lunes, 24 de agosto de 2015

Circunstancias de frontera....

Morelia vive hace algunos años en Miami. Un día se cansó de tanto padecimiento y vendió todo lo que tenia, inscribió a su hija en una escuela de verano y se consagró a buscarse la vida en el mismo lugar en que miles de venezolanos se dedican a otro tanto. Parte de su familia todavía no sabe si seguirla, por lo que Morelia (muy) de cuando en  cuando, viene a pasarse unos días en el país que desconoce. En esas estaba cuando se armó la trifulca en San Antonio del Táchira. Morelia, como la mayoría de los andinos que todavía pueden permitirse un viajecito,  opina que es bastante más fácil entrar y salir de Venezuela a través de Colombia. Tiene toda la razón: Mérida, por ejemplo, está a tres horas y media de Cúcuta, desde donde un vuelo para Bogotá cuesta alrededor de 60 dólares y es muy fácil de conseguir. Entre una y otra cosa, salir de viaje por Colombia, es muchísimo más cómodo, sobre todo cuando se piensa en lo que se ha convertido Maiquetía. Eso es exactamente lo que ella hizo. Voló de Miami hasta Bogotá, de allí conecto con Cúcuta, donde su hermano la esperaba para traerla hasta Mérida por carretera.  Vino por tres semanas.
Alberto y Sarita se casaron después de 16 meses de un noviazgo fulminante cuando apenas habían cumplido 25 años de edad los dos. Tuvieron una boda muy sencilla, la que pudieron pagarse con parte de sus menguados ahorros,  y decidieron buscar fortuna en algún lugar que no fuera Mérida. Alberto, un vendedor excepcional, contaba con el apoyo de un tío suyo, próspero comerciante radicado en San Cristóbal, la capital del estado Táchira, quien solo necesitó calentarle la oreja por un ratico; allá  fueron a dar el par de recién casados, cuando aun todo era lunas y mieles. No fue difícil, a pesar de los pesares; pero, San Cristóbal no era la ciudad que a ambos los convencía de un futuro feliz. El mismo Alberto no sabe explicar bien porque, pero un buen día descubrió San Antonio del Táchira, un pueblo fronterizo en el que vivir es una odisea complicada.  Tal vez encandilado por el reto, convenció a Sarita y mudó el hogar, aumentado con la llegada de Alberto Enrique, el primogénito por quien ambos chorrean babas. Al poco de haberse instalado, una simple regla de tres le dio la solución a sus problemas: Vivir en San Antonio, haciendo la mayor parte de sus gastos en bolívares, pero trabajar en Cúcuta y Bucaramanga distribuyendo equipos médicos, vendidos y pagados en pesos colombianos.  San Antonio, de este lado del puente Simón Bolívar, alcanza para ser dormitorio y patio de fin de semana; Cúcuta, de aquel lado del mismo puente, es curtidero doméstico del día a día. Sarita, entusiasmada con el ventajoso cambio de la moneda colombiana, consiguió trabajo como secretaria de un sonado médico colombiano y el niño se pasa el día en la excelente guardería de una zona muy bacana de Cúcuta; pero, la casa de la familia, la compraron y la pusieron bonita en San Antonio del Táchira, tierra venezolana, porque ellos son de aquí. De lunes a viernes salen antes de las 7 de la mañana y regresan pasadas las 6 de la tarde. En el ínterin, han aprendido a sortear el trapicheo entre ambas ciudades y con esa obsesión enfermiza que le proporciona a Alberto haber nacido bajo el signo Virgo, tienen los más importantes problemas resueltos. Saben cómo abastecerse de gasolina y obtienen buen provecho – legal – de su condición de habitantes de un pueblo de frontera. Jamás habían pensado cambiar de modo de vida.
Magdalena tiene años tratando de tener un hijo. Ninguna de las “formas tradicionales” le ha dado resultado. Pensando que su reloj biológico está a punto de impedir el éxito de su empeño, hace algún tiempo que Magdalena acudió a la fertilización asistida. Empezó por pesados viajes a Caracas, estresantes por sus tribulaciones para conseguir un boleto aéreo cada vez que le tocaba y por sus paranoias – muy gochas – a la hora de moverse en una ciudad hostil, considerada una de las diez más peligrosas del mundo. Además, los tratamientos resultaban cada vez más caros y más complicados. Hacerse una simple prueba de sangre, exigía rondar varios laboratorios en busca de aquel que pudiera ofrecerle todos los resultados en un solo reporte. La última vez que se sometió al “asunto” (como gusta llamarlo) fue asaltada un par de veces y su especialista le advirtió que empezaban a mermar las condiciones para seguir intentándolo, debido a carencias de muchos tipos. Magdalena regresó a Mérida muy desalentada, hasta que se enteró de un médico milagroso ubicado en Cúcuta. Allá se fue, la primera vez manejando su propio automóvil, sorteando las dificultades para surtirse de gasolina y con el corazón llenecito de fe.  