miércoles, 28 de septiembre de 2016

Se hace camino al andar

Las ciudades, todas, tienen encantos particulares. Suerte de accesorios con los que adornan su personal naturaleza; algunas, y en esto no somos nada democráticos, poseen más que otras; tal es el caso de Coro, en el estado Falcón que, por tener, tiene nuestro único desierto y cercanía a una línea de playa insuperable o Mérida, que decidió hacerse grande a la sombra de una geografía avasallante, una tierra groseramente fértil en la que una pepa de mandarina lanzada al azar de un muchacho apurado, se convierte en mata lo quiera usted o no. Son encantos prácticamente inadvertidos. Los merideños vivimos con ellos y los sentidos, cosa sabida, se acostumbran rápido a ignorar lo que conocen de sobra.
La Sierra Nevada está allí. Algunos días de agosto nos vuelve locos de tanta y tan fría blancura, entonces la vemos con admiración; pero siempre está ahí. El Albarregas, también, aunque este recuerda su presencia solo cuando escuchamos el ruido de su caudal atropellando piedras debajo de nuestros pasos urbanos. Divide la ciudad en dos mitades y hasta hace relativamente poco tiempo, una importante anchura de terrenos y potreros conocido como La Otra Banda, era lugar de excursiones a los que se accedía por tortuosos caminos abiertos por baquianos tratando de no estorbar el transcurso del rio. Nuestro Albarregas, allí, regando una ciudad que despertó tarde a la modernidad, suena sus caudales sin ningún pudor para recordarnos que convivimos pacíficamente. No se le recuerda bravo; en un esfuerzo notable de memoria, solo atino a mencionar un susto de crecidas y aguas desperdigadas hace un largo montón de años. La ciudad, aunque parece que no, pues pocos lo notan, ha crecido a sus riberas tanto como a la falda de una cordillera acunada de mitos y sorpresas.
Esa ciudad, que al expandirse no encontró más espacios que La Otra Banda, nunca ha atinado a pensar que esa otra banda es la otra ribera del Albarregas, nuestra muy gocha Rive Gauche, que, a diferencia de las riberas de ríos integrados a palos a su entorno urbano, no se rodea de selvas de cemento; lo hace mas bien, suerte que tiene uno, de verdores. Pues bien, ese verdor tiene su historia.
En algún momento de los lejanos 80´s mientras los merideños de mi generación fumábamos marihuana y bailábamos en Las Rosas, a alguien se le ocurrió darle un uso ciudadano a las riberas del Albarregas. Ya alguien mas había cometido la tropelía imperdonable de autorizar la construcción de un conjunto residencial casi en sus márgenes y ciertos sectores de la ciudad, abiertas las compuertas por el famoso Viaducto de la 26, estaban utilizándolo, de todos modos, sin mucho orden ni concierto. El gobierno regional de entonces a cargo del inefable Chuy Copey (Jesús Rondón Nucete) decidió acoger la idea de construir un parque y dio luz verde a un proyecto del que muy pocas ciudades del mundo pueden dar cuenta: Conservar el verdor de las riberas de un río, que no es ni pretende ser otra cosa que un rio de aguas frías, limpias y tumultuosas y agregarle espacios para el disfrute de los habitantes entre los que, de paso, se plantaría un jardín de esculturas. Quienes vivimos esa época seguramente fuimos más de una vez al Parque Albarregas a hacer, caminatas tan largas como lo permitía el espacio construido hasta ese momento. Verdaderamente fue un momento feliz para la ciudad porque entre otras cosas que ganaba en ese entonces, estaba ganando un espacio para su gente.  Gente que probablemente en ese momento ni sabía lo que estaba recibiendo, ni estaba lista para apreciarlo; entonces, sucedió lo que tenía que suceder: primero, el parque se convirtió en guarida de amores tan prohibidos como efímeros, luego empezó a amontonarse basura, después los choros lo hicieron su casa y después todos lo convertimos en basurero. Al final vino la maleza y se acabó el sueño, apenas un pedacito tristón y anodino que exhibe la representación escultórica  de algo tan improbable como un encuentro entre García Márquez y Don Tulio, al que solo acuden libreros de ocasión (a vender sus libros) e indigentes a esconder sus miserias.
