miércoles, 29 de abril de 2015

Esa odiada clase media

Si me tocara definirme diría, entre otras cosas, que soy un hombre clase media no muy ajeno a ciertos sueños de grandeza, Me gusta vivir bien - no me ruboriza decirlo -  después de todo, quienes me conocen no dudarían en tacharme de sifrino. Me gusta la buena mesa, la buena ropa y las cosas bonitas. Ni siquiera es mi culpa, algo debo haber traído en los genes pues, tanta necesidad de rodearme de comodidades que a la mayoría de mis congéneres no les importan, sigue siendo un misterio que no logro entender y que convertí en modo de vida, sin problema alguno. No soy el único, por suerte; tal vez porque los burros se juntan para rascarse, estoy rodeado de personas que se me parecen mucho. Todos, sin excepción, sabemos que en la Venezuela del siglo XXI cada vez es más difícil mantener ese estilo de vida: no, la permanencia de la clase media no está amenazada, la clase media venezolana está siendo abiertamente atacada con la intención clarísima de acallar algo más que su voz.
Hay una diferencia fundamental entre ser rico (rico de verdad) y ser lo que somos nosotros; los ricos podrían prescindir de trabajar si quisieran y no verían mermar sus comodidades habituales. Nosotros no. Nosotros necesitamos trabajar muy duro para mantener nuestro entorno como nos gusta tenerlo y no tenemos tiempo sino  para disfrutar de lo que logramos como premio al esfuerzo. No para presumir de ello, por cierto; sobre todo, si recordamos que, como nos pongamos a mostrarlo, todo eso que tanto nos ha costado conseguir (desde un teléfono de última generación hasta un par de zapatos, pasando por las dos o tres joyas de familia) se puede perder en un segundo y con ello, aparejada, la vida.  Usar, o vestir, las “cosas buenas” que tenemos se ha convertido en nuestra peor indiscreción. Obtenerlas, nuestra mayor proeza.  
Es posible que suene demasiado frívolo, incluso grandilocuente; quizás ese universo gigante que es nuestra clase media no vea necesario que alguien levante la voz por ellos y les defina. Aun así, me atrevo a ser uno más de los que sostiene (porque lo soy) que la clase media venezolana atraviesa uno de los momentos más peligrosos de su existencia (porque lo vivo) y con ella, el futuro del país.
¿Por qué me uno a ese coro – algunos le dirán, de plañideras -  que se empeña en sostener, a pesar de lo que profesionales mejor versados opinen, que Venezuela siglo XXI va en camino de aniquilar su clase media? Pues,  porque históricamente ningún país en el que se ha impuesto un régimen como el nuestro, ha mantenido la clase media en su lugar, por una razón extrañamente simple: la clase media es el motor que mueve el capitalismo, es el sostén principal de los grandes centros de consumo, cree en la oferta y la demanda y es apasionada del trabajo. Nosotros, la clase media, trabajamos incansablemente para costear nuestros gustos, por eso, necesitamos estabilidad para que nuestros días de 12 o 14 horas alcancen su objetivo; además, sabemos cómo se hace eso, viviendo en sociedad. Es decir, viviendo en los mejores términos posibles con quien está a nuestro alrededor.  Ninguna de esas cosas cabe en el manual revolucionario.
Ahora bien, posiblemente el problema de Venezuela, de la Venezuela de hoy, trasciende el hecho - posiblemente tonto - de admitir que tiene una clase media en camino de extinción pues, empezando por la terrible corrupción y la falta absoluta de liderazgo constructivo en que nos movemos día a día, todo lo demás no deja de ser una pequeña cuenta en nuestro rosario de tragedias. Pero, los grandes países existen y son grandes porque han sabido  darle un lugar a su clase media. Han hecho lo posible por mantenerla “contenta” satisfaciendo sus necesidades más importantes. Es decir, la posibilidad de tener una casa, un carro y algunos bienes en situación de relativa seguridad; aun mejor, le facilitan el camino (tortuoso siempre) por el que debe transitar para obtenerlo. El progreso, y me perdonan los profundísimos intelectuales que estudian estas cosas muy sabiamente, se basa en eso y en nada más: usted le hace fácil la vida  la clase media y está se multiplicará en beneficio de su comunidad, pues sencillamente a nadie, absolutamente nadie, le gusta vivir mal.
Hasta aquí, muy bien; pero, ¿saben ustedes cuantos años de salario mínimo acumulado necesita un venezolano para comprar un automóvil nuevo?: (en el caso muy improbable de que lo consiga a “precio justo”)  27 años, según todos los cálculos. No voy a escribir aquí lo que ese mismo venezolano necesita trabajar para comprar una casa medianamente decente.  Esas cifras pueden rebatirse fácilmente argumentando que no se llama clase media a nadie que viva con un sueldo mínimo, sobre todo con el sueldo mínimo miserable que se gana en este país en este momento. Y de ser así, estoy de acuerdo. Pero es a partir de un sueldo que se gane trabajando, como un profesional construye una vida que lo lleva a subir niveles de vida. Y he dicho, recalcando, TRABAJANDO. No de otra forma. Pero, resulta que ahora trabajar – formalmente - comienza a ser una actividad de la que los venezolanos van a prescindir por obra de un gobierno, que además de no querer que sus habitantes vivan con comodidad, tampoco los quiere cultos, esforzados y exitosos.
Cabe suponer, entonces, que la medida del éxito en la Venezuela del siglo XXI, se mide por cuantos rollos de papel higiénico lograste colocar en el mercado negro esta semana o cuantas latas de atún lograste obtener en el último saqueo a un camión que transportaba mercancía.
No hay duda – ninguna - de que la falla más importante de las llamadas revoluciones comunistas es la creación del hombre nuevo.  Nadie lo ha logrado. Punto.

