martes, 30 de junio de 2015

Eso, pana...normal...


Ayer volví a mis andanzas de profe. Llamado para un encuentro con un grupo de jóvenes como los que hasta Diciembre habían sido mis estudiantes regulares, tuve la oportunidad de pasar un rato escudriñando un tema que usualmente me viene como anillo al dedo: ¿Qué les pasa a ellos, como jóvenes? Es decir, más o menos, ¿en qué andan pensando nuestros muchachos cuando les toca enfrentar la vida? esa misma vida cuesta arriba que nos toca enfrentar a todos, pero que ya a nosotros, hombres de cabellos blancos y cada vez menos fe, nos ha sacado callos. Mi tarea era bien sencilla: utilizando algunas herramientas didácticas, tenía que averiguar, por lo menos, qué cosa les indigna a nuestros muchachos y ponerlo por escrito. Lo hice. Solo que creo que al hacerlo, cometí el pecado capital de asumirlos participes de esto-que-nos-está-pasando.
Pocas cosas son tan aterradoras como sentarse en medio de un grupo de chamos menores de 20 años a tratar de contarles un país desleído. Pocas cosas tan difíciles en esta vida, como tratar de hacerle ver a un adolescente los  mismos obstáculos que uno encuentra en el camino de su propia vida. No se logra con los hijos – el que tiene la dicha o la desgracia de tenerlos – es mucho menos probable lograrlo con quienes están en la vida de uno por razones estrictamente circunstanciales. Es cierto que los adolescentes son unas cosas muy raras, a quienes uno  nunca entiende ni el tono de voz con el que responden los buenos días de cada día; pero, también lo es, o debería serlo, que en el fragor de tratar de establecer una convivencia sana, uno pudiera entender por lo menos, sus motivaciones, uno pudiera lograr, de algún modo, establecer una comunicación relativamente efectiva. Pues bien, lo que yo viví ayer, ni se parece remotamente, ni es esperanzador. Es la confirmación de que este contenedor que los acoge, olímpicamente pasa de ellos como de un mal necesario que algún día se arreglará solo. Lo que yo viví ayer, es la ratificación de que, en los tiempos que corren, el milagro de Fátima es imposible de reeditarse (si es que alguien cree que ese milagro resolverá cosa alguna): Si a los chamos de hoy se les aparece La Santísima Virgen, van a apartarla a un lado pensando que esa luz blanca (dicen que la Virgen se aparece siempre rodeada de una luz blanquísima) es producto de algún nuevo invento químico que se hará viral muy pronto, explicándolo todo.
Lo digo con absoluto convencimiento. Sorprende muchísimo que nuestras universidades estén habitadas por muchachos que de vez en cuando salen a “tirar piedras”, debe ser que esa característica rebelde se inocula en los pasillos de la facultad o la venden en los cafetines. Yo me atrevo a asegurar, sin temores, que el paso de nuestros muchachos por bachillerato, lo único que no logra es despertarles consciencias. Ni de rebeldía ni de ningún tipo. Tampoco logra prepararlos para emprender ningún camino en la vida, pero eso es, literalmente, harina de otro costal. Mi experiencia de ayer con un grupo de 40 muchachos entre 15 y 19 años de edad, me ha dejado agotado y sin recursos para sembrar optimismo en nadie. O sea, normal.