Hasta hace exactamente once  días. Once, que empezaron en junio de 2016 en medio de unas Jornadas de Responsabilidad Social Empresarial  que se hicieron en FACES-ULA, organizadas por el Grupo de Investigación de Legislación Organizacional y Gerencia (GILOG); allí, unos locos enamorados de Mérida se preguntaron que había sido del Parque de su juventud y al Parque le cambio la suerte: sin bulla, sin aspavientos empezaron a escucharse voces a favor de las riberas del Albarregas y para hacer corto un cuento largo, se organizó la primera sesión de VAMOS AL PARQUE, A LIMPIAR. 
Se aparecieron 48 voluntarios, quienes supervisados por gente que sabe de eso, recogieron  más de 40 bolsas  de 200 litros con desechos sólidos  inorgánicos,  un montón de  cauchos, chatarra, equipos inutilizados de computación, una gran cantidad de cosas insólitas que nadie se imagina que uno bota en la maleza y un buen numero de colchones, cosa que no necesita explicación: la gente, cuando no sabe donde botar sus basuras, le importa poco tirárselas a un rio, con mala puntería. Pero, lo mejor que hicieron fue despejar 150 metros de la camineria adoquinada construida en los ya lejanos 80´s. De algún modo, el 17 de septiembre la ciudad renació junto a la primera vez que sus ciudadanos se fajaron por ella.
-               -   La primera vez que vinimos, escasamente podíamos caminar por un trechito en el que solo podía ponerse un pie delante del otro. No puedes imaginarte el charco de siglos que era esto - dice orgullosa Danitza Suárez, la mujer detrás del éxito del Km Inteligente y de todas las juntas de condominio a las que les ha ido bien, mientras me enseña ese  pedazo de 150 mts que es la nueva génesis.
Es una verdad increíble. Es una verdad, de verdad. Un par de días antes había pasado caminando por La Cruz Verde (allí queda la entrada) y un claro de bondad en el camino me había llamado mucho la atención, removiendo nostalgias. Por eso me fui el sábado a la segunda jornada de limpieza, a pesar de haber advertido que yo no agarro una escoba ni en mi casa. Ese sábado, el parque de nuestra juventud estaba lleno de gente, que hoy tiene la edad que teníamos nosotros cuando lo inauguraron la primera vez, comandados por el loco mayor, Alex Bustamante, el mismo que hizo de un zaguán viejo en la calle 27 el café/librería mas visitado de la ciudad, el loco pelo largo que anda en bicicleta para todas partes en una ciudad en la que las bicicletas, son para el verano,  quien me dijo hace días que ese será "nuestro Camino de Santiago" y que para lograrlo, ha ido reclutando gente de todos los rincones.
-                      - Es que quisiéramos rescatar los valores de la ciudad y ¿qué mejor valor que su naturaleza? Eso es lo único que estamos haciendo aquí. Esto va a ser grandioso porque va a ser un espacio para la naturaleza y para la gente -   esta vez, la voz es la de Enrique Pacheco Graff,  el paisajista con cara de iluminado que está guiando el rescate pues apuesta a mucho mas que un kilómetro de caminerias rodeadas de verde.
Junto a las caminerias, reaparecieron también las esculturas, tratadas como lo que son, han sido despejadas y serán restauradas cuando el trabajo museográfico se haya hecho. (valga la acotación) y algunos interesados en trabajar a un nivel más serio, es decir, reparando la infraestructura dañada o poniéndole luz a la cosa.
-                  -  Esto va a seguir creciendo -  dice Danitza, rodeada de un grupo de voluntarios a los que dirige como un almirante en campaña.  - ¿Sabes por qué? Porque es y será siempre una iniciativa ciudadana. Aquí no hay espacio para políticos a menos que ellos se conviertan en parte de la ciudadanía, hoy, está el alcalde aquí porque el poder municipal tiene que involucrarse, tiene que darnos, por lo menos, protección policial, pero ya se lo dije: esto no es un asunto de plata, sino de pantalones - y ríe abiertamente.
