domingo, 30 de octubre de 2016

Nosotros y los papeles

El cartel en la puerta de la Prefectura dejaba claramente establecida la norma inviolable: “solo se tramitaran partidas de nacimiento a aquellas personas que pocean (sic) la información de donde la sacaron y en que libro la anotaron” (sic)” aun así, entré a preguntarle a la oficinista,  sentada en una mesa semejante a un puesto de información, si sería posible obtener una partida de nacimiento -  vigente - Obviaré detalles de su aspecto físico, para no ser tildado de desadaptado y no describiré aquí, el realismo mágico de su manicura, para que no me tilden de creativo; pero, créanme, tuve que hacer un esfuerzo para entender que eso eran uñas. Por supuesto, la joven llenó de trabas mi acercamiento,  terminó los dos minutos de tiempo dedicados a atenderme dándome un sano consejo: “pregúntele a su mama donde lo escribió”(sic) (quise contestarle que gustoso le preguntaría eso y diez mil cosas más, si ella me conseguía una forma de hablar con el más allá que no fuera la fallida ouija; pero, me contuve) y me despachó sin miramientos y sin partida de nacimiento -  vigente -
Regresé a casa. En el almuerzo narré divertido la visita a la prefectura; mi hermana, siempre en plan salvador, dijo creer tener una partida vieja guardada en sus archivos. Revisó y la encontró; decía claramente mis datos, los mismos que yo no había vuelto a leer desde que sentí urgencia de hacerme una carta astral: Nacido en Mérida  a las 7:50 de la noche de un 06 de abril de 1961,  Aries, ascendente Escorpión. Nunca más la miré, como no fuera para constatar que era la mía, en uno de esos absurdos momentos en que las leyes venezolanas exigen que uno muestre la partida de nacimiento – vigente - para ciertos trámites, aunque uno tenga cédula de identidad y otros documentos que comprueben que uno, simple mortal, nació en esta ribera. Gracias a esa manía de guardar papeles que tiene mi familia, pude regresar a la oficina de la chica con el realismo mágico en sus uñas y pedir una copia de mi partida de nacimiento - vigente - para acceder de ese  modo a un pasaporte nuevo, que llegó a la oficina de Extranjería (nunca he sabido porque se llama extranjería a una oficina a la que vamos los nativos a obtener un pasaporte, pero así somos) justo en el momento en que tenía que llegar para que  yo pudiera conocer Estambul.
Durante el tiempo en que aguardaba mi pasaporte, murió mi hermano. Estaba enfermo y ese final se esperaba; pero, como suele suceder cuando finalmente llega, nos agarró desprevenidos. Jorge murió en el hospital una madrugada de día feriado. Nosotros nos enteramos, gracias a ciertos amigos médicos ocupados de vigilar su salud, un par de horas después y nos tocó ocuparnos de los trámites. Nuevamente voy a obviar detalles, son demasiado escabrosos; pero, había que poner en marcha un acto exequial, para el que era indispensable un documento que certificara su muerte. Acta de defunción, que llaman. Diligentemente, empleados de la funeraria se mostraron dispuestos a ayudarnos y así lo hicieron; aunque esa diligencia tropezó con el sencillo hecho de que era día feriado. Después de muchas gestiones y para hacer corto un cuento sumamente largo, terminé firmando la hoja en blanco de un gran cuaderno de actas para que la prefecta me entregara un documento provisional que me permitiera sepultar a mi hermano. No obstante, para ello (aunque yo estaba firmando, en una casa desconocida que no era la oficina de la prefectura,  un documento inexistente) hube de presentar la partida de nacimiento - vigente - de mi hermano muerto. La prefecta me lo explicó clarito:
-          Yo necesito saber que estuvo vivo, para poder decir que está muerto y para eso, la partida de nacimiento – vigente -  es lo que se usa, cualquiera inventa una cédula.
(Cualquiera inventa una morgue y un hermano muerto y un corazón destrozado y unos ojos hinchados por el dolor, me provocó decirle; pero, me contuve) por suerte, entre los documentos que llevaba conmigo, había una partida de nacimiento de mi hermano, vieja y no vigente, aunque ese pequeño detalle lo resolvieron algunos billetes de cien, de cuando los billetes de cien valían algo.
Recién llegado de un exilio de más de una década, el tema de la partida de nacimiento se me convirtió en una obsesión. Estos dos eventos (hay un tercero con un número de RIF y un tema sucesoral, pero es demasiado) me pusieron en guardia, enloqueciéndome. Por vez primera, un funcionario gubernamental me explicó – dos veces - que las partidas de nacimiento venezolanas tienen VIGENCIA. Es decir, en este país, una partida de nacimiento vence. Usted nace, es inscrito en el registro civil y a los seis meses de ese trámite, es posible que la prueba “de que usted está vivo” no sea válida.
Excepto, por supuesto, que usted pretenda ser Presidente de la Republica y tenga, como yo tuve en su momento, suficientes billetes de cien para que un tribunal ocioso decida que esa partida de nacimiento - que nos revienta las pelotas a los venezolanos (la necesitamos hasta para comprarle pañales a nuestros hijos) es un papel absolutamente prescindible. Es un aviso que debería alegrarnos, quizás represente cierta modernización de nuestra cotidianidad, ha quedado claro: el máximo tribunal de la republica, desde el pasado 28 de Octubre, ha dejado sin efecto un trámite más en nuestra vida: para ser venezolano no hace falta tener partida de nacimiento, vigente o no. Lo siento mucho, señora prefecta de la parroquia Domingo Peña.
Yo no sé ustedes; pero, viéndolo bien, para el resto de nosotros esa también es una buena noticia.