El médico aceptó convertirla en su paciente y (para hacer el cuento corto) desde hace unos 8 meses los viajes entre Cúcuta y Mérida son cada vez más frecuentes para la esperanzada futura madre.  La semana pasada, Magdalena cumplió un nuevo ciclo de preparación, cuyos resultados eran más prometedores que de costumbre. El miércoles, su doctor la mando a “rezarle a los santos” y prepararse para el implante de los embriones. Fijaron cita para el viernes a media mañana y Magdalena, feliz, se fue a Ureña a casa de unas piadosas monjitas a descansar y preparase para el gran día.
El viernes, las cosas en la frontera se pusieron, literalmente,  color de hormiga; todos sabemos – o creemos saber – porque; ante el peligro de una asonada – inminente - muchos habitantes de la frontera empezaron a medir las horas con cautela. En Mérida, Morelia buscaba noticias con angustia, hasta que finalmente pudo confirmar que el vuelo de regreso a su hogar partiría sin ella. Todas las gestiones realizadas para permitirle atravesar – aunque fuera caminando – el puente fronterizo y llegar a tiempo al aeropuerto, para tomar el avión de regreso a Miami, fueron infructuosas. Morelia perdió el vuelo y, entre horas de máxima preocupación, terminó endeudándose con una buena cantidad de dólares para poder finalmente tomar un vuelo a Miami saliendo de Barquisimeto con escala en Curazao, cuatro días después de lo previsto.
Magdalena salió del hospicio con las bendiciones de sus monjitas protectoras y se encontró con un gran alboroto en la entrada del puente. A pesar de que el cierre no había sido decretado, un par de Guardias Nacionales le impidieron el paso. Las horas transcurrieron en medio de una enorme confusión. Finalmente, en algún momento del día, se hizo efectiva la medida de cierre de las fronteras. Los embriones que Magdalena iba a recibir ese día y que pudieron haber crecido en su vientre convirtiéndola en madre, se perdieron para siempre. Ella no solo perdió una oportunidad única de realizar su maternidad, también una importante suma de dinero. Está en su casa de Mérida cumpliendo con un duelo al que no puede adjudicarle responsables, aunque los tenga clarísimos. Las cosas no están como para atreverse a volver a Cúcuta, ni siquiera cuando todo se normalice, si es que para ella algo vuelve a ser normal alguna vez.
Sarita estaba con su marido almorzando en un restaurante de Cúcuta cuando escucharon la noticia. Se llenaron de pánico: Alberto Enrique, por una de las primeras veces en su vida, estaba en San Antonio a cargo de una vecina cuyo hijo de la misma edad, mantiene la mejor amistad con su bebe de tres años. Pensando que se resolvería pronto, Sarita llamó a la vecina y esta le dio razones para mantener la calma; pero, empezaron a amontonarse las horas y el otro lado lucía cada vez más distante. El domingo, desesperada por rescatar a su hijo, Sarita tomo un avión desde Cúcuta hasta Bogotá, en Bogotá pagó carísimo un vuelo hasta Caracas y en Caracas, después de sufrir todo el maltrato que pudo soportar, logró pagar (bajo la mesa) una comisión, equivalente en bolívares al precio del boleto, para volar hasta Mérida. Allí, contrató un taxi casi tan caro como el boleto Bogotá Caracas, para llegar a San Antonio del Táchira. Después de 26 horas de haber salido de Cúcuta, Sarita pudo volver a darle un tetero a su bebé. Mientras tanto, Alberto está cerrando la negociación para alquilar una casita en el lado más lejano de la frontera con Venezuela del Norte de Santander y Sarita está pensando en volver a hacer el largo recorrido de regreso a Colombia. Ambos tienen muy claro que para ellos  se acabó Venezuela.
Estas tres historias, auténticas, las conocí durante el fin de semana que lleva el conflicto Colombo Venezolano, de cuyas causas se ha hablado hasta la saciedad. Supongo que, las que no he sabido, se cuentan por miles.  Como las que pueden contar los mil doce colombianos deportados de Venezuela en las últimas horas. Cómo las que pueden contar los cientos de venezolanos atrapados en una frontera que (siempre tuvo sus bemoles, es verdad) pero, cubría de soluciones LEGALES, la vida - y el fracaso de otros - mucho más allá del pedacito de tierra y desconsuelo que nosotros, los gochos de bien, conocemos como San Antonio del Táchira. Mucho, muchísimo más.