Hoy, después de cuatro jornadas de trabajo, se han abierto 500 metros de camineria y múltiples iniciativas ciudadanas se han sumado al Albarregas. Algunos programan conciertos, otros piensan en grupos de Yoga, algunos más diseñan alternativas para que sea un éxito. Pero, en el tope de todo, un grupo cada vez más grande de muchachos echa pico y pala limpiando el parque; en cada palada, la ciudad hace una genuflexión, dice gracias y recibe encantada el regalo de su gente, a quienes se lo devuelve para que lo disfruten, porque una ciudad de andariegos sabe mejor que nadie que la más grande verdad jamás dicha es que se hace camino al andar… 

sábado, 17 de septiembre de 2016

Ellos se llevan a Johnny...

Está convencido que la primera decisión más afortunada que tomó en su vida fue reunir cada centavo que llegaba a sus manos para comprar un teléfono inteligente; la segunda, inscribirse en aquel curso de computación que dictaba, gratis, los sábados en la mañana, un sacristán de pueblo en el salón de una iglesia y la tercera, haberse propuesto obtener, entre varios postulantes, un puesto para el programa de intercambio de voluntarios que la Alianza Francesa patrocina cada año para la Casa Hogar Tachirense en que vivió casi toda su infancia y adolescencia. Fueron decisiones de su voluntad en las que intervino su buen juicio y su tozudez. Son las decisiones que hoy lo tienen con un pie en el aeropuerto de Fiumicino, aunque ese no haya sido un propósito firme desde el principio. Recién cumplidos 24 años, Johnny se va del país, seguro de que muy probablemente nunca más regrese a vivir acá, aunque eso signifique dejar en el campo a su mamá, acompañada de una prima que es, más o menos, su hermana; toda la familia que conoce.
-          Apenas estoy terminando de tramitar el permiso de residencia, que es una cosa muy complicada, tan pronto como salga (me avisan en quince días) entonces preparo todo para irme. Ya tengo el boleto y todo lo demás arreglado. Me lo arreglaron ellos.
Ellos. El pronombre personal se le escapa muchas veces en la conversación;  ellos, son los autores de su plan, los destinatarios de su aventura y los protagonistas de su decisión. Ellos son sus amigos. Los amigos que hizo en Europa cuando, después de grandes esfuerzos, obtuvo un cupo en el programa de la Alianza Francesa, para pasar seis meses viviendo y trabajando como voluntario en Niza, la hermosa ciudad costera de lo que en el gran mundo se conoce como Costa Azul, un rinconcito de mediterráneo que es como la guinda del postre que es Francia. Johnny destacó en su desempeño; pero, sobre todo, Johnny destacó en sus relaciones públicas. Por eso fue tan importante tener un teléfono inteligente, para cultivar unos amigos que, dos años más tarde, le resolvieron la vida el día que contó parte de las iniquidades que vive un campesino negro y sin estudios superiores, en un país barrido por la barbarie. Ellos, intrigados por lo que publica la prensa extranjera, empezaron el interrogatorio y él, con el machucado francés que pudo aprender en esos seis meses, fue respondiendo. Una muchacha portuguesa, entonces,  hizo la gran pregunta:
-          ¿Tú que sabes hacer?
-          ¿Cómo? ¿de trabajo?
-          Si, de trabajo, claro… ¿en que trabajas tú?
-          Yo trabajo en el campo, atendiendo unas tierritas que tiene mi mamá cerca de Peribeca
-          Ok…pero, ¿solo eso?
-        Bueno, a mi me gusta mucho el fútbol y eso, cada vez que puedo, juego y enseño a los muchachos a jugar
-        ¿Eres bueno en eso?