jueves, 23 de abril de 2015

Vivir para contarlo

Apurado por llegar a su trabajo a tiempo, Manuel tuvo el primer gran disgusto del día cuando, en la puerta del edificio donde ha vivido toda la vida, se enfrentó a un desperfecto mecánico que suponía solventado en la última visita al taller un par de días antes. Luego de una rápida cuenta, supo que encender el viejo Fiat que cuida - con su vida - para evitar la buseta, era en ese momento tarea imposible. Algo que desconocía por completo, iba a impedírselo irremediablemente (y-eso-que-le-pagué-una-bola-de real-al-mecánico-hace-dos-días, masculló entre maldiciones Manuel). Estacionado como mejor pudo al borde de la acera, sacó de su bolsillo el teléfono para pedir auxilio. Un par de segundos después vio como, de la cola que comenzaba a formarse en el supermercado vecino, se desprendió a toda velocidad un muchacho que no llegaba a tener 17 años. Manuel miró como corría desaforado en su dirección e intentó esconder el teléfono, cuando un manotazo lo dejó anonadado. El aparato que momentos antes tenía en su oreja, estaba ahora en manos del zagaletón de la cola. Entonces, tomó la más imprudente decisión de su vida: salió tras el ladrón en un arranque de impulsividad funesta. Le dio alcance, hubo un forcejeo (no muy profesional, todo hay que decirlo) y en un empujón, Manuel cayó al piso, inconsciente. Poco después, casi a las 8 y 30 de la mañana, atendido por un buen samaritano que lo vio todo desde su auto, Manuel ingresaba a la emergencia de un hospital cercano, en donde lo único que pudieron hacer fue ayudarlo a aceptar el golpe. Vivió para contarlo, no se sabe cómo, y hoy se recupera de las múltiples fracturas en los huesos de su cara e intenta, sin éxito, superar el nudo en la garganta, cada vez más parecido a un llanto de muerte.
A sus 19 años, David ha recibido entrenamiento de sobreviviente de guerra. Sus padres, víctimas honrosas de varios escarceos con el hampa, sencillamente no le dejan vida advirtiéndolo de cuanta cosa hay que hacer para preservar la vida. Los bienes, esas cosas superfluas y casi prestadas sin las que cualquier muchacho de 19 años se niega a respirar, son lo menos importante en ese hogar llevado por dos comerciantes esforzados y exitosos, que no se resignan a negarle a su único hijo, inteligente y aventajado estudiante de medicina, ninguno de los últimos gadgets con los que él sueña. Lo hacen con la condición explicita e inviolable de que no puede, por ninguna razón, hacer alarde de ello. David ha cumplido con obediente diligencia las recomendaciones paternas y la vida lo tenía a salvo de un mal rato hasta el lunes pasado. Saliendo de una oficina pública ubicada en las cercanías de la merideña Plaza de Las Heroínas, David se despistó unos minutos guardando el teléfono en su escondite preferido (casi dentro de su piel) cuando se le acercó una pareja muy joven y de buen aspecto, que llevaban un niño en la mano, a preguntarle una dirección, suficientemente distante como para ser difícil de conocer. David quiso ayudarlos y mientras guardaba el teléfono y ajustaba sus anteojos Rayban para responder, sintió la fría dureza del metal en un costado. La chica con quien intentaba entenderse blandía amenazante una filosa