domingo, 23 de octubre de 2016

El cuento de una decepción

Cuando llegó  a Mérida, hace ahora siete años, Marisela era una estudiante brillante de 18 años, cuya vida adulta había conocido solamente la voz – autoritaria,  suele llamarla –  de un presidente: el difunto, como le dice sin nombrarlo.  Proveniente de una familia en la que la academia es muy importante, escogió la Universidad de Los Andes  porque sabía que su facultad de arquitectura estaba entre las mejores de país y porque Mérida, lugar privilegiado de vacaciones,  le hacía sentir bien. Se mudaba sola, por primera vez,  a enfrentarse a la vida universitaria. Se integró rápidamente, según cuenta,  diciendo simplemente que para ella, era totalmente distinto al colegio privado en que estudió en Valencia. Eso la divertía.
No recuerda exactamente en qué momento empezó a tomar en serio lo-que-nos-está-pasando, tampoco por qué motivo. Sabe, y su voz lo revela cuando habla, que como muchos otros muchachos de su edad, no podía permanecer callada. Ella cree que, siendo Aries, el fuego que necesita para hacerlo le fue dado en el nacimiento; pero,  tampoco jura por ello. Sencillamente buscó como ser  parte y encontró muchas opciones que fue probando y descartando según le dieran o no respuesta a sus expectativas
-          En realidad, hay muchísima gente trabajando por producir un cambio, entre los estudiantes por supuesto mucho más. No tienes idea de la cantidad enorme de proyectos que surgen casi diariamente y mueren con igual rapidez. Es como si todo el mundo quisiera arrimar el hombro – cuenta con la voz alta y emocionada que lucha contra un rictus de rabia imposible de disimular
Marisela es una activista que extrañamente prefiere estar un poco a  la sombra. Ayuda en cuanto puede; pero,  tiene claro que estudió una carrera demandante y que para ella lo más importante siempre fue graduarse en tiempo record, cosa que consiguió con honores, para buscarse la vida en la misma ciudad que la había acogido. Un pequeño taller de diseño y algunos “tigres” con amigos que había conocido en el camino, le dan para sobrevivir en el pequeño apartamento que compró hace un par de años gracias a la ayuda de su papá y algunos golpes de suerte. Marisela, aun conociendo los obstáculos gigantescos de estos años difíciles, consigue tiempo para participar en cuanta actividad política o social se  le presente.  Le gusta la cosa electoral, muchísimo  y ha trabajado, incansable, en cuanta elección se ha celebrado en los últimos ocho años
-          Hago de todo – dice - de todo, es de de todo. Desde preparar sándwiches para los que están en las mesas electorales hasta custodiar actas y pegar gritos en los centros electorales cuando quieren embromar a los electores. Me encanta una elección, me encanta eso de ver la democracia validándose a sí misma. Definitivamente, soy apasionada del acto de votar. Eso lo juro. No sabes cómo defiendo lo de ir a votar, incluso cuando no tenia edad para hacerlo. La primera cosa que hice cuando cumplí 18 fue inscribirme en el REP. Para mí eso fue como ponerme tacones cuando cumplí 15 – relata, relajando a carcajadas el semblante adusto de la conversación.
Eso debe ser, quizás, lo que la impulsó a creer firmemente en el llamado al Referendo Revocatorio y abocarse a él. Dice, con el rostro ensombrecido, que estuvo a punto de cerrar su taller, que dejó de ver a sus amigos, que peleó mil veces con su novio, que se enfrascó en mil discusiones, que lo puso todo, todo, una vez más, porque estaba segura que aun en medio de todas las trabas posibles, ellos no iban a atreverse a suspenderlo, aunque sabíamos que lo postergarían para el 2017. – lo juro, yo nunca me imaginé que se atreverían a suspenderlo, nunca –
El Jueves pasado, Marisela estaba reunida en su taller, a puertas cerradas,  con un grupo de compañeros a los que ha reclutado en su empeño por ayudar, preparando estrategias (estábamos tan enfrascado en eso que todos los días inventábamos algo nuevo) cuando uno de los muchachos leyó en tuiter noticias alarmantes que anunciaban justicia (- una justicia que,  francamente, me cuesta entender - dice con  mucha rabia) A todos les preocupó la cosa;  pero, fue ella la primera en reaccionar, buscando mayores noticias