-         Pues, malo no soy, y como siempre he vivido con niños, se me da bien enseñar
-         OK
Una semana más tarde, el chat habilitó una sesión de emergencia para enseñarlo a llenar una solicitud de trabajo en una escuela Italiana bilingüe de futbol que necesitaba gente con el exacto perfil de Johnny. La amiga portuguesa había hecho la investigación por él, sin decirle nada.  Johnny se sentó en una computadora, manejada diestramente por pura curiosidad y con la ayuda de ellos, hizo una solicitud que celebraron con alegría todos los que, casi a diario, se turnan en sus extraños horarios para saludarse en un grupo Whatsapp inventado un día aburrido de Niza.
Es verdad.  Johnny es buen jugador de futbol. No es una estrella como para engrosar la nomina de la Vino Tinto, pero “malo no es”, además, también es verdad que se le da bien enseñarle a  niños los trucos de la cancha y la pelota, por pura intuición. Johnny fue uno de esos niños a quienes planes gubernamentales llaman “en situación de riesgo”, pero tuvo la suerte de haber tropezado en su vida, con unas monjas generosas que se ocupan precisamente de hacer menos patente el riesgo.  Con ellas vivió, se alimentó, se educó y aprendió algunas cositas importantes sobre la vida; con ellas permaneció cuando,  superado en la edad reglamentaria - y sin tener mucho de donde escoger - tendría que haberse ido a patear mundo. Él optó por ayudar en todo lo que pudiera, destacándose en eso como uno de los mejores y su premio fue un viaje a Francia para el que parecía predestinado, seguro de regresar a ocuparse del campo donde Eloina, la madre insigne, batalla el diario para ella y sus dos muchachos. Es inevitable el lugar común: si se lo hubieran contado…
La amiga portuguesa fue la que advirtió las dificultades de la oferta futbolera;  en caso de ser seleccionado, el escasísimo sueldo que ofrecen a quien se atreva a postularse no alcanza ni para comenzar; pero, ese es el precio que hay que pagar por los papeles. Se ocupó de urdir un plan complementario de sobrevivencia: encargada de un restaurante en el centro de Nápoles con buenas propinas y sueldo mucho más decente que el de la escuela de futbol, un día le preguntó si estaría dispuesto a comenzar desde abajo, a él, que lo único que ha hecho en su vida ha sido comenzar desde abajo. Respondió que si, por supuesto, y ella se ocupó de lo demás. Cuando aterrice en Nápoles, Johnny tiene asegurado un puesto como busboy en el restaurante de la muchacha portuguesa. Ellos, otra vez aparecen, se ocuparon además de solventar trámites burocráticos (asunto peliagudo en la calamitosa Europa de refugiados y balseros) y de pensar, entre todos,  como resolver el tema de la vivienda. Otra de las amigas ofreció casa gratis por tres meses, durante los que dormirá en el sofá que está puesto (él vio las fotos con alegría) debajo de una escalera, creando un espacio abuhardillado que para él, conocedor de todas las carencias, es una suite que enseña con orgullo. Pasados los tres meses (él cree que sucederá antes) tendrá que empezar a pagar una parte de la renta (en el apartamentico de las afueras de Nápoles viven 3 personas) o buscarse la vida. El está perfectamente de acuerdo. Sabe que podrá hacerlo, o por lo menos, lo intuye. Ellos compraron el boleto, - fue una ganga, tan solo costó 600 euros – ellos pagaron la multa por tener que cambiar la fecha de salida debido a inexperiencia en el cálculo de tiempos oficiales y ellos decidieron, entre todos, que ese boleto es un regalo. Él quiere pagárselo al que lo compró (a quien reconoce como uno de sus mejores amigos) pero, de eso ni se habla. Ellos lo que quieren es que se reúna con ellos en Europa pronto y se olvide de sus calamidades.
