domingo, 27 de septiembre de 2015

Daniel, o lo que no se debe vivir a los 12 años

Como a la mayoría de los niños de su edad, a Daniel "le gusta el rio, jugar al futbol y estar ausente". Le gusta su abuela también. Mucho. Esa es la razón por la que mantiene, a pesar de los pesares, una línea permanentemente abierta con este pedazo de sol en el que abue y él se enseñan mutuamente a ser adultos. A lo mejor también por el futbol, qué aquí puede jugar a cualquier hora, Daniel hace maletas todos los años para aprovechar el verano, escapando de los rigores climáticos escandinavos. Para todos, es ganancia. Cada vez está más cerca el día en que, con una mochila al hombro, los veranos de Daniel sirvan para mandarle emoticones de amor a su abuela desde los rincones más exóticos del mundo.
La madre de Daniel vive en un pueblo de Suecia desde hace un montón de años, entregada a una orgiástica sucesión de estudios y especializaciones que la ponen cada vez más lejos del regreso a esto. Abue, no solo lo sabe, la apoya con el corazón arrugado de saberse cabeza de una familia skype compuesta por tres: ella, la hija brillante (a quien salir tiene) y el nieto bañado de virtudes. Ni modo. Lo único innegociable, es su placer a ejercer de abuela, a tiempo completo, por lo menos una vez al año, llueve truene o relampaguee.
La familia extendida de Daniel somos nosotros, una red vasta y variopinta de amigos a quienes Daniel saluda con cariño y por su nombre cada vez que nos visita, pues su abuela (una mujer gregaria y maravillosa a quien veo como mi familia) nos regala su alegría por la llegada del nieto, haciéndonos vivir cada uno de los días que Daniel pasa entre nosotros, como el gran evento que es. Esta vez, por ejemplo, hicimos con Daniel una Primera Comunión sin prosopopeyas de pueblo, que celebramos con arepas de pernil y una caimanera y vivimos,  también, minuto a minuto, su epopeya, que es normal en estos tiempos de guerra y que, a pesar del final feliz, nos dejó un regusto ocre y produjo un susto horrible, al otro lado del océano, a una mamá que nunca imaginó el inmerecido mal rato al que sometieron a su niño cuando regresaba a casa y al cole.
Resulta que Daniel nació en Suecia. Sus padres, los dos, son venezolanos. Daniel es sueco en Suecia, pero su vida es venezolana fuera y dentro de Venezuela, aunque haya renunciado a tener papeles venezolanos debido a la ineficiencia de nuestro servicio exterior y le toque enfrentar la frontera armado de un pasaporte sueco en el que abundan sellos y visados convenientemente bolivarianos.
Aun cuando un ciudadano sueco no necesita visa para entrar a Venezuela, Daniel, por sacarle jugo a los días con los suyos, necesitó extender el permiso de estadía en Venezuela que le otorgaron el día de su llegada; ese trámite lo hizo su abuela en el momento indicado, pagando lo que tenía que pagar y consignando todas las fotocopias que debía consignar en un proceso que, por cierto, dejó al niño indocumentado por tres semanas. A pesar de lo difícil que puede ser poner en vocablos oficiales el "me quiero (y puedo) quedar con mi abue un par de semanas más e ir unos días con mi papá para la playa porque me provoca hartarme de empanadas de cazón y recoger chipichipis" las autoridades comprendieron la "justificación de motivos" y otorgaron una prórroga que se vence en Noviembre.