-          Fue un punto de inflexión, como dicen. Creo que nos pusimos como locos. Yo escudriñé los tuiter de todo el mundo, reventé la computadora buscando noticias, hice llamadas a gente que podía estar mejor informada que yo. Hasta que vi el tuit de un periodista que cubre la fuente del CNE (se refiere a Eugenio Martínez, a quien sigue con devoción de estrella de rock) y revise su timeline; sin decirlo, estaba anunciando lo que minutos después leeríamos en el comunicado del CNE. Te juro que me sentí destruida. No puedo ni siquiera recordar bien como llegué a mi casa. No estoy exagerando, era como si me hubieran anunciado la muerte  de un familiar cercano. No podía parar de llorar. No había nada en esta tierra que me consolara. Hacerlo de esa forma….Dios….es que son exquisitos en su maldad…
Marisela se refiere a la decisión del CNE de “paralizar, hasta nueva orden judicial, el proceso de recolección de 20% de las manifestaciones de voluntad, que estaba previsto para el 26, 27 y 28 de octubre próximos, y en el que el Consejo Nacional Electoral estaba trabajando” dictada al amparo de unas sentencias emitidas por tribunales penales de Carabobo, Apure, Aragua, Bolívar y Monagas que se tomó tras la admisión de “querellas penales por los delitos de falsa atestación ante funcionario público, aprovechamiento de acto falso y suministro de datos falsos al Poder Electoral”. Sentencias que, todos sabemos, son de dudosa legalidad al no encontrarse enmarcadas dentro de lo que se conoce en derecho como el debido proceso y han sido emitidas por tribunales que, según todos los analistas, no tienen la debida jurisdicción electoral.
-          Me quedé de piedra, herida y muy molesta – continua la conversación - Poco a poco  me di cuenta que además, me llené de decepción. Entendí cabalmente que el golpe estaba dirigido a los que creíamos, a quienes estábamos apostando por el cambio, que el golpe está dirigido a desmoralizarnos, a  repletar las redes sociales con fotos del piso de Maiquetía, a volvernos leña. Pensé que eso que llaman salidas constitucionales y democráticas, habían sido acabadas para siempre y no hay manera de que logre convencerme de lo contrario. Simplemente me convertí, en un segundo,  en militante del pesimismo.  No tengo idea de por qué no he tomado la decisión de irme del país. Mis dos hermanos ya lo hicieron y no están mal; yo no entiendo cómo es que no me les uno, aunque peligrosamente, esa idea me ronda cada vez más y más cerca.
Marisela asegura que no entiende cómo es que a partir del jueves hay personas llamando a mantenerse optimistas, tampoco como es que ha leído que esa decisión del CNE demuestra que el gobierno está acorralado y el final está cerca. En su vehemencia veinteañera, no comprende cómo puede alguien vaticinar un final distinto a la matazón y el sangrero y se asusta con una actitud que ella percibe frívola, anecdótica, una actitud que desprecia la forma, y hasta el fondo, quedándose en el titular. Nos despedimos, empieza una fina lluviecita a caer sobre la esquina en que nos hemos encontrado,  por casualidad,  para repetir el afecto de profesor y alumna con el que nos tratamos desde que la ayudé a redactar su tesis de grado. Marisela, bonita, altiva, bien vestida, con su eterno bolso gigantesco guindando de un hombro, me sujeta las manos en un gesto que antes tenía mucho de alegre. Me mira a los ojos, los suyos están conteniendo unas lágrimas que seguramente caerán cuando camine hasta el estacionamiento. Los míos están nublados desde hace rato.
-          Nada, Profe…Hay que bajar la cabeza. Nos guste o no, hay que bajar la cabeza. Yo por lo pronto, estoy fuera de todo. A lo mejor me verá en alguna marcha o no sé; pero, estoy fuera de todo, por lo menos hasta que me recomponga y ¿sabe qué? ayer mi hermano volvió a decirme que estaba loca. El problema es que estoy punto de creerle.
La abracé y le di un beso en la mejilla al que ella respondió diciéndome - te quiero mucho profe- lo hice porque me quedé sin palabras. En esa esquina, buscando un alero para protegerme de la lluvia de la tarde, me quedé sin palabras mientras la veía alejarse.
De pronto, lo único que pensé es en lo mucho que le dolería al país que ella también se vaya. Pero la entendí porque recordé algo que me dijo hace muchos años un profesor muy querido, “cuando uno es joven y tiene ganas, es preferible vivir, donde se pueda vivir”. Cabizbajo, limpié mis anteojos  y me vine a casa caminando bajo la lluvia.