navaja. El hombre daba claras instrucciones: entréganos el teléfono, los lentes y la plata que lleves encima. David tuvo un fatal ataque de nervios que demoró un poco su intención de darles lo que pedían. La mujer enterró la navaja tan profunda como pudo mirándolo a los ojos. David se desmayó, los bandidos agarraron la cartera, los lentes y el teléfono y se perdieron entre la multitud que transita a esa hora por la zona. Un taxista que presenció el hecho levantó a David del piso y lo llevó al Hospital, donde un amigo de su padre casualmente cumplía guardia en emergencia. Estuvo grave un par de días, pero vivió para contarlo. Esta mañana sus padres han puesto en venta absolutamente todo lo que tienen; a David le espera la vida en algún lugar de Europa.
Fiel a su costumbre, Doña Margot sale diariamente a caminar por su urbanización a primerísima hora de la mañana. Dice que lo hace porque si y porque es la única forma de mantenerse ágil y lúcida a los 86 años. El resto del día, lo dedica a sus cosas de vieja, aunque se niegue a cuidar nietos y nadie le haya visto jamás una cana. Ya no conduce, pues se lo han prohibido los hijos, ni cocina pues se lo ha prohibido ella misma. Le sigue gustando la buena ropa, la peluquería, las buenas conversas con las pocas amigas que no han cometido la indiscreción de morirse y, en sus ocasos, ha descubierto lo entretenida que puede ser una misa. Doña Margot espera tener una muerte apacible hermoseándose en una salud de hierro a la que no vence ninguna de las terribles verdades del siglo XXI, capoteadas por cuatro hijos prósperos y buenos que se ocupan hasta del más pequeño de sus caprichos. El lunes, salió a caminar con el corazón estrujado de quien sabe que va a sucederle algo. Hizo sus cuatro vueltas de siempre, negándose a la compañía del ama de llaves que la cuida con celo de hermana,  por no darle paso al presentimiento. De regreso a su casa, en el momento en que metía la llave en la cerradura, tres muchachitos que tienen, quizás, la edad de sus nietos, salieron a su encuentro desde las frondosas cayenas del frente. El discreto grito de la anciana fue ahogado por la mano ruda de uno de los asaltantes, los otros dos violentaron la puerta y lograron llevarla hasta el salón de la casa; el ama de llaves y un jardinero que cobraba su jornada del día anterior fueron obligados a convertirse en victimas. Amarrados (más bien envueltos) con las cortinas brocadas que adornan la estancia desde tiempos de Matusalén, vieron como las tres sabandijas hicieron caída y mesa limpia con los pocos tesoros que Doña Margot conservaba. Una hora después los delincuentes escaparon con el botín, asustados por la llegada providencial del hijo de una vecina, urgido de un favor impostergable. Soltó los amarres que mantenían a los tres viejos cautivos, en el momento exacto en que Doña Margot mostraba síntomas de un ataque cardiaco. Desde el lunes está en terapia intensiva y, aunque su vida ya no corre peligro, nadie ha logrado escuchar de nuevo su acento gocho y cerrero ni su  risa de abuela. Esta mañana su hijo me ha dicho que posiblemente no la vuelvan a escuchar jamás.
Es lo que trae un lunes de abril en la Venezuela del siglo XXI. Lo llamamos vida, por ironía, quizás.