Hace poco una amiga muy querida, preguntaba si cuando un muchacho de hoy dice que algo es normal (una palabra muletilla del nuevo léxico estudiantil) en realidad le está dando a esa palabrita el significado que tiene, el que usted y yo conocemos gracias al DRAE.  Ahora creo finalmente tener la respuesta: si, pero, no.  Si, pues para ellos normal es normal; no, pues para usted es un disparate.   Para mis estudiantes de ayer, todo lo que nos escandaliza hoy día, es normal. La muerte de los estudiantes apostados en trincheras  el año pasado, es normal. Los robos de sus celulares, es normal. Las colas de los supermercados, es normal. La violencia urbana que hoy cuenta por decenas de miles las víctimas del hampa común, es normal. Vivir con miedo, es normal (total, aunque uno viva con miedo nunca pasa nada, dijo una de las niñas que a los 16 años es madre de una cría de dos). Vivir el desasosiego, es normal. Punto. Puede ser que reconozcan que es un fastidio; de hecho, lo reconocen como “requisito académico” – estaban obligados a llenar un formulario que mostrase resultados – pero en la verdad de sus mentes empezándose a formar, “este desastre es normal”. Punto.
Es entonces cuando el tema más álgido de estos tiempos empieza a asomar en la discusión: ¿Podemos hacer algo por cambiar esta realidad que nos atormenta? Muy para mi sorpresa, podemos, por supuesto; pero, ni por asomo la vía se parece a la que, usted y yo, tenemos más o menos trazada: ni  uno de los jóvenes nuevos votantes de ese grupo está dispuesto a inscribirse en el REP, mucho menos ha pensado, ni de lejos, perder su tiempo en votar. Solo dos de ellos piensa que la universidad (De Los Andes) tiene un futuro concreto que ofrecerles. A ninguno le preocupa que el proceso de ingreso a esa universidad esté siendo objeto de tanto escrutinio (hubo quien confesó – no sé si será una bravuconada – tener el negocio listo para traspasar el cupo del que es beneficiario por “asignación territorial” y ganarse unas lucas) mientras que la mayoría de los varones piensan que sería estupendo entrar a la GNB o estudiar para Policía, y así cometer delitos con entera legalidad.
Lo más seguro, dijo uno de los participantes con voz de líder, es que cuando ustedes los viejos salgan a votar ahora en diciembre, les hagan tremendo fraude y entonces se arme la grande y eso si va a ser de pinga, profe….aquí lo que hay que hacer es una tremenda guerra. Normal” y entonces sus ojos púberes se convirtieron en pantallas de Hollywood con proyección en 3D y sonido sensorround.  “Total, la guerra es normal, no es así profe, normal,  y además qué, si yo ahorita no puedo irme de aquí. Normal”
Tras  los aplausos que siguieron a esa intervención,  apareció la verdad que se me rebelaba en esa algarabía ruidosa: esos jóvenes, de extracción social muy baja, si tienen alguna frustración, es la de saber que no podrán emigrar dentro de poco (como todos sus pares de mayor nivel social sueñan hacer o están haciendo) de todo lo demás, es decir del país, a ellos les queda un mapa que saben delinear con ojos cerrados y un desapego que saben contar con crudeza desesperanzadora. El resto, es normal; incluso la mea culpa de sus profesores y la vida atropellada de sus padres. Pero, eso, además de normal, es tema de desvelos que no me provoca desgranar ahorita. Normal.

