Quienes más me conocen, opinan que soy nocturno-fóbico; en cierto modo es verdad. Fue tanto lo que salí de
noche en la juventud que comienza a ser lejana que, hoy día, he optado por encerrarme en casa para no exponerme a las
rudezas de una noche que no entiendo. Eso, sin embargo, no quiere decir que
desconozco la nocturnidad o que no estoy al día en las opciones que ofrece el underground rumbero de mis ciudades. Yo,
si es por estar al día, estoy al día con todo. Incluso - o sobre todo - con las
nostalgias de sitios idos con mis memorias intactas. Los “bares de
ambiente", por ejemplo.
Reflejos de las sociedades y ciudades que los alojan, los
“bares de ambiente” existen desde que la moderna humanidad acuñó la mala
costumbre de dividirse en parcelas, relegando cada una a un espacio en teoría
exclusivo: los bares de solteros
(para que los casados no profanen su auto impuesta santidad) los bares de parejas (para que los solteros ídem)
los bares para ejecutivos exitosos, los
que acogen la bohemia, los preferidos
por los jóvenes (en donde tener 32
años es delito imperdonable) los de los tukis,
los de los ricos, aquellos a los que
van los negros, aquellos a los que van los blancos (y bonitos) los de los
pobres o los de los maricos.
Quizás pensando que, así, cada uno en su sitio, evitará cometer el crimen de
acercarse a una parte de la humanidad que, aunque existe, ni se nota, ni se toma
en cuenta porque siendo la otredad, se diferencia de mi y no puede ser determinada.
No hay responsabilidad definitiva. Las tribus sociales - y
sus templos - posiblemente nacen por generación espontanea. Las maldades que
engendran, quizás también. Lo que si puede y debe señalarse de manera clara e
inequívoca es que, afortunadamente, hay un
error de concepto; muy para suerte de lo poco bueno que le queda a la
humanidad, las tribus sociales están llenas de transgresores y de aquellos que
permiten - y aplauden - la transgresión.
Hace mucho tiempo que no frecuento bares gay (ni de otro tipo)
por decisión propia - lo dicho, ya no soy hombre de bares - pero, en mi querida
Mérida, por ejemplo, un tour por la
nocturnidad probablemente termina, aun sin uno quererlo, en un sitio ruidoso y
extraño al que toda la ciudad conoce como La
Maricoteca (en realidad figura bajo el chistoso nombre de ENIGMA) pues,
entre otras cosas, es el único rumbeadero que permanece abierto hasta las tantas. Siendo un lugar
mayoritariamente frecuentado por miembros (uniformados, valga decirse) de lo
que ahora llaman la Comunidad LGBT, a ENIGMA entra (y sale) todo bicho de uña.
Después de muchos meses sin caer por allí, estuve un rato hace un par de meses
en ocasión de la celebración de un espectáculo; llegué pasadas las dos de la
madrugada y me dediqué a mirar los toros desde la barrera ya que, entre otras
manías de viejo, casi no consumo alcohol. Si, es cierto, en la pista de baile
se agitaban los cuerpos sudorosos de hombres de todo tipo y descripción; pero,
el espacio era democráticamente compartido por toda clase de gente: muchachas
que se divertían en compañía de amigos, cuasi adolescentes tímidos a la caza
del requiebro de esas muchachas, machos desprejuiciados apurando todo el cocuy
del semestre, maestros de escuela, conspicuos intelectuales, turistas alemanes
mal bañados y en chancletas, buscando
cerveza fría, artistas, hippies, mal pensantes, cometas y suicidas (cantaría
Amaury). Sometido a un test de exclusividad, esa noche (estoy seguro que todas
las otras también) ENIGMA habría salido muy mal parado como sitio de ambiente, aunque con honores relumbrantes que lo
catalogan como santuario de nuestra escasa tolerancia; quizás, porque lo mejor de ese tipo de lugares es que nadie-se-mete-con-nadie y el que lo hace
se-atiene-a-las-consecuencias.
ENIGMA en Mérida, IMPACT en París, COPA´S en Caracas, SPLASH en New York o PULSE
en Orlando, pretender que un sitio de
ambiente es reducto exclusivo de inmorales y desviados, es muestra de una
estupidez tan grande y bochornosa, como la de practicar una religión que te
obliga a odiar al prójimo más de lo que odias tu maldita vida. Eso va a
descubrirse cuando empiecen a saberse las historias de las 49 víctimas del
atentado terrorista de la discoteca PULSE en Orlando, Florida.
Quizás esa sea una de las principales razones por las que, en
particular, este crimen espantoso deba ser repudiado por toda la gente de bien
del mundo: fue cometido en contra de la
humanidad y fue cometido en nombre de un odio irracional que apuntó al lado equivocado. No es ni más triste ni más horrible que otro. Tan solo más
cuantioso, si es que la estadística importa. No es peor que Cerezal, más
fuerte que Columbine o más grave que Bataclan. No es - como algunos malditos descerebrados insisten en
decir vía hashtag - menos delito que
otro, porque se trató de matar gays. A la gente de bien - una
mayoría, por fortuna - tiene que dolerle en su propia carne, cada bala
disparada en cualquier parte del mundo, así esa bala se aloje en la humanidad de quienes creemos se la
merece.
El sábado, en PULSE,
murieron 49 personas inocentes. Ninguna otra consideración tiene lugar.
Ni el hecho - a favor o en contra - de que hayan sido o no homosexuales.
La humanidad se divide en buenos y malos. Cualquier otra
etiqueta es tan dañina como la absurda manía de no querer ejercer control sobre
el armamento libre que rueda por el mundo. Si los malos necesitan un freno, que
empiece alguien a ponérselo. Los buenos, que somos más, lo pedimos a gritos, a
ver si dejamos de encerrarnos en sótanos y ponernos etiquetas de colores.