Daniel intentó salir mucho antes; es más Daniel escasamente utilizó un par de semanas de la prórroga (si, las dos de Margarita y las empanadas) a tiempo se fue para el aeropuerto a agarrar un avión que lo devolviera a Suecia, vía Madrid, donde lo esperaba su madre. Ahí, se les acabó a todos el cuatro en el corazón: Cuando en inmigración vieron que el chamo tenia aquí más de tres meses, le exigieron un permiso apostillado, firmado por su mamá que autorizara su regreso a casa, aun cuando ese trámite de salida sucedía en presencia del papá, quien tiene la doble nacionalidad sueca/venezolana y ninguna intención de hacerle daño a su hijo.
No hubo manera. Ese jueves, Daniel perdió el vuelo de Conviasa que lo llevaría a Madrid, la madre, el dinero que había presupuestado para recibirlo en Barajas y  emprender vuelo (low cost) a Estocolmo y todos, ella la primera por supuesto, los nervios y la paciencia. La razón, absurda, era de simpleza burocrática: si el niño (venezolano de origen) había extendido su tiempo en Venezuela, los permisos firmados por la madre en embajadas escandinavas QUE NO TENIAN FECHA DE VENCIMIENTO, ya no eran válidos. De ahí se agarraron los intransigentes oficiales de la puerta de salida de nuestra gran frontera cinética para amargarle la vida a Daniel, presa de un ataque de pánico idéntico al de un culpable que no ha cometido delito.
Así comenzó el viacrucis. La embajada Venezolana en Madrid negó el permiso porque el niño es sueco. La Embajada Sueca se interesó, pero exigió una "nota formal" de la Embajada Venezolana, la embajada Venezolana se negó a emitir la nota y le cerró - literalmente - la puerta en la nariz a la madre desesperada. El Consulado Venezolano evitó toda participación en el asunto "porque el niño es sueco" y las cosas se empezaron a complicar sin remedio. Entre tanto, todos los días Daniel y su papá bajaban a Maiquetía para diligencias cada vez más desoladoras. Era como hablar con una pared. Pasados seis días los counters de emigración se mantenían cerrados a cal y canto, ahora porque, además, desconocían la prórroga que el SAIME había otorgado.
Y se hizo el viernes. Daniel y su padre llegaron como todos los días a las puertas de salida con su súplica de una semana, cuando se enteraron que Marco Coello había logrado salir de Venezuela en el vuelo regular de una aerolínea comercial. La oficial de turno les auguró mayores calamidades y el mundo se le puso chiquitico a Daniel; pero, en esa conversación salió a relucir un nombre, el de un comandante en cuyas manos ella ponía la salida del niño, dispuesto (gracias a Coello) a una guardia inusual el lunes.
Fue el más angustioso de todos los fines de semana que Daniel ha vivido en sus doce años de vida; sin embargo, el lunes amaneció resuelto a volver a abrazar a su mamá (con esperanzas en huelga en la casa de una amiga en Madrid). Llegaron a Maiquetía, Daniel y su papá buscaron al comandante, este los escuchó, agarró a Daniel de la mano y - sin ni siquiera sellarle el pasaporte - le entregó un boarding pass para el vuelo de Conviasa de ese día. El niño apenas si tuvo tiempo para medio abrazar a su padre, a las dos de la tarde lo metieron - solo - en un salón de Conviasa y allí estuvo inmóvil hasta que una azafata lo sentó en el avión a las 5 y 30 de la tarde.
Cuando despertó, Daniel estaba engomado a su mamá en el aeropuerto de Barajas. Tratando de explicar la aventura de la última semana, llegó a la conclusión de que si era por entender, él no había entendido nada e hizo una pregunta que todos nosotros estamos haciéndonos (inútilmente) desde el mismo momento en que supimos del final - feliz - de su odisea:
-          "Si era tan difícil que yo saliera de Venezuela porque estaba en riesgo mi seguridad personal y todo eso, ¿Cómo fue que un militar lo logró sin consultarlo con nadie ni revisar ninguno de mis papeles?"....