sábado, 27 de junio de 2015

Casémonos, mi bien, en este mundo...

 
“No hay unión más profunda que la del matrimonio, pues encarna los más altos ideales de amor, fidelidad, devoción, sacrificio y familia. Al formar una unión marital, dos personas se convierten en algo más grande de lo que eran previamente. Tal como demuestran los solicitantes en estos casos sometidos a la corte, el matrimonio encarna un amor que puede sobrevivir incluso más allá de la muerte. Sería una incomprensión decir que estos hombres y mujeres irrespetan la idea del matrimonio. Ellos han hecho sus peticiones, porque la respetan, y la respetan de manera tan profunda,  que ansían encontrar la plenitud de lo que significa para ellos mismos. Su esperanza es la de no ser condenados a vivir en soledad, excluidos de una de las instituciones más antiguas de la civilización. Piden igual dignidad ante los ojos de la ley.
La Constitución les otorga ese derecho.
Así queda ordenado.”
Ese párrafo, convertido en cuestión de minutos, en el más famoso – y quizás uno de los más hermosos –  textos jurídicos emanados de Tribunal alguno, en los últimos años, resume de manera casi poética, el triunfo más importante que en materia de derechos civiles ha conquistado un país, en este planeta convulsionado del siglo XXI. Con esa magnífica declaración de principios, la Corte Suprema de Justicia de Los Estados Unidos de América,  anuló la potestad que tenían algunos estados de la unión americana, de prohibir el matrimonio entre personas del mismo sexo; al hacerlo, abrió las puertas para que los norteamericanos que lo deseen, realmente, puedan casarse con quien les dé la gana. El dictamen, que en segundos le dio la vuelta al mundo, ha sido visto como un triunfo exclusivo de la comunidad Gay norteamericana; pero, reveló, como nunca antes lo había hecho una de sus acciones domesticas, que el gobierno de los Estados Unidos realmente rige al mundo. La apertura de ese país en particular, (Basado en un dictamen que rescata para la historia la validez – desprestigiada -  del amor diciendo algo tan simple como “Tal como demuestran los solicitantes en estos casos sometidos a la corte, el matrimonio encarna un amor que puede sobrevivir incluso más allá de la muerte”) después que, por ejemplo, una inmensa mayoría de los países miembros de la Comunidad Europea, ya habían otorgado ese derecho a sus ciudadanos, ha servido como sello de aprobación necesario para que el mundo entero revise sus niveles de tolerancia y eche a andar hacia el futuro. Nunca como ayer, el poder inmenso de las políticas norteamericanas ha quedado tan indudablemente registrado en el mundo. Los símbolos de tal poder y la inmediatez de las redes sociales, lo han dejado claro: detrás de Estados Unidos, se forma la cola. Delante, se para la inmensa suerte – y la tozudez -  de un hombre: Barack Obama. El primer presidente negro de los Estados Unidos de América. El Campeón de los Derechos Civiles de los homosexuales y los excluidos, el hombre que, discretamente y sin vacilar, ha cruzado un océano infectado de tiburones para decir algunas cosas importantes sobre la suerte de los condenados a vivir en soledad su aislamiento. Solo falta que logre una enmienda migratoria que haga realidad el sueño de millones y pasará a la historia como el merecedor de un premio Nobel que, todavía hoy, a muchos nos parece un despropósito;  aunque no dependa de su gestión el dictamen de la corte, ni sea él quien haya llevado el país más poderoso del mundo a fajarse duro a favor de la libertad. Mal que les pese a muchos.
Sin embargo, el dictamen de la corte (admito que se me saltan las lágrimas cada vez que leo aquello de “Sería una incomprensión decir que estos hombres y mujeres irrespetan la idea del matrimonio. Ellos han hecho sus peticiones, porque la respetan, y la respetan de manera tan profunda que ansían encontrar la plenitud de lo que significa para ellos mismos”) no puede - no debe - ser visto como un triunfo excepcional de la comunidad GAY; un grupo humano que posiblemente cuente por el 10% de la población mundial, según muchos estudios, objeto de todo tipo de vejaciones – y de algunos privilegios desprendidos, paradójicamente, de  tales vejaciones – No, el dictamen de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos, autorizando el matrimonio igualitario en todos los Estados de la Unión Americana, tiene que ser visto como un triunfo de la humanidad entera; por eso, posiblemente, levantará tanta roncha. Tiene que ser visto como en su momento se vio el fin de las discriminaciones basadas en el color de la piel, o como se ha visto la inclusión de niños con dificultades especiales en los programas de aprendizaje tenidos por “normales”. Tiene que verse como un paso, muy necesario, hacia el momento en que no haga falta explicar cómo y porque una persona decide amar a otra, (a otra, no a una específicamente asignada) aunque sea por unos minutos. Tal vez, ese sea el gran logro de una sentencia que en el fondo, aunque se adorne como quiera adornarse, tiene mucho de absolutoria. Ahora pueden casarse: Salgan del clóset, por favor.
Confieso que me emocioné muchísimo cuando me enteré. Pensé en amigos que están preparando sus bodas y en otros que se atrevieron a dar el paso y pensé mucho en los años que llevo oponiéndome al matrimonio como institución. Entonces leí el párrafo que se ha hecho viral en segundos. Leí sus muchas interpretaciones, sus muchas traducciones al español, hechas de manera apresurada por amigos que necesitaban gritarlo al mundo y me conmovió enormemente el concienzudo escoger de palabras que apelan al más simple de los actos de amor del ser humano. Lo leí, repito, hasta entender cabalmente lo que dice y me detuve en sus palabras finales: “Su esperanza es la de no ser condenados a vivir en soledad, excluidos de una de las instituciones más antiguas de la civilización. Piden igual dignidad ante los ojos de la ley” Dignidad, caramba…! Dignidad !
Comprendí que los magistrados se referían a la esperanza de personas. Personas como yo, como usted que hace el favor de leerme; personas. Y en ese momento,  como si de una epifanía se tratase, entendí el verdadero significado del dictamen: El arco iris no es exclusiva pertenencia de quienes han decidido amar de manera distinta. La inclusión no se limita a la comunidad LGBT del norte. La Corte Suprema de Los Estados Unidos de América, le dijo al mundo (en un apretado teje-maneje muy parecido a decidir por penaltis) que, a pesar de lo mucho que muchos lo adversan, es verdad que para ellos, primero es la gente.
Y entonces yo sentí que ayer, el mundo amaneció siendo un poquito más ancho y un poquito menos ajeno. A pesar de todo.