El 14 de diciembre es su fecha de salida. Entre sus pocos amigos de aquí, la venta de las hortalizas que cultiva – que le tienen las manos destrozadas – y la ayuda de gente que también quiere verlo fuera de la miseria, ha reunido mil euros y un único equipo de ropa de invierno.  Johnny tiene el carácter cerrero de los andinos y la poca expresividad del campesino; por más que alguien lo intente, no logra sacarle una palabra sobre lo que significa dejar a su mamá o dejar su campo; solo habla de ellos y de su proyecto, entrena duramente todos los días en una rutina autoimpuesta, revisa cuanto puede la internet para aprender cosas de su nuevo país y estudia italiano los sábados con el mismo interés que un día le puso a la computación; pero, si por algún designio del destino “la cosa se cae” sabe que cuenta con ellos para intentarlo de nuevo, empezando de cero. Su piel oscura, su rostro buenmozo, su cuerpo curtido y macizo, su acento campesino y cerrero saben que llegó el momento. Lo que piensen los demás no importa. Ellos están a un whatsapp de distancia. 

domingo, 11 de septiembre de 2016

Un año después, quince años



Llegamos al hotel cerca de las 3 de la tarde. El clima plácido de un otoño especialmente benigno alegró el trayecto desde Newark hasta la estación de la calle 34, debajo de Macy´s. Daniel, en su vida, había ido una sola vez a New York, yo había vivido allí un par de años a principio de los 90's; recordaba (recuerdo vívidamente) el olor de la ciudad que tanto me gusta e insistí en salir un momento a la superficie, a pesar de las maletas, a disfrutarlo de nuevo. Es un olor imposible de describir, imposible de envasar e imposible de olvidar, es Manhattan en su estado más puro, el de los sentidos. Daniel, incapaz de entender mi corazón sobresaltado, me urgió a cumplir mi rito sensorial y regresar al metro; pero, en el último segundo decidió arrastrar su maleta y acompañarme. Salimos, alborozados, por la boca de la estación que da al Madison Square Garden, escenario mítico en el que una noche del 4,30 me vacilé incrédulo a Donna Summer,  Live and More y enfrentamos la calle. Una rara sensación nos plantó en el sitio, Daniel lo notó antes que yo y solo lo advirtió con un gesto de su cara; yo, con voltearme apresurado y regresar, hablando sin parar, al subterráneo, buscando con rapidez el tren que nos llevaba al hotel. En ese trayecto, extrañamente sobrecogidos, hablamos lo indispensable. Bajamos en Wall Street, con seguridad de baquianos y emprendimos camino, con el ánimo compuesto, hacia el lugar en que nos alojaríamos. Nos registramos al llegar, nos asignaron la habitación 908 y nos indicaron el ascensor. Daniel tomó las riendas, abrió la puerta de la habitación con un solo movimiento, entró las dos maletas, encendió las luces y se aseguró de escoger la cama de la izquierda. Yo caminé resueltamente hacia la ventana, de un solo golpe descorrí las pesadas cortinas dejando entrar la luz del temprano atardecer de otoño. Miré al frente primero, una ausencia me hizo desconocido el paisaje; entonces, mire hacia abajo. El peso monstruoso de la tragedia hirió mis ojos. Incapaz de contener las lágrimas me desplomé sobre la alfombra cerrando con rabia la cortina. Daniel vino hasta mí y se estremeció con la visión. Bajo nuestra ventana, la fosa abierta de September Eleven, ensuciaba el paisaje. Pasó sus brazos sobre mis hombros
- Disculpa, yo no sabía que estaríamos tan cerca.
Habían transcurrido 13 meses del fatídico día del que hoy se cumplen 15 años. Tres aviones comerciales, secuestrados en pleno vuelo, habían sido obligados a estrellarse, dos contra las torres gemelas del World Trade Center, corazón financiero de New York y uno contra el Pentágono, sede administrativa de las fuerzas armadas del país más poderoso del mundo, dejando tras de sí una cifra relativamente imprecisa de muertos y desaparecidos que ronda tres mil y pico de víctimas. Nosotros, que creíamos un deber la solidaridad con el país que nos había acogido como inmigrantes, decidimos que ya era hora de montarse en la ola de no abandonar la ciudad ultrajada, haciendo realidad un viaje planeado con dos años de anterioridad, sin suponer que al hacerlo, tendríamos que vivir, él, un horror luctuoso que se respiraba en cada esquina y yo, el dolor indescriptible de un paisaje borrado para siempre, en nombre de un dios desconocido.
