sábado, 27 de febrero de 2016

Efemérides de un arrebato

Eran casi las 8 de la mañana cuando estaba entrando a la estación Altamira del Metro de Caracas, mi ruta habitual de todos los días, con la pequeña excepción de que, ese día, mi camino hacia el Teresa  se interrumpiría por una parada en la Estación Chacaíto para tomar un café con William Niño Araque y conversar sobre dos cosas que a ambos nos apasionaban: el teatro que hacíamos en la Compañía Nacional y, cómo el arte, en todas sus manifestaciones, podía formar parte de ese casi nuevo paisaje urbano que conocíamos como “EL METRO”,  al que William, arquitecto irrepetible, le estaba poniendo toda la gracia que salía de su bien amoblada cabeza. La cita era en una oficina ubicada en un pasillo de la Estación Chacaíto, donde nos saludamos con el cariño de viejos conocidos que no son amigos no se sabe por qué, para ir juntos a  recorrer espacios que bien podrían servir de escenario a mis actores de la CNT. Antes, una secretaria simpatiquísima sirvió sendas tazas de té e intervino un poco en la banal conversación de quien empieza el día. La estación, usualmente muy congestionada de pasajeros, lucia extrañamente vacía para ser lunes antes de las 9 de la mañana y ambos comentamos que esa sensación de “ausentismo” rondaba desde mucho más temprano en otras estaciones también. La joven secretaria intervino informándonos de una noticia que extrañamente era ajena a estos dos desangelados culturosos: en diferentes zonas de la ciudad capital había “disturbios”. Sonreí con sorna. Se me salió el andino:
-          Como se nota que nunca has vivido en Mérida, esos si son disturbios serios….aquí no pasará de ser unos bochinchitos sin importancia….
Ella me miro con cara de “estos gochos tan creídos” se sonrió y no se atrevió a replicármelo. William y yo montamos una sabrosísima conversa sobre planes futuros y cerca de las 10 am, él tuvo la gentileza de abrirme una de las compuertas por las que se pasa sin pagar y acompañarme hasta el andén para embarcarme en el próximo tren. Nos despedimos al abrirse las puertas de un vagón, desacostumbradamente desprovisto de pasajeros. Por la ventanilla vi como William se alejaba caminando por el andén y como era súbitamente escoltado por un militar uniformado. A bordo del vagón, los pasajeros insistían en decir que “la cosa está que arde”…
Salí del tren en la Estación Bellas Artes, de allí tenía que caminar un par de cuadras hasta alcanzar el Teresa Carreño; habitualmente, ese trayecto lo hacía saliendo por la boca que conducía hacia la Plaza Morelos para caminar bordeando el Caracas Hilton. Eso hice, como costumbre. No obstante, al salir a la Avenida México, me encontré con una ciudad sitiada. De La Candelaria, venían en veloz carrera hordas de personas cargando a sus espaldas todo tipo de cosas, estos eran repelidos por efectivos militares, quienes a su vez intentaban custodiar con sus cuerpos a las pocas personas que alcanzamos la acera en medio de la marabunta. Me pareció exagerado, aunque me resultaba imposible mantenerme en esa esquina, no solo porque, tras de mí,  los empleados del metro cerraban las puertas de acceso a la estación. Mi única alternativa era llegar al Teresa Carreño; eso fue lo que hice. Creo que protegido por los mismos soldados que estaban en el camino, logré llegar al Teatro. Era la primera vez que veía semejante desorden en Caracas. Peor, era la primera vez que al entrar al Teatro, me encontré con todos mis amigos en estado de franca preocupación por lo que estaba pasando. Los cuentos eran horribles. Alguien nos dijo que la Avenida Lecuna se había convertido en campo de guerra. Los pocos obreros que habían logrado salir de Guarenas traían el rostro desencajado del susto, los que habíamos logrado llegar a la oficina estábamos conversando reunidos en el cafetín, tratando de descubrir lo que acontecía fuera de aquel espacio de protección que era nuestro teatro. En todo caso, lo único que no lográbamos ni empezar a entender (como decía Elías) eran las motivaciones de esa revuelta.