domingo, 14 de junio de 2015

Entre María Isabel y Caitlyn, Mérida...

Una noche de mi juventud la vi por primera vez, salió a mi encuentro en la esquina de la Catedral yendo hacia la casa de Las Golondras para empezar a subir por la Avenida 4 de entonces. Vestía de verde, un recatado traje de amplias hombreras en el más definitivo tono de la esmeralda, llevaba zapatillas de alto tacón de intenso tono carrubio y un discreto bolsito de los que en esa época llamaban sobres, apretado en su mano izquierda, contra el muslo (¿o era la derecha?...no lo sé, es imposible ser tan exacto) su estatura, aumentada por el efecto stilletto y sus ademanes, excesivamente femeninos, revelaron tímidamente una verdad incómoda: posiblemente era esa la primera vez en mi vida que caminaba detrás de una "transfor". No lo sabia seguro, pero comencé a intuirlo cuando sus ojos, inmensamente negros y hermosos debajo del espeso maquillaje,  se encontraron con los míos. Ella caminaba midiendo calculadamente sus pasos sinuosos. Yo la seguía, más por inventar una historia que por saberla. Yo, quizás tendría 17 años, ella podía tenerlos todos. O ninguno. Yo era un adolescente precoz y curioso. Ella, una mujer de mundo, a pesar de Mérida
En la esquina del Edif. Valero, apoyada en la vidriera de la Zapatería Rex, me enfrentó. Su voz, de matices roncos y pesados,  me pidió un cigarrillo, de los que llevaba en el bolsillo de mi camisa. Lo saqué, se lo di y lo encendí. Ella notó el temblor de mis manos y empezó a parir una sonrisa que pronto convirtió en carcajada. Se rompió el hielo, un rato más tarde eran las 4 de la mañana y nosotros continuábamos hablando y fumándonos nuestras cuitas, sentados en el pretil de una jardinera de la Plazoleta del Carmen.
Esa madrugada, María Isabel dejó salir, una a una, las secuencias del guión que acompañaba su vida: nacida biológicamente varón, siempre había sentido sus atributos masculinos un accesorio de incómoda presencia. Criada por una madre de inmenso corazón y cartera más bien vacía, había tenido que enfrentar la popularidad de una hermana bella y los vericuetos de una clase a la que su madre servía, para sacar adelante la familia. Por tener, María Isabel tenía la frustración de saberse certera en las equivocaciones que poblaban su andrógina existencia y muchas artes para disimularlas. Era una mujer. Una mujer muy guapa, para su desgracia, a la que hacían falta dosis diarias de hormonas para ejercer femineidades y le sobraba un decente pedazo de carne que había convertido en estorbo.
Esa fue la única vez que le hablé. Aunque me hubiese gustado ser su amigo (tengo tendencia a adoptar descastados) Mérida pudo más. Era realmente una desgracia ser un niño bien que ansia portarse mal, pero le faltan cojones. No obstante, esa no fue la última vez que la vi, a partir de esa noche, María Isabel y su fútil mala fama se hicieron parte del inventario de postigos abiertos de esta ciudad de todos, que castiga. María Isabel y sus mitos, María Isabel y sus atuendos correctos, María Isabel y sus largas caminatas, María Isabel y su transformación, poblaron de cuentos la ciudad que despertaba escandalizada a la arremetida de La Casita de Las Rosas. Quizás no sea un título que tenga rigor histórico, pero siempre diré que María Isabel fue la primera persona públicamente transgénero de Mérida; aunque para mí y en homenaje a aquella madrugada de cigarrillos compartidos, siempre haya sido una mujer de fascinante historia.
