no refutarme esa afirmación dado que, tal como vamos, aquí la luz de cada amanecer tiene obligatoriamente que ser obra de algún Dios - cualquier venezolano de los de aquí,  tiene como tarea primordial prepararse para vivir lo que las siguientes horas pueda depararle. Aclaro que con lo anterior no estoy refiriéndome a la posibilidad (certera) de pasar el susto de su vida a manos de un malandro, o abrir la alacena para descubrir que "el mejor desayuno del mundo" (arepas con queso frito y mantequilla)  se ha convertido en galletas con café cerrero, gracias al milagro económico del desabastecimiento socialista; no, eso ya se convirtió en parte del así somos, viene adosado al gentilicio. Estoy haciendo alusión cuando digo prepararse, a descubrir, redes sociales mediante, la nueva declaración efectista de alguno de nuestros jerarcas. Es increíble. Cierto que decir babosadas es una obligación de todo político que se precie, sea de nuestro bando o no; pero, el tremendismo que los rojos de nuestro patio insisten en cultivar, tendría que ser objeto de estudio.
Frases abiertamente erradas, equivocaciones de juicio, pifias conceptuales, tropezones geográficos, redundancias, insultos y expresiones descalificadoras, han sido - y son - el léxico instituido por el difunto para convencernos de lo poco que valemos como sociedad y lo mucho que necesitamos la mano redentora de sus ungidos. Peligrosamente, a todas esas expresiones nos hemos ido acostumbrando y, de todas, hemos hecho infinidad de chistes que, inconscientemente, nos han persuadido de que somos majunches, escuálidos, hijos de papá y mamá (bueno, eso literalmente sí que lo somos) padecemos alguna tara genética y/o peor aún, necesitamos odiarnos entre nosotros para resurgir desde el odio o algo así. Ya ese daño está hecho. Algún día (ojalá pase algo que los borre de pronto) restituiremos la perdida convivencia. Lo que no se si podremos superar son las explicaciones que insisten en darle a esta crisis que se agiganta con las horas, o las ideas brillantes expresadas por los voceros del régimen para sacarnos de abajo.
Si para nuestra desgracia ya son históricas expresiones tales como "las colas en los supermercados se deben a que el venezolano tiene mayor poder adquisitivo" (o las variadas versiones que nos convierten en muertos de hambre recuperados por las bondades del comunismo)  la tranquilidad que produce saber que tales expresiones no son otra cosa que pataletas de ahogado, empieza a desvanecerse ante cada nueva arremetida.
Ha sucedido en un sinfín de ocasiones. Es como si "gobernar" en el transcurrir del siglo XXI en estas latitudes fuera, única y exclusivamente, un desafortunado ejercicio dialéctico. Nos han amenazado, nos han regañado, nos han modificado nuestra manera de conocer las cosas, nos han prometido una inmensa cantidad de felicidades inútiles y, lo más grave, nos han inventado las soluciones más disparatadas para los gravísimos problemas de nuestra cotidianidad. Un día cualquiera aseguran, a los cuatro vientos, sin mover un musculo de la cara, que si no hay pasajes aéreos es porque las líneas aéreas han desviado intencionalmente los vuelos regulares para atender la demanda generada, por ejemplo, por el último mundial de futbol y, con el mismo gesto, aseguran vociferantes que no son verdad las largas colas que se forman delante de cualquier expendio de alimentos del país, para, más tarde, anunciar que nuestros problemas se resuelven dejando a los niños sin escuela, para convertirlos en pequeños campesinos a cargo de la producción de lo que comemos. Lo sueltan, mas a siniestra que a diestra, y siguen tan lisos, excavando en la mina particular en que han convertido esta tierra, sin que gesto alguno delate remordimiento de conciencia.
Ellos sueltan su sarta de disparates, de los que pocas veces llegan a realizar uno en concreto, y nosotros escuchamos dándoles, mal que nos pese, el completo derecho a hacerlo; después de todo, si usted no está en una cola o en algún sitio público, (la televisión no cuenta, es de ellos) se supone que cada venezolano puede expresar su opinión. Es decir, cada venezolano, ellos incluidos, puede decir misa, si tiene quien se la oiga; pues bien, con ese dicho castizo tan propio de mis tías merideñas, nosotros nos instalamos en el centro del problema; resulta, para nuestro pesar, que ellos tienen quien se las oiga: ni más ni menos que TODOS los venezolanos, quienes los adversan y los poquitos que los apoyan. Con semejante auditorio, tener un verbo efectista (materia en la que son aventajados) es no solo fácil, también muy conveniente. Sería bueno hacer, por pocos instantes, el ejercicio de no escucharlos o por lo menos, de darles la espalda y no repetir con tanta intensidad cada palabra desafortunada que sale de sus bocas; como la famosa frase aquella, de contenido religioso que no pienso repetir aquí, porque nos convirtió a todos en majaderos reproductores de un mensaje sin ningún sentido, posiblemente dicho con la marcada intención de disfrazar la vacuidad de un momento en el que el país nacional, exigía cuentas claras y chocolate espeso.
Yo estoy seguro que se puede hablar de otra cosa. Que nuestras cenas y encuentros con amigos no tienen, obligatoriamente, que ser ocasiones para repetir una vez y otra las anécdotas no siempre ciertas que ilustran los desaguisados de los camaradas. No solo estoy seguro, creo que es menester hacerlo para empezar a acostumbrarnos. De no hacerlo, corremos el riesgo de no saber que hablaremos el día (no muy lejano, esperamos) en que por fin se acabe esto-que-nos-está-pasando.

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