Pasado el mediodía, el jefe de seguridad del Teatro se las arreglo para que saliéramos de allí rumbo a nuestras casas. Nadie sabía con que se iba a encontrar, pero habíamos escuchado que el Este estaba más o menos tranquilo. Eso servía para no temer el regreso. Puedo recordar con toda exactitud que llegué a la Plaza Altamira (dos cuadras de mi edificio) en un automóvil militar cuyo conductor desconocía. En los alrededores del Obelisco la “calma chicha” de un mediodía luminoso cargado de malas noticias, me estremeció de miedo. Caminé a toda velocidad hasta mi apartamento y entré con desesperadas ansias por hablar con mi padre en Mérida; al tercer intento, lo conseguí. Su alma comunista, exaltada por los acontecimientos, me recomendó inmediatamente pertrecharme de comida y no salir, él, más que nadie esperaba, de un momento a otro, un toque de queda. Me reí de sus advertencias.
-          Papá, por Dios, en este país ni ha habido ni habrá nunca más un toque de queda, esto es una revuelta como las de Mérida, a las seis de la tarde se acaba. Los revoltosos tienen que cenar….
A las seis de la tarde, más o menos, Italo del Valle Aliegro anunció al país su primer toque de queda de la era democrática, la consecuente suspensión de garantías y algo que nos sonó a todos como un estado de guerra. De pronto, habíamos alcanzado una madurez  sangrienta. Poco después, mi vecina del piso 7 tocó el timbre para avisarme que el portu de la panadería de abajo (sí, yo tenía una panadería de un portu en la planta baja del edificio, como corresponde) había decidido abrir el acceso del garaje para que los vecinos del conjunto residencial pudiéramos comprar alimentos, sin tener que entrar por el frente, lo que habría sido una violación peligrosa al toque de queda. Bajé, como hicieron la mayoría de los vecinos y compré lo que pude encontrar: algo de charcutería, quesos, cosas raras y seis bandejas de tequeños congelados que fueron mi salvación en la ansiedad de los días siguientes. El teléfono reventaba con las llamadas de amigos preguntando “como se vivía eso” (algunos se instalaron en mi casa al amanecer del día siguiente y no regresaron a sus hogares hasta transcurrido el susto) y la zozobra de un hecho inédito en nuestras vidas ciudadanas, se instaló para amargarnos la vida por varios días sucesivos. Esa noche, asomado al balcón, entendí lo que estábamos viviendo: el hijo de una de las vecinas, típico chamo de 18 o 19 años, medio rebelde y súper inconsciente, salió a la calle pasadas las diez de la noche a gritar solitarias consignas contra el gobierno (de Pérez, en ese entonces) y fue barrido por la ametralladora de uno de los soldados que custodiaban  nuestra calle. Gracias a nuestros gritos ese chico logró sobrevivir – maltrecho - a varias balas incrustadas en sus piernas (hubo que amputarle un pie) y una gravísima herida intercostal que lo mantuvo entre la vida y la muerte por espacio de tres semanas. El edificio casi al completo se volcó a prestarle ayuda, y mientras algunas de las mujeres suplicaban un poco de humanidad a soldados entrenados para no tenerla, los hombres logramos que el chamo fuera trasladado a la cercana Clínica Ávila. (Regresó un par de meses después, con la mirada perdida y la cara de adolescente tardío azotada por el rigor de la sobrevivencia. Poco después abandonó junto a sus padres el país convulsionado en que se fraguaba el horror futuro). 
Quienes no nos habíamos atrevido a desobedecer la normalidad militar impuesta, vivimos 24 horas de terrible angustia que se alargaron por diez días mas para grabarnos a sangre y fuego las huellas de un día por el que hubiésemos dado nuestra primogenitura para no vivirlo.
Ese día, el calendario marcaba  27 de febrero de 1989: el día en que este país, al que yo creía mío, dejó - para siempre - de pertenecerme.