lunes, 21 de septiembre de 2015

Y esto, ¿qué fue?

En general, los aeropuertos son unos lugares horribles. Unos espacios hostiles en los que es imposible hacer un poco de humanidad.  Fríos, hechos para que uno recuerde la inseguridad de vivir de paso en cualquier lugar del mundo, me producen espanto. A pesar de ser un viajero empedernido,  pasar por un  aeropuerto es una cosa que no logro superar, si  los aguanto, es solo por la feliz expectativa que me produce salir de viaje; pero, los obviaría, si pudiera.
No estoy refiriéndome a ningún aeropuerto en particular.  Aunque entre los peores del mundo figure el de Maiquetía (un sitio que sencillamente aborrezco) yo me he sentido igual de mal en el aeropuerto Kennedy que en el Charles de Gaulle o  Lidosta. Una vez, estuve tan turbado al aterrizar en el aeropuerto de Frankfurt, que entré tres veces al país y necesité ayuda policial para comprender lo que seguía a continuación. Sin embargo, creo que pocas cosas igualan lo que me produce pasar por un aeropuerto venezolano de provincia; la razón he de nombrarla como si fuera, yo,  un discípulo iluminado: La ley de la atracción. Si para alguien existe ese enunciado de calamidades, no hay duda que,  para mí, parece haber sido creada. Mis anécdotas aeroportuarias llenarían páginas y páginas de cuentos maniáticos. No obstante, pocas pueden que igualen la confusión que todavía resuena en mi cerebro, después que hace unas tres semanas, tuve que pasarme una tarde en la terminal del Aeropuerto “Juan Pablo Pérez Alfonzo” que sirve a la ¿ciudad? de El Vigía. (Por cierto, no puedo ni empezar  a imaginar lo que sentirá el alma del conspicuo Dr. Pérez Alfonzo al enterarse de que semejante cosa lleva su nombre) No, no pienso aburrirlos desgranando los horrores de ese lugar, convertido en mercadillo de ordinarieces por obra y gracia de lo mismo que tiene al país – todo - en ese ayayay. No. Voy a narrarles una conversación y sus circunstancias, con la sana intención de que alguien me ayude a encontrarle explicación a semejante locura:
Llegué muy temprano al aeropuerto, porque quería evitarme que algunas de las cosas insólitas que me suceden a mí y solo a mí, arruinaran mi salida a Caracas para lo que significó (oh pobreza de bolsillo) mis cortas y muy agradables vacaciones de Agosto. Cumplidos los trámites de registro, consignación de equipaje y pago de impuesto - cosas que suelo hacer con automatismo de robot y cara de pocos amigos - decidí instalarme en el restaurante con la intención de hacer un poco más llevadera la espera. Resulta que,  poco antes, una amiga me había encargado escribirle un par de cuartillas sobre el problema fronterizo venezolano, (entonces “en pleno desarrollo”)  para remitirlas a un medio independiente con el que ella trabaja en Londres;  ergo, las cuartillas en cuestión debían ser escritas en Inglés. No había adelantado ni el título y consideré ese, el momento apropiado para cumplir el encargo. Me senté en una mesa, abrí mi tablet y coloqué a un lado el teléfono también abierto, en el que había archivado algunos artículos que me servirían de consulta. Empecé a escribir abstrayéndome de toda distracción (debo dar gracias al altísimo, pues yo para escribir y leer lo único que necesito es tener los ojos abiertos) consultando cada cierto tiempo los archivos de mi teléfono y  avanzando en mi borrador, sin notar la presencia de personas o el intenso tráfico del incómodo aeropuerto en esa época del año. Creo que habían pasado dos horas cuando, de pronto, más por molestia visual que por otra cosa, me di cuenta que dos trabajadores del Instituto de Aeropuertos (eso decía la identificación que más tarde pude leer en el bolsillo de sus camisas) rodeaban mi mesa  como dos moscardones empeñados en molestar,  pero,  con poca intención – eso creí al principio – de enterrar la ponzoña. Pasaban muy cerca de mi mesa, caminaban en círculo y volvían a retirarse,  sin otra cosa que aumentarme la angustia producida por mi aeropuertofobia.
Unos quince minutos de esa danza y la voz clarísima de uno de los esmerados funcionarios interrumpió mi trabajo:
-          Buenas tardes, profesor, (eso es normal, no sé por qué, a mi todo el mundo me dice profesor)
-          Buenas tardes, dígame…
-          ¿Trabajandito?
-          Aprovechando el tiempo
-          Está dándose duro con la escritura… ¿no?
-          Si…un poco…
-          ¿y…qué tanto escribe?
-          ¿Quiere ver?
-          No…no se preocupe (miran de soslayo la pantalla de la tablet y descubren algo que les cambia la expresión simpática de la cara)
-          Ahhh…pero es que eso no es español… ¿verdad?
-          No…no es español
-          Y usted… ¿Por qué escribe en inglés? …¿para que no lo entiendan?
-          No…escribo en inglés…porque tengo una novia en Estados Unidos (mentir, a veces,  se me da muy bien)
-          ¿Y usted se buscó una novia gringa habiendo tanta mujer aquí?
-          Pues si…
-          ¿Me muestra su pasaporte? 
-          No lo tengo aquí
-          Pero… ¿y usted no va a viajar?
-          Si….pero para Caracas….
-          Raro eso ¿no?... (se dicen el uno al otro con cara de quien descubre la guarida del Chapo Guzmán)…muéstreme la cédula, entonces, pues…
 