Unos años antes, había vivido en las cercanías del WTC, a excepción de unos meses que viví, gracias a una buena amiga, en lo más upper del upper Manhattan donde República Dominicana se encuentra con Varsovia, esa era mi zona. El sur de la ciudad, en ese entonces, era muy barato y resultaba relativamente fácil hacerse de un pedacito a walking distance de ese espacio rotundamente neoyorquino que era el World Trade Center, con su parque de esculturas, las dos inmensas torres gemelas, los edificios más bajos alrededor y la estupenda caminería al borde del Rio Hudson a la que solía ir a estudiar cualquier día y los domingos antes de meterme a misa en la vecina Trinity Church (una de las iglesias más bonitas de Manhattan, sobreviviente de la catástrofe) Súbitamente, ese espacio que había sido tan mío, estaba borrado; en su lugar, un enorme hueco en el que, según decían, cada cierto tiempo aparecían osamentas, era visible desde cualquier punto vecino; pero, sobre todo desde la ventana de mi habitación de hotel, ventana que se mantuvo cerrada casi todo el tiempo, hotel que se convirtió en escondite de un dolor que nos negábamos vivir. El once de septiembre del año anterior, yo estaba regresando del gimnasio a darme un baño y por costumbre, encendí el televisor mientras me quitaba la ropa; alcancé a medio ver el primer avión estrellarse contra la torre y no atiné a comprender lo que ocurría. Me envolví en una toalla y bajé al televisor del estudio donde mi amiga Ligimax Melchor, entonces de visita, daba voces de alarma. No capté la inmensidad de la tragedia y resolví meterme al baño. Cuando salí de la ducha, desnudo, comprendí - en un segundo - que el mundo acababa de cambiar para siempre. Fue la primera vez en mis años en "América" que escuche ruidos en la calle y sentí miedo. Mucho miedo.
Así como había sucedido 13 meses antes, Daniel, entonces destacado en un campo petrolero norteamericano cercano a Afganistán, se tomó el tiempo que sabía yo necesitaba para enfrentar la realidad que me dolía tanto. Así como 13 meses antes, había hecho maromas para comunicarse conmigo desde un bunker desconocido impermeable a la inseguridad de los sentimientos; en ese viaje, ambos tardamos lo nuestro en acercarnos a la fosa conocida como Ground Zero. La circunvalábamos, salíamos del hotel sin atrevernos a mirar hacia atrás, protegidos por la ya restituida amabilidad del bonito sector de Manhattan en que estábamos. Un día, desperté muy temprano y antes de bañarme, envuelto como entonces en una toalla, volví a la ventana, la abrí. Largamente miré la devastación, los obreros que empezaban a llegar, las flores secas y las flores frescas que se amontonaban en algún lugar de los alrededores. Lo que quedaba.
Daniel se despertó y se paró junto a mí,
- Que horror ¿no?
- Horrible, ¿cómo pudo haber pasado?
- El calor - dijo el ingeniero mirando al vacío, buscando una forma de consuelo - el calor; al incendiarse las paredes, después del estallido inicial que fue como una bomba nuclear, aquello cogió una temperatura tan alta que derritió el acero de las vigas. La torre se partió en dos...-
- ¿Vamos? -
- Vamos...ve a arreglarte –
Poco después, en silencio, ambos limpiábamos las lágrimas de nuestros ojos, mientras escudriñábamos los escombros tratando en vano de encontrarle sentido a tanta vida truncada. Las imágenes, muchas veces vistas en la tele, se sucedían, los cuerpos que caían al vacío impulsados por la desesperación, el golpe de la torre al caer, los millones y millones de papelitos que, cayendo de las alturas, cubrieron kilómetros. La estampida humana buscando supervivencia. El horror.
Entonces comprendimos que no veríamos con nuestros ojos el final de esa guerra y sentimos miedo. Caminé hasta una plaza cercana convertida en mausoleo improvisado y compre dos bagels y dos vasos humeantes de apple cider. Vine hasta él y le ofreci uno de cada. Sonreimos. Abrazados echamos a andar hacia el futuro.