viernes, 17 de abril de 2015

Mi cupo...

No sé bien a qué hora exacta se produjo la noticia que tiene a toda Venezuela en estado de postración; pero, yo me enteré como a las once de la mañana, minutos más minutos menos, gracias al escándalo que se armó en todos los artilugios de comunicación del siglo XXI - todavía no se si para bien o para mal estoy, quizás excesivamente, conectado a los acontecimientos diarios por medio de cuanto chismógrafo existe - Si bien al principio la información era bastante confusa, los detalles más aviesos del nuevo esquema cambiario destinado a quienes esperan viajar al exterior, empezaron a tener claridad de mala noticia, poco antes del mediodía del pasado viernes 10 de abril. Llegado el momento de almorzar, la mayoría de las personas que conozco estaban de malas pulgas cambiarias.
No es para menos, reducir sin aviso el monto de un “privilegio” que la mayoría de los venezolanos considera un derecho derivado de la conciencia de vivir en una sociedad petrolera – rentista, fallida en enseñar a su gente a ganarse el pan con el sudor de su frente es, ni más ni menos, la peor de las muchas malas nuevas en las que el régimen es pródigo. De pronto, el "dinerito extra" que una infinidad de personas reciben como producto de las más inverosímiles transacciones (ilícitas en su esencia) con divisas baratas, se esfumaba de un presupuesto doméstico bastante apaleado ya por las circunstancias. Y las intenciones, realizables o no, de disfrutar unas merecidas vacaciones en algún paradisiaco lugar del "extranjero" (Si, para los venezolanos de hoy, paradisiaco incluye Miami) por lo menos se ponían en cuarentena. ¿Por qué? Pues porque este gobierno perverso nos hizo creer a la mayoría de los venezolanos (sorry, pero I me absolvo) que la fuente de la que manaban dólares, a un precio ridículamente barato, no iba a secarse jamás a pesar de la desmedida ambición corrupta de cualquier bicho de uña cercano tangencialmente al poder. No era cierto. Como tampoco ha sido cierto nunca el 90% de las promesas o de los inventos populistas acuñados por el difunto y perpetuados por sus secuaces. Le dimos tanto palo a la piñata que la secamos inmisericorde entre todos. Y, claro está, tendremos que llorar estas y otras penurias.
Es altamente probable que la inmensa mayoría de los que me leen utilicen y hayan utilizado siempre sus dólares de viajero, para viajar. Además, para viajar en plan disfrute de vacaciones. También lo es que pertenezcan a ese raro grupo de paisanos que al empezar el año fiscal que les corresponde, liquiden sus dólares de Internet comprando una Gift Card de Amazon (¿Amazon sabrá qué – alto -  porcentaje de su negocio tiene que agradecérselo a los venezolanos?) por lo tanto es posible que se molesten cuando sostengo que una buena razón para justificar esta nueva tropelía del desgobierno, puede hallarse en el enjambre de inmorales coterráneos que utiliza “su cupo” para conseguirse de cualquier manera ilícita, un buen rebusque. Sin embargo, no es la única ni la más válida de las razones: el desgobierno limitó el otorgamiento de dólares para viajeros, porque no tiene dólares que otorgar. Eso está más claro que el agua (que hace años no sale clara de las tuberías, por cierto) y además porque el régimen tiene una desesperada necesidad de controlar nuestros pasos, entre otras cosas. Seguramente también, porque en alguna de esas mentes podridas que se instalan en las cercanías del poder ejercido desde la tumba, alguien debe haber pensado que esa es una buena forma de embromarle la