Un día, pasados los años de Las Rosas, enterrada la frivolidad de aquellas noches en las que mis amigos celebraban mis habilidades para enrolar tabacos perfectos, sentado en el Old Town Tabern de la calle 27 en Manhattan,  con amigos del terruño, pregunté por María Isabel. Si mal no recuerdo, un matrimonio convenientemente feliz la había convertido en ama de casa alejándola de la av. 4 de mi juventud. Nunca más supe de ella. Nunca más la vi. Nunca más estuvo en el inventario de mis cuitas. Pero, siempre, aquella noche de mi juventud se asomaba para contarme necesarias tolerancias.
El zarpazo me arañó los ojos hace algunos días; frente a la estantería de una anodina librería, María Isabel pasaba las páginas de una revista colombiana de chismes, que exhibía con profusión sensacionalista el photoshop de Bruce Jenner "Llámenme Caitlyn". Habían transcurrido muchos años desde una vez que, oh casualidad, también vestida de verde, María Isabel apuraba tramites de embarque en el mostrador de un aeropuerto patrio. Ese día, otra vez,  mi arrogancia y yo estábamos detrás de ella en la fila. Ella con el gesto frio y antipático con que se defiende del mundo, yo con la curiosidad del primer día. Muchas maromas después, vi su cédula, ese pedacito de papel plastificado que en este pueblo de errores certifica lo que somos. Dos apellidos iguales (los mismos de su progenie) y el nombre clarísimo: María Isabel. Era ella, en el anonimato de una fila de aeropuerto sin miradas que escruten nada más que a la hembra,  nos volvimos a ver, sin saludarnos, como siempre; como en la estantería de la librería a la que entré a no poder comprar nada y maravillarme con la sorpresa: así como a mí, a María Isabel le han caído los años. Aun puede adivinarse cierta guapura pasada, aunque la mujer de entonces ahora sea una señora malhumorada que viste mocasines planos y pantalón de kaki, mientras mira con sorna las fotos de Caitlyn Jenner.
Ella también tuvo la oportunidad de lucir trajes de gran gala y excederse en el maquillaje. Ella también estuvo en el ojo del huracán que daba vueltas alrededor del pueblo de postigos abiertos cerrado a la modernidad por montañas asfixiantes. Ella también dejó de pronunciar un nombre de varón, para pedir que la llamaran María Isabel, el nombre con el que todos la hemos conocido desde que su valentía estremeció las cimientes de una Mérida que hoy ve sus madrugadas pobladas de transvestidas prostitutas. María Isabel espantó los horrores con los que convivió en la escuela primaria, respondiendo a lista por un nombre que nunca le perteneció. María Isabel lo supo siempre, a pesar de Catedrales e imposibles parentescos políticos con la rancia aristocracia de una ciudad rancia, Sergio no permitió a la mujer que lo habitaba todo, dormirse en una espera aletargada. Sergio la hizo realidad cuando eso parecía un imposible despropósito.
A Sergio lo impulsó su necesidad de comprender la mentira que por vida le había dado el destino. Tal vez por eso su rostro, ese día que la vi hojear las páginas de una revista que más tarde no llevó consigo, decía tantas cosas que su voz ronca y amanerada prefirieron callar. María Isabel no ha sido nunca protagonista de un mediodía merideño. Tal vez, lo fue del italiano que la desposó y la convirtió en viuda; poco más. Nunca ha tenido más reality show que su vida privadísima. María Isabel no es mejor ni peor que Caitlyn; solo que ese día en la librería, cuando nuestros ojos volvieron a encontrarse después de 37 años, ella supo que yo sabía lo que ella estaba pensando. Por eso, las fotos de Caitlyn me han parecido un embuste photoshopeado. Detrás de la sombrilla negra, los zapatos planos y el cabello recogido de María Isabel me pareció ver una verdad, muy irónica por cierto, que no he logrado conseguir en el glasé de las hojas que ella estudiaba con desgano. No es una verdad mejor o peor. Una más mía, solo eso.

martes, 9 de junio de 2015

Si es por sembrar, sembremos fama...