lunes, 17 de agosto de 2015

De Liana a la humanidad....


De Liana Hergueta se conocen dos cosas básicas: que en algún momento quiso comprar unos dólares (da igual si fueron 30 o 5.000) siendo estafada  y que militaba en Voluntad Popular.  Todo lo demás es información policial relacionada con la abominable forma en que encontró la muerte. La mujer, de 53 años de edad, fue violada, asfixiada y desmembrada por un par de sicarios, contratados a tal efecto por el hombre que días antes la había timado al proponerle una negociación – vía mercado negro – en la que la hoy occisa, (última página dixit) obtendría los dólares que quería. De Liana Hergueta se desconoce casi todo. Una búsqueda – no muy exhaustiva, debo admitir – deja a esta victima de su propio afán tremendista de justicia, en el limbo de los desconocidos que adquieren efímera fama por las causas más equivocadas y monstruosas.  La mujer que era Liana, su vida, sus aspiraciones, sus sueños, sus metas; lo que hace a una persona ser gente, ha sido borrado de los informes periodísticos para darle paso a lo que parece ser la más importante revelación tras el crimen que acabó con su vida: las posibles motivaciones políticas de quien encargó el trabajito. La basura politiquera de siempre.
De los asesinos de Liana se conoce mucho más: principalmente porque se conocen dos versiones completamente opuestas – como el país – según la cual, son patriotas cooperantes infiltrados en las filas de la oposición, o son brazos armados de una sección muy oscura de la oposición venezolana, dedicada a cobrarse con horrible saña las afrentas que impiden,  a ciertos líderes de poca monta, escalar los peldaños de su “carrera política”. De los asesinos de Liana se han escrito y publicado más centímetros de prensa que de cualquier otro criminal de nuestro tiempo. Las fotografías de ambos, en una descarada exhibición de cercanía con el poder, han circulado sin freno por todas las vías imaginables, abarrotando las redes sociales hasta viralizarse de manera grotesca. Son los “bad boys” del momento.  Fotografías que, por cierto, muestran a un par de muchachos jóvenes, sonrientes y con cara de pasarla muy bien, incapaces de toda la maldad desplegada en el momento de cumplir con el “encarguito” que le costó la vida a una desconocida mujer venezolana de 53 años de edad, cuyas fotos, aunque no tan famosas como las de sus verdugos, muestran una mujer en el esplendor de esa belleza voluptuosa que tanto éxito tiene por estos lados.
En su monumental e imprescindible obra “Y Salimos a matar gente” el padre Alejandro Moreno dedica un espacio importante a la personalidad narcisista del hombre que es capaz de semejante tipo de atrocidades. La siquiatría, en muchísimas oportunidades, ha dado fe de las motivaciones exhibicionistas que potencian el comportamiento de la mayoría de los criminales. Hoy, es un hecho aceptado que, una buena parte de los crímenes que se cometen  en nuestro diario convivir con la desgracia, esconden un deseo de estrellato inmediato (tan fugaz como el que más) impulsador de conductas completamente vergonzantes para la raza humana. Es algo de lo que hablamos sin ninguna pena cuando nos referimos a esto-que-nos-está-pasando; aun así, continuamos  abonando el sendero de fama que nunca debería transitar quien comete una barbaridad como esa de la que fue víctima la Sra. Hergueta y que, hoy, ha convertido en tema de conversación a tres muchachos menores de 30 años, ansiosos de las dos razones que parecen ser primordiales en la construcción de un criminal: figuración y poder. Súmele a eso la asquerosa manipulación politiquera de estos tiempos y tendrá en sus manos un coctel tan peligroso como la bomba que cayó sobre Hiroshima.
¿En qué momento nos convertimos en eso? ¿Qué pasó para que un criminal vendiera más periódicos y obtuviera más “likes” que su víctima? ¿Alguno de nosotros entiende lo que hace cada vez que pulsa el botón de “me gusta” que acompaña la mayoría de las redes sociales? ¿Alguno de nosotros es capaz de hacer buen uso de la sección comentarios de la prensa virtual? Puesto a hacerlo, tendría millones más de preguntas a las que, seguramente, muy poca gente puede darles una respuesta. Del mismo modo como nos alegramos por la cornada sufrida por un torero, del mismo modo como aplaudimos el linchamiento de un malandro cogido en falta, del mismo modo como aceptamos que un suicida “estaba loco”, del mismo modo como damos gracias a Dios porque el tiro que recibimos en intercambio por el celular, solo nos dejó ciegos;  de ese mismo modo, despojamos de sus vidas a todas las Lianas Herguetas que diariamente caen en esta escalada interminable del hampa como si, verdaderamente, esas fueran historias de vida prescindibles.  Nadie sabe a quién amaba Liana, por ejemplo. Todos sabemos en qué pasos andaba el monstruo que la descuartizó.
El crimen de Liana, la imprudencia que le costó la vida a Liana, empezó en la misma red social que decidió borrarla para siempre de la memoria del colectivo, mancillarla doblemente después del estupro (en este país todo el mundo compra y vende dólares en mercado negro) descuartizar sus pasos vitales con la misma maldad con la que fue cercenado su cuerpo, convertir los logros de su vida en un currículo ligado a guarimbas y otras  de esas palabras que espeluznan al régimen. La muerte de Liana se convirtió en una discusión tan estéril como innecesaria: a qué bando pertenecían sus asesinos.
Da grima constatar que, estar en un bando o en otro,  es la única cosa que iguala las dos partes desiguales de país en que convertimos esta cosa que algunos llaman patria.