(En pleno modo aeropuerto, saco mi cédula de identidad y se las entrego)
(En pleno modo funcionarios públicos / autoridades, revisan la cédula como si ese papelito tuviera alguna revelación encriptada)
-          Ahh…bueno…tenga cuidado con la vista, no se le echen a perder los ojos con la escribidera…buen viaje….
 
El par de gorilas, rigurosamente vestidos de rojo, se alejaron tal como habían venido. Yo cerré mi tablet. Cerré mi teléfono, pagué mi cuenta (517 bolívares por un batido de fresas y un pastel rancio de higos) y caminé despacio, con el corazón amotinado en el esófago,  hasta la sala de espera. Allí busque el rincón más escondido que pude hallar entre la muchedumbre que esperaba la salida de dos vuelos simultáneos a Maiquetía y me fundí en el anonimato.
Hasta el día de hoy intento encontrarle significado al celo de los trabajadores del Instituto Autónomo de Aeropuertos destacados en El Vigía;  pero, las aproximaciones conseguidas, en conversaciones con amigos y ratos largos de reflexión, son tan aterradoras,  que he preferido recordarlo como una más de las cosas que le suceden al Pato Lucas y a mi. Después de todo, estaba en un aeropuerto de Venezuela, el país de los asombros enmudecedores.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Y gritaron sobre su tumba...