Catorce años después, seguimos pensando que nunca veremos el final de esa guerra, pero hemos aprendido a no descorrer cortinas de golpe y, quizás, a no desplomarnos, si al hacerlo la realidad golpea y nos arrincona.

viernes, 2 de septiembre de 2016

La Toma, en primera persona...


Quienes más me conocen saben que el mejor regalo que puedo recibir una mañana cualquiera, es un ratico más en la cama. No me gusta levantarme temprano; aunque el peso de los años me impide dormir hasta más allá de las seis de la mañana, ese pedacito de tiempo en que el ronroneo de sabanas y cobijas me arrulla, solo lo sacrifico a dos cosas: la inminencia de un aeropuerto o la de un gran momento. La segunda se correspondía con ayer, 1 de setiembre. Vine a Caracas a estar en la marcha, sabiendo desde el principio que esta vez, en lugar de escuchar la historia, iba a vivirla. Solo esa convicción me sacó de la cama antes del primer timbre del despertador, con el tiempo justo para "acicalarme con calma" como dice, en tono de burla, mi amiga Albor.
Amaneció temprano, una de esas mañanas frescas caraqueñas que seguramente son la causa del remoquete de  "ciudad de la eterna primavera" con que se le llama. Amaneció, además, bonito; amaneció luminoso, probablemente por eso, a las 6 y media de la mañana calzaba mis zapatos "de marcha" y salía de casa a conseguirme con mi "escuadra de seguridad" (causa asombro los nombres con que la logística bautiza a los amigos) Tenia que atravesar Caracas y no tenía idea de cómo hacerlo, acostumbrado a utilizar un servicio de transporte público (Metro) que no estaba disponible. Después de un buen rato de espera logré un autobús en el que conseguí la primera sorpresa, bajando de Baruta y sus barrios aledaños, por lo menos 50 de las 70 personas que Iban a bordo, llevaban camiseta blanca, gorra (muchas tricolor) y botella de agua en la mano. Uniforme indiscutible de marcha.
Después de un buen desayuno en casa de mis amigos, a donde llegue cruzando una ciudad alborozada inusualmente para esa hora, caminamos las tres cuadras que nos separaban de nuestro punto de concentración, el edificio Parque Cristal de Los Palos Grandes. Eran las 9 y 30 de la mañana; la cantidad de gente no cabía en los ojos. Hacia Chacaíto y hacia El Marques, los dos extremos de la Avenida Francisco de Miranda, las personas se amontonaban, en la mejor actitud.  Se amontonaban, también,  las voces, las pancartas y el hartazgo.  Se amontonaba también la indignación, la multiplicidad, lo que somos y nos hace grandes. Se amontonaba la inmensa diversidad que llamamos gentilicio.
Entonces tuve una epifanía, tímida y quizás poco importante, más allá de cualquier resultado, estaba por comenzar el más importante, serio, grave y mayor acto de repudio que la dictadura revolucionaria bolivariana ha tenido que enfrentar desde que existe; eso logró que me diera por bien servido.
No voy a describir la marcha, básicamente porque no es buen ejercicio de objetividad describir emociones; también porque, literalmente, una imagen vale mas que mil palabras, e imágenes han habido millones; pero, además, porque ese acto espontaneo de civismo ciudadano solo pude entenderlo una vez que regresé a casa y tal vez continúe dejando secuelas de comprensión. Mientras caminaba, saludando viejos conocidos, abrazando amigos, buscando agua y chucherías con que mantener el buen ánimo y escudriñando lo que sucedía en esas cuadras bordeadas por la extraña mezcla de estilos arquitectónicos que es Caracas, empecé a darme cuenta que escuchar conversaciones es una de las cosas que mejor sirve a quien siempre va a querer contar el cuento; eso fue lo que hice. Y eso, lo que me dio la seguridad de apreciar lo que estaba viviendo.