martes, 23 de febrero de 2016

Al cobijo de la maldad

Dos nuevos “acontecimientos” tienen mi vida de los últimos días en el mayor disgusto. Dos eventos que, aparentemente, no tienen nada en común, me están quitando horas que en lugar de dedicar a asuntos más creativos, han ido colmando el vaso de mi paciencia con la preocupación del sin remedio. No soy el único que los vive, por desgracia además, no soy tampoco el primero. Peor aún, estoy convencido que por un buen tiempo no seré el ultimo. Forman parte de la nueva cotidianidad venezolana; sucede, sin embargo, que vienen a cuento porque tocan afectos de una cercanía casi sanguínea, cosa que para mí es sagrada.
Contados, son más o menos sencillos: una familia a la que me unen lazos irrompibles de cariño, está siendo objeto de una injuriosa situación de acoso y maltrato – por todos sus flancos – debido a que, uno de ellos, decidió acogerse a su bien ganado derecho a jubilarse después de prestar un servicio inigualable a una institución educativa en la que creó un ejemplar órgano de extensión, siendo sustituido por quien un buen día, en connivencia con el poder, juró cobrarle a dentelladas el atrevimiento de haber sido brillante. El otro, mucho más sencillo y mucho más cercano pues le sucede a todas las familias de Venezuela en mayor o menor nivel de gravedad es simplemente ofensivo: un amigo, a quien puedo considerar hermano, está padeciendo los horrores de una dolorosa enfermedad que sanaría, si él pudiera conseguir un medicamento hasta hace poco de presencia cotidiana en cuanta farmacia de pueblo existiera. Se trata de dos situaciones propias de lo-que-nos-está-pasando y la verdad, es que muy poco hago quejándome de ellas; pero, ambas, aunque de maneras muy distintas, me tienen enfrentado a la obligación de entender un sentimiento nauseabundo: vivimos al cobijo de la maldad.
La maldad, esa cosa horrible que dibuja llamaradas en el infierno,  es el motor que mueve este país, desde que un equivocado salió a las calles a predicar exactamente lo opuesto y una buena cantidad de hastiados ciudadanos decidieron creerle el cuento. Desde entonces - pues estoy seguro que nunca antes fue tan patente - hemos ido escalando niveles de maligna perversidad similares a los crueles periodos que pasaron a la historia por haber destacado en depravación.  Decir nuevamente que a nadie le importa una vida que vaya más allá de la suya propia (algunas veces, suya propia incluye su entorno más privado) es redundante. Lo que necesitamos decir, para ver si reconociéndolo empezamos a entender que vamos hacia la hecatombe, es que además, cuando se trata de la vida del otro, lo primero que se nos viene a la mente es una forma de reducirlo, hundiéndolo. Lo primero que se nos viene a la mente es como hacer para hacerle daño. La maldad, pues, ha copado todo resquicio de vida en sociedad, aunque existan miles de personas dispuestas a odiarme por decirlo y defenderse sosteniendo que nunca le han hecho daño a nadie; cosa que quizás sea cierta, conscientemente.
Comprender esa maldad globalizada, insidiosa, perversa, desgraciada, que se apodera de nuestras respiraciones, es necesariamente la primera de la tareas que se nos tiene que ocurrir a la hora de continuar con el predicamento de que en algún momento, habremos logrado el cambio; algo que, por cierto, será imposible pues esa crueldad de la que hablo, instilada sabiamente en el ADN del “hombre nuevo” no cambiará por arte de magia ante un eventual cambio de gobierno. No lo hará, pues requiere ser entendida y digerida. Requiere, perdóneseme el anglicismo tan antipático, que los venezolanos “realicemos” que vivimos en medio de la más pavorosa maldad dejándonos cobijar por ella, que comprendamos sus razones y que interioricemos una cosa terriblemente dolorosa: se trata de una maldad excesivamente frívola; por eso es tan despreciable.