lunes, 10 de agosto de 2015

Lo que eramos...


Debo admitir que entre mis numerosas manías, las relacionadas con el arte de la mesa, ocupan un lugar bastante destacado. En parte porque padezco de algunas intolerancias, en parte porque verdaderamente soy muy exigente, a mí, lo de comer, cualquier cosita, no se me da. Entre mis amigos soy tenido por bicho raro pues, entre otras cosas, no me gusta la pizza (tengo una razón importantísima para ello que no voy a contar por decente) no soy fanático del chocolate (puesto ante una carta de postres, impepinablemente, voy a pedir el que no contenga cacao) no me gusta el café y soy experto en desmontarle a cualquier chef, por muy cinco estrellas que sea,  su más famosa propuesta gastronómica. He tenido momentos de gloria en eso: memorable es la noche en que sentado ante la mesa de uno de los más famosos sushi bar de Manhattan, me dediqué a exigir combinaciones para mis rolls que no estaban en el menú (o si estaban, pero no como yo las quería) muy para desconsuelo (y disgusto) de los encargados de la cocina, quienes me complacieron por pura suerte de principiante. Es una de mis tantas peculiaridades: me encanta comer, pero a mi modo. A lo mejor se lo debo a mi mamá, quien después de escuchar varias veces las explicaciones del Maître en cualquier restaurant en que se sentaba, pedía algún platillo que no figuraba en la carta.
Ir a restaurantes, conmigo, puede no ser la mejor experiencia del mundo. No soporto al comensal snob que pide el plato más caro de la carta por dárselas de sofisticado (sobre todo si no ha de pagarlo) para no saber luego cómo se come y, mucho menos, aguanto callado un mal servicio o un plato desangelado, ambas por cierto, calamidades del yantar diario de esta tierra de gracias. Sin embargo, me encanta un restaurante. Desde siempre. Me encanta el rito de ir a comer con gente querida y convertir la ocasión en una fiesta. He llegado, además, a una edad en que eso es lo que mejor se me da. Me siento fuera de lugar en un bar de copas (tomo muy poco alcohol) y creo que fingiría un virus mortal contagioso antes de entrar a una discoteca “de las de ahora”. Supongo que es la edad; no hace mucho era yo, quien bajaba la santamaría del ICE PALACE cada fin de semana.  Ya no dudo que, como bien lo escribió García Márquez, la nostalgia es una trampa; por eso le he agradecido tanto a mi querido Alberto Veloz, que me haya llamado la atención sobre su impecable serie de artículos publicados en la revista Bienmesabe sobre los “comederos” que engalanaban la ciudad que dejamos perder pues, ante el desaguisado, es un auténtico privilegio saber que,  haber aprendido a comer visitando los  lugares que dieron forma a la Caracas perdida, es una de las tantas maravillas que me acompañarán en el cajón de la eternidad.
“No es tomar champagne, que cualquiera toma, es el dedo, la cultura….” Dice Cabrujas en la voz de Herminia Briceño viuda de Petit, en uno de los memorables monólogos de esa oda a la venezolanidad bien contada que es ACTO CULTURAL.  Los lugares se graban en la memoria no solo porque sirven buena comida, sino porque - Brillat Savarín mediante - se hacen cargo de nuestra felicidad durante todo el tiempo en que permanecemos bajo su techo. Y eso, por ejemplo, hizo que algunos lugares de los mencionados por Alberto en sus magnificas crónicas, revolvieran mis mejores recuerdos: El Parque, por mencionar uno, un restaurante que hizo por la vida cultural de Caracas, mucho más de lo que hicimos los que nos tocaba,  por cualquier razón, dedicarnos a darle vida a la cultura que se hacía (mucha, por cierto) en una ciudad que permitimos se fuera despedazando en el tiempo y convirtiéndose en territorio de hostilidades incomprensibles.