vida a la clase media. Júntelo todo y tendrá la justificación a la mano. Pero, eso no es lo que importa. Voy más allá y ruego me perdonen: Si hemos repetido hasta el cansancio que la única limitación para ir de viaje, debe ser la capacidad económica del viajero; ¿de dónde sacamos los venezolanos que “el cupo CADIVI” es la pócima mágica del que quiere viajar? Se me antoja una respuesta: de la perversa manía gobiernera de hacernos creer todo lo que es falso y de nuestra escasa capacidad para discernir lo que es falso-falso de lo que es probablemente un poco cierto. Por ejemplo: falso-falso es que, con una economía como la que tenemos, pueda existir un dólar a 12 bolívares o algo así. Mucho más falso es que ese dólar de embuste, sea un derecho. ¿Un derecho de que tipo? Yo se que sueno a gobiernero y eso me aterroriza, pero viajar (un lujo ciertamente superfluo) debe valer lo que vale: es decir, lo que cada quien puede permitirse de acuerdo a sus ingresos.  Lo que sucede es que el problema - que hemos reducido a la frívola bagatela de un siniestro “cupo” de dólares al que se supone debemos tener acceso los venezolanos - es en realidad que nuestra economía (la del país, no la de nuestros bolsillos) no está como para vacaciones.
El asunto no es disponer de la limosna de unos dólares a precio ridículo, cuya presencia es bastante virtual pues la mayoría de las veces dependen de que la tarjeta de crédito “pase” en el hotel, restaurant o tienda. El asunto es que estamos viviendo “de chiripa” y eso se nota, sobretodo, en nuestra capacidad  para sacarnos este desastre de encima metiéndonos en un teatro del primer mundo: sin boletos aéreos, sin facilidades para tramitar documentos de viaje, sin aeropuertos relativamente cómodos, sin la seguridad de que al pasar por el mostrador de migración no nos darán una sorpresa desagradable; pero, sobre todo, sin saber si amaneceremos vivos en la fecha escrita para aterrizar en Paris, Miami o Roma, ¿Cómo puede ser que el problema sea conseguir una tarjeta de crédito de la Banca Pública con la cual tramitar unos dólares que no existen?
Francamente, si “los camaradas” han tenido éxito en algo, sin duda su logro mayor es habernos convertido en este pueblo de borregos hipnotizados dispuestos a creerse lo bueno, (que es poquísimo) lo  malo y lo peor, saltando de rumor en rumor para fabricarnos derechos que no existen y peligros que no son los que son y luego,  saltarnos a la torera todas las normas y leyes que ellos mismos se inventan.
Por cierto, valga una anécdota para ilustrar “eso” en lo que nos hemos convertido: Alrededor de las tres de la tarde del mismos viernes fatídico, un ex alumno de 18 años de edad, líder de la juventud de un conocido partido de oposición y gente “de muy buen ser” me llamó para ofrecerme las tarjetas de cualquier banco público que yo escogiera por la módica suma de 60 mil bolívares. Según él, disponía de 30 otorgamientos de tarjeta que le habían sido asignados para la venta y a esa hora (apenas 3 o 4 horas después del anuncio de las medidas) tan solo tenía dos, uno de los cuales pensaba vendérmelo a mí, para su desconsuelo.
De verdad, ¿es posible que sigamos convertidos en un bululú de gente con las manos en la cabeza por la-barbaridad-que-nos-hicieron-con-CADIVI (o como sea que se llame bolivarianamente) pero paguemos por una tarjeta de crédito a un muchachito que no sabe alimentarse solo, o es que algún día de estos, por milagro divino, vamos a empezar a comportarnos como gente grande?

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