Cuando una persona hace mal a sabiendas de lo que está haciendo, cuando defiende su mal comportamiento con argumentos y razones válidas (si es que las hay) cuando se refocila en su maldad porque sabe cabalmente las consecuencias que sus actos traen a la humanidad, esa persona se convierte en un desgraciado admirable. No es inocente, no es de ningún modo justificable; pero, al menos a su favor, juega el hecho de que lo estaba haciendo a despecho de cualquier circunstancia. Esos hombres, gracias al universo, se repiten muy pocas veces en el transcurso de una vida. Hitler, por mencionar al que posiblemente sea el peor de todos, existió una vez y punto; esa existencia fue suficiente para causar el daño más grande que se ha causado a la humanidad. Osama Bin Laden, por ejemplo, no logra ser emulado por ninguno de sus lugartenientes, aunque estos lo superen en degeneración; la lista, posiblemente mucho más larga de lo deseable, incluye reyezuelos y tiranuelos que aun cuando no llegaron al nivel de los monstruos mencionados, sabían que estaban acabando con una porción de la población incómoda para sus planes de detentar poder a cualquier precio y emprendieron su malignidad sin sonrojo, inculcándola en sus seguidores embrutecidos quienes sin enterarse nunca de lo que están causando continuan la terrible espiral maligna para mantenerlos, a ellos en su pedestal.  Es lo que Hannah Arendt llama en su libro, Eichmann en Jerusalén, “la banalidad del mal”. La aterradora banalidad del mal.
Los seguidores del maligno no saben lo que están haciendo. Es más, creen que no están haciendo mal alguno. Una mujer (o un hombre, que más da), deslumbrada por el poder, apoyada por un poderoso mediocre que le asegura permanencia en las alturas mientras esas alturas sean reservadas para él, es capaz de cualquier perversidad con tal de no perder su autoridad; esa mujer (u hombre, que mas da) levantará injurias, creará expedientes, dedicará su ocio creativo a escarbar los antecedentes de aquel o aquellos a quien quiere destruir y conseguirá una puerta que le permita hacerlo. Ahora, ¿esa persona sabe que la carrera hacia la destrucción de un igual, de quien podría en otro caso aprender grandes lecciones, tiene consecuencias? La repuesta, en nuestro caso, suele ser no. No lo sabe. La persona obnubilada por detentar poder, logra niveles increíbles de la más despreciable puerilidad. Eso no la salva de su condena, al contrario; eso hace que la sociedad se corrompa cada vez más y lo haga desde el ejemplo fútil de un acto de supremo enconamiento cuyas ramificaciones no han sido medidas. Eso hizo que Eichmann asesinara millones de judíos, que los Yihadistas arrasen con poblados enteros de infieles, que los cederrecos acabaran con la vida de millones de familias cubanas y que, los responsables de mantener los anaqueles de las farmacias llenas de recursos para la salud se roben el dinero destinado a tales fines, dejando a personas como mi amigo José, desamparado contra el dolor físico insoportable. Eso hace también que un jefe recién designado sea capaz de convertir un espacio creativo y hermoso, en un reducto de hostilidades y normas al que se va a demostrar  un poder que no tiene más beneficios que el poder por el frívolo ejercicio del poder en sí mismo.
Una vez en Berlín, visitando un campo de concentración, me contaron que en el consultorio médico del campo, un soldado entrenado para tal fin, disparaba a través de un minúsculo hoyo en la pared con precisión exacta para que la bala se alojará en la nuca del judío que, segundos antes, había puesto su desvencijado cuerpo en manos del doctor del campo, justo en el momento en que ese doctor, lo ubicaba contra una pared con la excusa de medir su estatura. Ni el judío, ni el médico, ni el soldado sabían lo que ocurría, el soldado disparaba pues le habían ordenado hacerlo cada vez que el orificio en cuestión se oscureciera. El médico había recibido la orden de medir la estatura del  “paciente” tan pronto este entrara al consultorio y el paciente no sabía lo que ocurría pues nadie había regresado del consultorio a contarlo en las barracas. Mientras esta atroz practica sucedía, el consultorio se inundaba con música de los grandes compositores alemanes de principios de siglo dando a todos una sensación de placida armonía. Esa música provenía de una especie de DJ cuyo sitio de trabajo era un pequeño cubículo ubicado a simple vista en las adyacencias de la morgue a la que trasladaban los cadáveres que salían del consultorio minutos después de haber entrado por sus propios pies.