Estaba situado en lo que una gran amiga mía llamó una vez, “el punto desde donde se abre el compas para darle forma al círculo que es Caracas”: el centro de ese magnífico entorno urbano llamado Parque Central. Era un jardín tropical, poblado de mesas decoradas en tonos beige y marrón, algunas bajo un esplendido toldo amarillo, con mucha formal informalidad, una excelente carta que no decepcionaba cuando se materializaba en tu mesa y gente, toda la gente culturosa de este mundo. Amigos que brincaban de mesa en mesa para tomar un trago contigo, meter la cuchara en tu postre o hacerte reír por un buen rato mientras se convertían en parte del inventario. Era habitual ver a Sofía Imber (creo que ese era su comedor personal) robándole horas a su museo para hacerlo más museo,  o a José Antonio Abreu agilizar su frugalidad de monasterio mientras pergeñaba las primeras notas de su Sistema, o a Elías Pérez Borjas fruncir el ceño en una mesa muy bien atendida mientras hacía del Teresa aquello que ya no existe. Tuve la suerte de sentarme (por orden de Isaac Chocrón)  en una mesa con Gloria Zea de Uribe y Patty Cisneros para sonreírles amable, mientras las dos se ponían de acuerdo en lo que fue el patrocinio de uno de los más ambiciosos proyectos de intercambio artístico - cultural latinoamericano, cuya firma finalmente se celebró con una gran comilona presidida por Sergio Renan en la terraza del Parque. Incontables veces, un viernes,  mudé mi oficina a una mesa del Restaurante El Parque, en Parque Central, para desde allí sentir que pertenecía a un mundo que se formaba ante mis ojos sin otro presentimiento que un futuro brillante.
De entre miles, rescato una anécdota premonitoria que se me ha instalado en la mente desde que el recuerdo de ese magnífico restaurante revivió mis morriñas. Un día, Isaac Chocrón me pidió que me uniera a un almuerzo que ofrecía para un pequeño grupo de personas en homenaje a Enrique Iglesias, entonces presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (no el cantante famoso hijo de Isabel Presyler) a celebrarse - donde más -  en El Parque. En realidad, como siempre lo exigió mi trabajo a su lado, mi presencia en ese almuerzo se debía más bien a su interés en que todo saliera de manera impecable, como merecía el ilustre visitante.  Sentados a la mesa, un buen grupo de pesos pesados de las finanzas y las artes de entonces (materias ambas que el anfitrión dominaba con éxito) las horas transcurrían sin que nadie diera ninguna señal de que el condumio llegaba a su fin. Postres, cafés y bajativos más tarde, los invitados seguían llenando sus vasos de whisky y hablando a todo pulmón de cosas cada  vez más estridentes; de pronto, el Dr. Iglesias se volteó y le dijo a Isaac (su amigo desde hacía muchos años)
 
-          Chocrón, esto es increíble, un país no puede paralizarse un viernes completo por causa de un buen restaurante, esto no va a durarles mucho tiempo;  aunque sea viernes….la gente tiene que trabajar!!!
 