Ayer murió Doña Yolanda. Combatió los horrores de la enfermedad por largo tiempo, hasta que ayer, en su casa de toda la vida, ajustó sus últimas cuentas con el de arriba y cerró sus ojos para siempre. Correspondería, aquí, decir que lo hizo tranquila y rodeada de los suyos, cosa que es cierta; solo que el paso a la eternidad ocurrió en esta Venezuela de casualidades asombrosas.
A media mañana empezaron a aparecer las señales del día fijado. Doña Yolanda respondía muy débilmente a las artes de supervivencia con las que habían logrado engañar la muerte en los últimos meses; a la casa de El Cafetal, empezaron a llegar hijos y nietos dispuestos a enfrentar la despedida, algunos de los amigos de toda la vida también. 85 años de vivir entre nosotros no se borran de un plumazo; por lo menos, no sin que ello implique ritos a los que somos tan afectos los andinos. Puede ser que el reloj marcara las 2 y 15 de la tarde, puede haber sido poco después, o antes, no es ese momento de certezas. En algún instante cercano a la primera hora de la tarde, Doña Yolanda murió.
El Cafetal, esa urbanización caraqueña inventada por el Banco Obrero en los años de Leoni, tiene particularidades entrañables, la más notoria: es un barrio clase media-media en cuyas quintas – remozadas con lo mejor de la estética adeca -  aun reside una mayoría de quienes allí se mudaron por vez primera,  con fe en el futuro. Doña Yolanda y su marido, vinieron de Mérida para engrosar esas filas y allí, en su casa grata y bien montada de la Avenida El Limón, vieron crecer a sus hijos y darle forma a la vida. Sortearon dificultades y celebraron lo que hay que celebrar. Vivieron pues, sin mayores cuentos que contar, hasta ayer un poco después de las 2 de la tarde.
Cuenta una hija que la primera detonación la agarró en el momento en que empezaba a asimilar la despedida con dolor de certeza. Que todavía estaba tibio el cuerpo de su madre, cuando escucharon algo parecido a una ráfaga de disparos que provenían del amplio patio de la residencia. Dice también que,  demasiado aturdidos por el estupor de esos primeros minutos de duelo, no captaron en su exactitud el significado de esos ruidos que alteraban las oraciones del buen morir entonadas en la habitación materna. Fue unos minutos más tarde, cuando salió de ese cuarto a enfrentar la vida, que pudo darse cuenta,  más o menos, de lo acontecido a su alrededor. Estaba en el teléfono notificando a la agencia de servicios funerarios la mala hora, cuando, provenientes del patio y con armas en la mano, la abordaron los malandros.
-          Dame lo de valor y quédate quieta (no habría estado de mas un “dame lo de valor y te acompaño en la pena”,  pero, todavía,  nadie había abierto el pesamario)
Entonces ella reaccionó con desgano. Era más importante la funeraria. No respondió. Los malandros, sorprendidos con su renuencia – involuntaria, por demás -  le dieron “un chance” para que, parsimoniosamente, terminara la llamada. A su lado, escucharon todo, entendiendo las circunstancias.  Ella se atreve a decir que le pareció que en algún momento los tipos bajaron la mirada, guardaron las armas y se descubrieron la cabeza; pero puede ser que eso lo haya inventado su memoria de Clemente de la Cerda. Lo que si vio, lo que si no es invento alguno, fue la retirada de los delincuentes, su esfumarse en el cerro que bordea por detrás a la Avenida El Limón,  en el momento justo en que sonó el timbre de la casa.
Uno de los hermanos acudió a la puerta. Eran los correctos empleados de la Funeraria prestos a cumplir con el deber. En un lado de la cama, los atuendos apropiados esperaban su turno para convertirse en mortaja. Los hijos, uno a uno, besaron a la madre por última vez y empezaron a salir de la habitación, cuando fueron sorprendidos por una nueva ráfaga de disparos y un contingente de policía militar en la puerta de la casa, abierta de par en par, como acostumbramos hacer los andinos cuando empezamos la preparación de un luto. Los deudos, aturdidos, corrieron de regreso a la habitación como pensando que el cuerpo exánime de la madre iba a protegerlos. Fue en ese momento  cuando escucharon a los policías ordenar a la funeraria retirarse de inmediato - tan vacios como habían llegado – y a gritos - llenar la casa de pisadas y ruido de botas para perseguir, a tiros, la carrera que, hacia el cerro, habían emprendido los asaltantes. Lo siguiente es confusión y  Venezuela. Desde algún lugar indescifrable,  los malandros respondieron con disparos a los disparos de los tombos y estos,  decidieron revisar la amplia casa en búsqueda de algo que no se les había perdido. Nadie supo exactamente el tiempo que tomó el procedimiento. Los amigos nos enteramos, porque junto a la mala noticia difundida minutos antes por la inmediatez de Whatsapp, empezamos a recibir reportes del increíble suceso. Un mensaje final  resumió el lance:

-          No sabemos nada mas, estamos con mamá en su cuarto encerrados, esperando que acaben los tiros, después avisamos…

Después fue,  más o menos,  las 7 de la tarde. El carro fúnebre regresó a la casa cuando los militares (¿policías?, da lo mismo)  habían partido con el fracaso en las manos y sin señal de condolencia. Los trámites en la congestionada funeraria,  se reiniciaron bajo el amparo de un silencio inexplicable que nadie se atrevía a romper y que duró varias horas.
Mañana entierran a Doña Yolanda.
Pasado mañana, la vida de todos, incluso la de los hijos de Doña Yolanda, tendrá que seguir andando. Al menos, dijo por whatsapp un conocido, habrá bastante de que hablar en el velorio.

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