Tal vez sea por eso que, pensando en las medicinas de mi pana y en las humillaciones que reciben quienes son mis amigos tan queridos; a veces, Gustavo Dudamel me parezca condenable.

domingo, 14 de febrero de 2016

Caracas, tierra de excluidos

A mí me encantaría saber qué me pasa con Caracas. Me encantaría descubrir por qué esa ciudad, tan absolutamente caótica y desordenada,  me produce sensaciones tan sabrosas. Yo no sé si es nostalgia - no lo creo – pero,  Caracas es la única ciudad, el único territorio de este ancho y ajeno mundo (con su permiso maestro Prieto) que a mí se me parece a lo que la gente llama patria. Nací y viví mis años más jóvenes en Mérida, un lugar que si, está bien, tiene cierto encanto; pero,  jamás me produce lo que la capital de esta república del desastre. Conozco Caracas a pie. Me la sé de ojos cerrados. Reconozco su olor, sé de sus rincones públicos y privados, soy capaz de contar con lujo de detalles su cerro Ávila tan cantado. Debe ser esa, la única razón por la que tener la oportunidad de algunas horas a su vera me parece un regalo irrenunciable. Mi hermano, que la teme y le rehúye dijo hace poco que  “Juan con tal de pasar una noche en Caracas es capaz hasta de ofrecerse a hacerle diligencias a uno" (todo el que conoce Caracas sabe lo que "hacer diligencias" allá significa). Es cierto y se lo he comprobado otra vez. Estuve un poco más de escasas 24 horas entre el 5 y el 6 de enero acompañándolo a salir de viaje desde Maiquetía, antes de emprender regreso a mis rutinas. Aproveché de vivir el 5E (jamás la olvidaré Doña Consuelo) y tuve que volver al centro - lugar que adoro - muy temprano la mañana del 6E,  para acompañar a un amigo. 
Fue un impactante shock. El Día de Reyes había amanecido en presagio de tempestad, gracias al famosísimo video de Ramos Allup y los retratos - que mi opinión resume en una sola palabra: innecesario- la alegre bullaranga del día anterior,  probablemente,  estaba durmiendo la mona y las premoniciones de Doña Consuelo empezaban a ser verdad  tal vez demasiado pronto. Apenas ayer estas mismas aceras mostraban otra cara; hoy,  a pocas horas del fin de fiesta habría sido una temeridad imbécil exhibir un símbolo de nuestra oposición.  Asombra (y asusta) la rapidez con que lo peor del lumpen revolucionario se reagrupa para, continuar sus orgias de sueños violentos sin destino y darnos, a nosotros, razones para temer todos los días y siempre,  la matazón y el sangrero.
Cada una de las esquinas del Palacio Legislativo -ahora desprovisto de su excesiva custodia- estaba tomada por un pequeño grupo de lo peor del hombre nuevo, 20 o 30 radicales vestidos de rojo sin otro oficio (ni beneficio) que el de  dar su vida por el comandante,  aunque antes de hacerlo tengan que llevarse las vidas de alguien más. Así de simple. En los cuatro grupos, carteles improvisados trocaban consignas en amenazas y,  en cada uno,  un agitador de oficio animaba la jornada con lo peor del léxico revolucionario. En los bajos del antiguo Edificio La Francia, expoliado por el difunto en un alarde de exprópieses a los que todavía nadie - ni de un bando ni del otro - le encuentra justificativo, un inmenso toldo rojo hacia las veces de comando de campaña flanqueado por una gran pancarta que proclamaba, sin el menor sonrojo, la obligación que tienen los seguidores del difunto de exterminar las ratas de la AN (expresión, por cierto, que en un país serio desembocaría en investigación y castigo). Pasear, en las primeras horas del 6 de enero por esas calles tan auténticamente caraqueñas,  en las que me convertí en eficiente productor de teatro,  se había convertido, por obra y gracia de una aplastante derrota, en un peligro tan innecesario como incomprensible.