Entonces se levantó de la mesa, se despidió con toda amabilidad y dio por terminado el convite.
Ha sido ahora, unos 25 años después que he entendido su vaticinio lapidario: “La gente tiene que trabajar”….es cierto, Dr. Iglesias; la gente tendría que trabajar….

miércoles, 5 de agosto de 2015

Ni tanto que quemen al santo...

 
In my village in Zimbabwe, surrounded by wildlife conservation areas, no lion has ever been beloved, or granted an affectionate nickname. They are objects of terror.
Goodwell Nzou (Zimbabwe) is a doctoral student in molecular and cellular biosciences at Wake Forest University.

Mi casa de Houston estaba ubicada en un tranquilo – césped manicureado – conjunto residencial cerrado, compuesto por unos 40 townhomes en los que habitaban, principalmente, parejas jóvenes empezando su andadura por la vida. Aunque nunca los conocí íntimamente (cercanamente o de ninguna forma, tampoco) mis vecinos eran la más variada representación de eso que se llama la clase media norteamericana: un par de buenos automóviles en sus garajes, una decente hipoteca en sus bancos, una casa tranquilita y bien montada, uno o dos niños en edad casi escolar (rubiecitos y lindos como salidos de aquella canción de Rubén Blades) y una señora mexicana que llegaba en las mañanas a ocuparse de mantener la mesa en su santo lugar, y se iba en la tardecita con la satisfacción en el rostro de algunos pesos en el bolsillo. Sus vidas, la de mis vecinos, transcurrían plácidamente puertas adentro, en una ciudad demasiado caliente para que sea de otro modo y, si acaso, un leve ladrido de mascotas bien entrenadas era todo lo que interrumpía ese idílico paraíso en el que estaban prohibidas un montón de actividades perturbadoras de la paz vecinal.
Mi hora de comenzar el día solía ser un poco más tarde que el resto de la humanidad, por lo que paseaba las calles de mi urbanización, la mayoría de las veces, un rato después que los abnegados madres y padres del barrio lo hacían. Día tras día, mi primera impresión de las mañanas, me la daba un grupo parlanchín y simpático de Lupitas caminando bajo ese solazo inclemente de Houston al mando de cochecitos infantiles – último modelo – en el que retozaban fascinados los rubiecitos que les dejaban a cargo. Formaban un grupo muy divertido que hablaban un delicioso spanglish y saludaban con alborozo el paso de mi automóvil. A mi regreso, casi siempre cerca de las 6 o 7 de la tarde, ese panorama de Lupitas, se transformaba en Kathleens and Marys, aun trajeadas de oficina (no hay nada más feo que un taller del rack de remates de Saks Fifth Avenue combinado con sneakers, por cierto) corriendo con idéntico alborozo tras TODO el muestrario de la existencia canina de este mundo, a los que limpiaban sus desperdicios, enseñaban lo poco que puede enseñárseles y carantoñeaban con alegrías dignas de mejor causa. Los rubiecitos divinos, perfectamente alimentados y atendidos por Lupita y sus tamales, nunca formaban parte de ese panorama. Seguramente ya habían recibido su dosis de amor maternal y estaban adentro (como debe ser) lo que pasa es que poquísimas veces los vi en otras manos que no fueran las de su Lupita de turno.
Un día, mi vecindario se estremeció por una tragedia pavorosa. Una de las Lupitas, una que yo había comenzado a “cortejar” para que me incluyera en su lista de compradores de tamales de elote (los hacia exquisitos) dejó la puerta de servicio abierta, permitiendo el escape a toda carrera de Cookie, una Pomerania espantosamente escandalosa que vivía en mi lado de la calle. La desgracia hizo que Cookie se tropezara de frente con un automovilista foráneo que pasaba por el camino y resultara tan mal herida, que fue necesario ponerla a dormir. Creo que esa fue la única vez que vi a mis vecinos congregarse en las áreas comunes del complejo residencial. Su objetivo: responsabilizar a Lupita (me permito aclarar que no es un nombre ficticio, Lupita se llama Lupita) de la absurda muerte de Cookie. Desde mi porche los vi increparla, amenazarla e incluso llegué a escuchar a una china insoportable que vivía a mi lado, sugerir que llamaran a “la migra” para dar cabida al consabido argumento de que seguramente Lupita era ilegal. La muerte accidental de Cookie, dio al traste - a gritos comunitarios - con el trabajo, las referencias y la esperanza de futuro mejor de la mujer mexicana que daba la vida por el niño parido por la “mamá” de Cookie.