-          - No vale, ya ellos tuvieron su oportunidad de hacer las cosas bien hechas - dijo a mi lado una señora de unos 70 años, mientras grababa en video lo que iba pasando a su lado - lo que tienen que hacer ahora es irse…-
-          - ¿Tú crees que habrá revocatorio? respondió una de sus compañeras
-         -  Tiene que haberlo, porque si no, los vamos a sacar de cualquier modo
Ese simple intercambio de frases que sonaban a lugar común, validó mi epifanía. Esa gran concentración, esa gran marcha que a esa hora, pasado el mediodía, copaba por cientos de miles las avenidas emblemáticas de Caracas y de toda Venezuela (fotografías de todos los rincones del país lo demuestran) había superado la exigencia de un proceso formal de revocatorio,  para convertirse en un acto revocatorio en sí misma, que ante la ineficiencia de un poder electoral entrampado en la complacencia infame, necesitaba expresar su repudio a la dictadura, sin darle otra oportunidad.  Ya, a esa hora, ni siquiera un milagro en forma de abastecimiento, una nueva dádiva, un cambio efectivo de rumbo hubiese salvado al régimen. Millones de venezolanos en todo el país, estaban pidiendo, no por acción de un liderazgo - cuya función admirable fue convocar la fuerza preservando la vida – el fin de una era llena de dolor y penurias, el restablecimiento de una ciudadanía perdida. No hacía falta nada más. Aunque no hubiese habido discursos, (que los hubo y fueron buenos) ni momentos de reflexión (que también estuvieron, acompañados de un Gloria al Bravo Pueblo que sonó a canción bonita) esa concentración mayoritaria de venezolanos procedentes de todos los estados del país, logró con creces el propósito que estuvo claro desde el día mismo en que fue convocada: ponernos en evidencia como fuerza mayoritaria. Contarnos, aunque sea solo por encima, como gente dispuesta a echarle un pulso a quienes pretenden ignorarnos. Eso logro se evidenció desde el minuto cero, lo demás, me perdonan el inciso personal, salió sobrando.
Salimos de la Francisco de Miranda cerca de la una y media de la tarde, adoloridos los pies, rebosante de alegría el corazón y nos fuimos a almorzar; entonces empezamos a escudriñar las redes y enfrentar, con estupor,  nuestra infinita capacidad de auto sabotaje: una tendencia creciente de “opositores” maldecían los líderes que los habían convocado a desafiar todo tipo de obstáculos para estar en Caracas el 1 de septiembre. Maldecían la agenda de acciones - claramente explicada - que empezaba a plantearse en ese momento. Maldecía su presencia en el acto más importante contra la dictadura que se ha realizado en Venezuela. Tanta maldición encontró eco en una mitad aproximada de personas que ofrecían la contraparte. Polarizados, perdíamos la oportunidad de celebrar un éxito que nos pertenece a todos y que tuvo un final esplendido en el inmenso cacerolazo que resonó, tal como se había pedido, bajo el aguacero enorme de las 8 de la noche.
Fue allí cuando comprendí que no basta con tener la certeza de estar cerca del fin y sentirse satisfecho de un gentilicio dispuesto a hacer historia (la marcha fue considerada por observadores internacionales la segunda más grande del mundo) que poner deber cumplido donde casi siempre se ponen muertos, no es suficiente. Luché contra el sabor amargo en la boca de mis sobrinos, atropellados en su esperanza por la impaciente juventud, “pues aquí no se logró nada” (espero con fe que hayan comprendido su error pues son mis interlocutores favoritos) y me enfrenté a voces agoreras, irrespetuosas de un discurso de libertad democrática en el que creo firmemente.
Fue así como comprendí, que lo mejor que podemos hacer es empezar a enseñar que ser parte de la solución significa no agrandar el problema, aunque por ahora, y bajo la sombra de un régimen de oprobios, tal simple asentimiento no parece tener cabida en la mente de muchos venezolanos. Me fui a dormir tranquilo, no obstante, porque no estoy dispuesto a permitir que me dañen la alegría de saberme conectado con la íntima certeza de un final cantado por millones de pasos.
Se muy bien que amanecerá y veremos…

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