Hay algo completamente cierto en el frívolo predicar de las masas patrioteras: este país no era así. Nuestra capital, muchísimo menos. Soy uno de los que reconoce sin apasionamientos lo malo de su gentilicio; al hacerlo lo contrapongo a todo lo que hace a Caracas victoriosa. Los andinos no somos simpáticos; no, de la manera que a los venezolanos nos gusta admitir esa virtud. Los andinos somos montañeros, eso nos hace desconfiados, poco abiertos, cerreros. Los capitalinos por el contrario, son un encanto, han (¿habían?) logrado combinar los buenos modales del pueblo con el desparpajo Caribe y los aires de la gran ciudad. Caracas, siempre, fue una ciudad en la que cabíamos todos; sobre todo en ese pedazo adorable conocido como El Centro. ¡Por Dios!...si no hace mucho, en una esquina de la Plaza El Venezolano,  un restaurante bien puesto hacía que cualquier venezolano (que pudiera permitírselo) compartiera mantel y condumio con la mismísima Pierina Spagna, (trocada en dama de alcurnia después de habernos maravillado sufriendo amores de utilería dentro de las pantallas de nuestros televisores) después de haberse pateado el centro en busca de miriñaques, primores de mercería o zapatos de cabritilla. Detenerse por un instante a dejar una plegaria en San Francisco era asunto de pasar por ahí, e incluso sentarse a "tomar el fresco" por unos ricos minutos era privilegio de quien se acercara a una de sus plazas (la Bolívar incluida). Vivir el centro era obra desprejuiciada de quien bajara en La Hoyada o Capitolio, después de un corto trayecto en metro.
Hasta que aparecieron los camaradas en plan de carpa, toldo improvisado y esquina caliente,  a creer promesas que nunca se cumplieron porque nunca fueron hechas con deseos de cumplirlas; entonces, nacimos los excluidos. Los ajenos a espacios que nos pertenecen. Los expulsados. Y por cada puntapié recibido, los resignados perdedores de un pedazo de mosaico llamado Venezuela, entregado al grito desagradable de patria, la más mala de todas las malas palabras rojas.
Nacimos los excluidos, paridos por excluidos que tienen un solo mérito: saben meter miedo. Un miedo aceptado a fuerza de la mala saña con la que,  a sangre y fuego, nos han secuestrado en nuestros hogares. Nacimos los excluidos cobijados en el odio de aquellos que poco antes habían sido incluidos en el desastre.
Asusta saberlo. Asusta mucho más sentirlo. Caracas ya no es de todos. Una buena parte de esa culpa la tienen las arengas que nos cambiaron la faz, otra aun no ha sido bien explicada.  No sabemos lo que necesitaremos hacer para volver a patear calles ensangrentadas de odio y desconsuelo. Tal vez, tengamos que responder con triunfos cada golpe.
Asusta, por mil razones, incluso decirlo; pero,  Caracas anda por ahí pidiendo ayuda,  a pesar del  5 de enero y Doña Consuelo.

jueves, 11 de febrero de 2016

Notas al hombre nuevo

Tal vez el problema sea que, en el fondo, le hemos dado paso al poquito de hippie enamorado que nos habita, permitiendo manías bucólicas, más bien propias de la adolescencia, que nos atropellan y nos hieren a los 50 años. Quizás nos dio por creer que la buena estrella anda de manitos cogidas con nosotros o, sencillamente, dejamos de entender los mensajes, bloqueados, como parece que estamos, por sucesivas metidas de pata al usar sujeto, verbo y predicado. Si tenemos una falla de la que asumir culpa, esa es creer que éramos capaces de convencer a cualquiera de dos cosas que ya no existen: la buena fe y el pese-a-mi-pitiyanquismo-yo-no-te-voy-a-joder (una manera vulgar de decir que algunas veces lo que me importa es que me creas cuando te doy la mano mirándote a los ojos). Quizás lo que nos sucede, es no llegar a percibir las simplezas que tiene el intentar entender cuán grande es la diferencia que existe entre la gente que, como nosotros, no pasan de lanzar unos gruñiditos y obviar saludos innecesarios - sin llegar a mala gente - y los demás, reeducados en la promesa de un país que nunca llegó y andan buscando a quien culpar de su monumental fracaso.