Han pasado algunos años de ese día que no he podido olvidar. He vivido incidentes parecidos ante los que levanto una ceja tolerante; hasta que al Doctor Walter Palmer, se le ocurre, en ejercicio legitimo de su derecho a tener mucha plata bien ganada, gastarse 50 mil dólares en irse de cacería a Zimbabwe y tropezarse, para su desgracia, con un león (posiblemente) protegido por la Universidad de Oxford al que le metió un par de plomazos para después posar orgulloso frente a su trofeo de caza (igualito como William Phelps posa junto a sus medallas de natación) Pobrecito imbécil, ese gesto egocéntrico de macho rico, le costó su vida. Si en este momento hay un hombre odiado en Norteamérica, ninguno lo es más que Dr. Palmer. Ninguno,  y eso que imbéciles los hay de todo tipo y alguno podría incluso sentarse a imbecilizar la misma silla que cubrió de gloria a Abraham Lincoln.  La foto de Dr. Palmer al lado del león, le ha dado la vuelta al mundo varias veces disparando tales arranques de odio, que el pobre hombre ha tenido que cerrar su consulta odontológica y desaparecer de la vista pública. Supongo que en este momento, ser hijo o hermano de Walter Palmer es la peor cosa que puede sucederle a norteamericano alguno.
Entre tanto, en Zimbabwe, el 39% de los niños que tienen la suerte de nacer sanos mueren porque no tienen alimento que llevarse a la boca. En Zimbabwe, con frecuencia, un adolescente que logra sobrevivir a su hambruna, muere convertido en alimento de leones. En Zimbabwe, un ciudadano normal vive con menos de 150 dólares al mes. En Zimbabwe un dictador horroroso llamado Robert Mugabe, amasa una fortuna personal que sobrepasa los 150 millones de dólares y ejerce la más sangrienta represión que se conozca, mientras celebra - asando elefantes bebé – banquetes a todo trapo para cantarse las mañanitas.  En Zimbabwe, como bien lo escribe Goodwell Nzou en el New YorkTimes, la vida es extraordinariamente difícil y un león es objeto de terror.
Eso no quiere decir que haya que exterminarlos todos, como seguramente algún destemplado pensará que estoy sugiriendo, tampoco quiere decir que haya que darle rueda libre a los placeres mediáticos de los millonarios cazadores norteamericanos (o de cualquier nacionalidad) que pagan cifras astronómicas por dispararle tanto a leones como a jirafas y/o pequeños animales herbívoros. No. Después de todo, cazar es un acto violento que no tiene mayor recompensa que el ego inflamado del que dispara; pero, ni tanto que quemen el santo, ni tanto que no lo alumbren. Si van a arruinarle la vida a Walter Palmer por haber matado un león cuyo estrellato existía solo en la vida de un puñado de norteamericanos desocupados, hagan el mismo escándalo para ver si ponemos un freno, entre todos, al hambre terrible que padecen los niños de Zimbabwe y de una buena parte de África.
Yo se que una vida es una vida y vale mucho. Pero la de Goodwell Nzou, por ejemplo, un estudiante Zimbabwense de doctorado en la Universidad de Wake Forest, que perdió su pierna por la mordedura de una serpiente cuando era pobre y jovencito en su villa natal africana, (una serpiente, reino animal, como Cecil) quizá sea un poquito más vida que la de una manada de leones africanos y de eso, nadie ha dicho nada. Perdon, sí:  Jimmy Kimmel (hablando de imbéciles) pidió en su show de TV que se haga una donación al Wildlife Conservation Research Unit de la Universidad de Oxford, en Norteamérica for God´s sake!!
Lamentamos mucho la muerte de Cecil, está bien lo entiendo; pero me hubiera gustado más que cada tweet incendiario pidiendo la cabeza de Dr. Palmer estuviese acompañado de mil, pidiendo la de Mugabe y que, los niños de Zimbabwe, victimas de horrores mucho más graves que un cazador furtivo, recibieran la misma atención que el dentista; pero, ni modo, ellos no tienen la “suerte” de mis preciosos rubiecitos de Houston y sus amadas Lupitas, ni mamás que se ven divinas recogiendo la caca de sus perros en los jardines de sus casas clase media…

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