Como sucede con más frecuencia de la que nos gustaría aceptar, nuevamente la intervención del hombre nuevo ha reventado los índices de audiencia de todas las redes comunicacionales de las que, los inconformes del siglo XXI, nos valemos para dejar salir el vapor de nuestra desgracia. Esta vez, una jovencísima candidata a diputada "de ellos" hace gala de toda la buenamozura de sus implantes estéticos para mandarnos, literalmente, a sembrar Acetaminofen, después de tomarnos un guarapito de papelón, como infalible medida para combatir la escasez abrumadora tanto del analgésico como del café. Lo hizo, seguramente por error, mientras se dirigía a un - no muy nutrido, todo hay que decirlo - auditorio en lo que, presumo, era un acto proselitista. Alguien lo grabó (alguien "de ellos" valga acotar) y lo puso a circular dentro de la inefable autopista de la información. En segundos, el video, viralizado, se había convertido en un MEGA HIT.
Más allá de toda consideración, baladí, sobre el contenido de la desafortunada alocución de esta pobre muchacha inexperta, encandilada por su obligación de postrarse "rodilla en tierra" para escalar una cuesta que de otro modo no podría ni empezar a andar, el video de pocos segundos de duración (es llamativa la cantidad de faux pas que pueden cometerse en minuto y medio) refleja, una vez más, una verdad que debería apabullarnos puesto que  enciende alarmas de muchos decibeles: el nivel de formación de nuestros jóvenes es verdaderamente un horror. Y no lo digo por el hecho obvio de que una pastilla analgésica no crece en un árbol; me refiero, más bien, a un pensamiento que, por lo menos a mí, algunas veces me causa insomnio: cuanto hemos fallado, los que alguna vez hemos tenido la oportunidad de enseñar, en convencer a nuestros muchachos de una verdad inmensa porque siendo sencilla es de las mejores enseñanzas que dejarse pueda: la mejor palabra es la que no se dice; o, como mínimo, es la que se piensa antes de ser dicha aunque la ocasión exija inmolarse.
La recomendación de la joven estrella mediática, (dueña, además de un cabello apropiadamente queratinizado, de credenciales "académicas" de doctora en educación) se pasea también por una revisión aun más preocupante: lo crea usted o no, es la oposición, somos nosotros, los indignados, quienes hemos convertido a esa innecesaria jovencita en una súper estrella. Peor aún, somos nosotros, sus adversarios, quienes hemos dado pie a las más absurdas y enconadas defensas de su dislate. Resulta que ahora, gracias a nosotros, el Acetaminofen de tan difícil alcance es una planta llamada boldo, ampliamente conocida en los andes venezolanos, por cierto, y supremamente peligrosa si se consume a lo loco; es decir, a lo venezolano. He llegado a leer - redes sociales mediante - un ensayo, de carácter convenientemente cuasi científico, en el que la matica de marras, podría conseguirle una medalla a la niña que nos mandó a cultivarla. El motivo: todos los "memes" y todas las burlas que hemos puesto a correr, quienes nos creemos incapaces de tan desmedidos errores y lo pregonamos sin misericordia a lo largo y ancho del infinito mundo virtual.
Sembrar Acetaminofen, después de todo, ya no parece tanto un despropósito, aunque estoy seguro que su cosecha correrá idéntica suerte a los gallineros verticales, las toallas sanitarias reusables o los planes de desarme. La efímera - y paradójicamente sustantiva -  fama de la agraciada representante de la mujer venezolana del siglo XXI,  dará pie a nuevos episodios (siempre sucede: quien mete la pata una vez, lo volverá a hacer, seguro, amparado en nosotros, su auditorio cautivo) y la legión de opositores de sofá y teclado, perderemos nuevamente la oportunidad de aprender una lección que sigue siendo lamentablemente esquiva: el perverso efecto boomerang de las comunicaciones globalizadas por la inmediatez de un smartphone, resumido - magistralmente - hace 500 años por el ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha cuando dijo a su acompañante,
-Ladran los perros, Sancho, es señal de que avanzamos...

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