No soy dado a la autopromoción de mi especie. Me avergüenza. Pertenezco a una generación consciente de sus virtudes que gusta de consentir sus defectos, viviendo mil maneras de ser desadaptado. Mantenemos una férrea lucha para defender nuestra golpeada autoestima y hemos logrado que sea difícil de destruir; aun así, sabernos buena gente no nos convierte - por suerte - en pavos reales de vitrina. Actuamos con generosidad cuando debemos hacerlo o enmudecemos cuando la causa no obliga. No obstante, cada vez con mayor insistencia, la concha nos reclama: es que no nos calamos más esta montaña rusa de maltratos, originados por la percepción equivocada de que, trabajar sin descanso para lograr lo que queremos (obteniendo los beneficios del caso) nos convierte en una versión moderna de Hernán Cortez esperando indígenas en la bajaita.
Vamos a estar claros y decirlo de una buena vez: no tenemos la culpa de que su vida sea una promesa rota. Si nosotros nos tomamos en serio la supervivencia (y en el camino nos sentamos en un restaurante a comer entre amigos y sin angustias) se debe - única y exclusivamente - a que entendimos que esta corta jornada de si-lo-hubiera-hecho que otros llaman vida, solo se logra con el sudor de cada frente. Eso no nos hace distinto a usted, más que en lo básico, ni nos convierte automáticamente en depredadores de sus circunstancias. Aunque los haya obtenido de manera non sancta, sus beneficios son suyos, usted y su conciencia son suficientes para ese juicio. Nosotros, intentamos caminar sin tropiezos por la acera del frente y podríamos hasta tener ganas de hacerle espacio; aunque suene muy new age nosotros, los "buenos" somos muchos más que ustedes "los nuevos". Lo que pasa es que nos estamos hartando.
Hartando de su mala leche. Hartando de su inquina, de su envidia. Hartándonos de descubrir que usted no comprende la generosidad genuina. Que usted no se da cuenta que cada gesto extravagante que nosotros hacemos (y que casi siempre implica un desembolso, porque la vida es así) lo hacemos más por nuestra tranquilidad de espíritu que por dárnosla de taki-ti-taki y que, aun así, nosotros, amigos de tropezar dos veces con la misma piedra, no vamos a dejar de hacerlo porque, de imbéciles que somos, creemos tener derecho a ser comprendidos y a ser respetados.
Muy poco nos importa que usted crea que tiene el derecho divino a odiarnos porque podemos comer tres veces y sabemos la diferencia entre Sagrada Familia y Cabernet Sauvignon. Si usted quiere diluir los mejores años de su vida en ese absurdo que llaman "lucha de clases" hágalo, es problema suyo. Pero tenga la hombría de plantar argumentos inteligentes y dejar de atropellarnos.  Educarnos, y demostrar educación en cada gesto, es parte de la naturaleza del hombre de bien, arreglar una casa hasta lograr que sea un hogar cómodo y reconfortante, es mucho más importante en esta vida que tener un celular de última generación o una camionetota, aunque eso también lo tengamos.
Convénzase de algo: usted podrá robarnos, darle a su palabra el mismo valor que al estiércol, acosarnos con maniobras sutiles de revancha, envidiar cada cosa que obtenemos e incluso evitar que la obtengamos. Usted podrá (ya lo está haciendo) borrarnos la sonrisa, incluso borrarnos la vida. Hágalo, el karma es suyo. Pero nosotros vamos a seguir existiendo, pese a usted y los suyos. Le voy a contar algo peor: es mucho más probable que aumentemos de número,  aunque vayamos por la vida dándole paso a usted, el hombre nuevo, el verdadero depredador de nuestra especie. El verdadero destructor de lo que somos.
Entiéndalo, ni yo ni nadie como yo desea seguir explicándolo: cuando actuamos de buena fe, actuamos de buena fe; pero, cuando actuemos de mala, actuaremos mejor aun.

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