jueves, 13 de octubre de 2016

Transas del camino

Cuentan que más que un pueblo, La Fría era tan solo una estación de tren en el medio del camino a San Cristóbal. También que, a mediados del siglo XIX, una peste desconocida empezó a arrasar su población;  los enfermos eran sacudidos por escalofríos intensos, imposibles de remediar, hasta que morían “de frio”. La peste (para que vean que la costumbre de bautizar enfermedades es propia de nuestro ADN)  empezó a ser llamada La Fría y al pueblecito, capital del Municipio García de Hevia del estado Táchira, se le quedó el mote como único nombre. Desde entonces creció, como la mayoría de los pueblos andinos, a orillas de un camino convertido más tarde en carretera, demasiado cerca de la frontera Colombiana  como para que a alguien se le ocurriera formalizarlo. Hoy, es un pueblo dividido en dos mitades por una carretera Panamericana,  que se transita, obligado, cuando se atraviesan Los Andes camino a Cúcuta, el Mayami colombiano,  más allá de la línea fronteriza, convertido por la crisis en paliativo, supermercado y atenuante de todos nuestros males;  los que se pueden remediar con dinero y los que se pueden remediar buscando maneras de hacer dinero.
Confieso que nunca había ido; como muchísimos merideños, había pasado por allí, pero jamás se me había ocurrido que La Fría era destino para buscar, por ejemplo, un sitio para almorzar. Lo hice por primera vez la semana pasada, buscándole nuevas rutas al menguado negocio del que vivimos los hermanos y entonces, como nunca antes, comprendí el termino Venezuela profunda. No porque nunca lo hubiera vivido antes, más bien porque desde que regresé a esta casa grande llamada crisis, no he hecho otra cosa más que protegerme de sus golpes. La Fría me arrancó el chaleco antibalas dejándome desnudo frente a  lo que venimos siendo.
De Mérida a La Fría  hay unas dos horas de buen camino, quizás un poco más; se pasa El Vigía y plantación adentro empiezan a aparecer alcabalas, puestos de control, pueblecitos, verdores y agobiante calor.  Algunos pedazos de esa carretera, conocida como La Panamericana, están mejor que otros e incluso alardean de autopista. A todos lados, campos en verdes inimaginables son hogar de poquísimas reses;  alguien asegura que es lo mejor,  hoy día tener (es decir, exhibir) gran cantidad de animales es cebo para desgracias que nadie quiere vivir. Por esa carretera, de cada 20 vehículos que circulan, por lo menos 15 son enormes camionetas,  casi siempre  conducidas por muchachitos, que, invariablemente delante de uno, muestran impúdicamente el negocio de este siglo: la mayoría  se detiene en todos los puntos de control – hay decenas - baja el vidrio de su ventana y extiende algunos billetes, sin mediar más que un saludo,  al policía que lo ha detenido por un instante. Nadie hace revisión alguna, nadie pregunta por papeles de ningún tipo, nadie se interesa realmente por nada distinto: el conductor extiende la mano, el (la) policía también y en su rostro se dibuja una sonrisa. Enseguida, la mano izquierda hecha un ovillo, se cierra hasta que la cantidad de billetes prácticamente impide otro  movimiento que no sea vaciar su contenido en el bolsillo trasero del ajustado pantalón de uniforme de policía. Una vez es un o una  policía bolivariano, la siguiente es un soldado o soldada y así, alternadamente, hasta que una alcabala formal (de las que puede haber unas tres o cuatro en la ruta) deja pasar sin remilgos a todo el que ya ha atravesado los muchos puntos de control colocados en la Panamericana. No se detienen, no hacen ninguna transacción, al menos, ninguna que hayamos podido ver nosotros. Dicen que todas esas camionetas transportan gasolina en un tanque oculto.
Gasolina que, por cierto, es dificilísima de conseguir para – finalmente - llegar a La Fría,  un lugar más bien feo y desordenado que se burla de su nombre descaradamente. Sus calles hierven, el calor abruma, el caos asalta en cada esquina. Tal vez por eso, trabajar allí significó “al mal tiempo, darle prisa” hasta que llegó el momento de comer. Es un pueblo en el que no es fácil conseguir un lugar adecuado para eso, como no sean polleras, cosa que descarto de entrada o un par de lugares demasiado caros para lo que representan. Casi a punto de renunciar a la idea, un sitio que garantiza aire acondicionado ofreciendo menú ejecutivo a 1800 bolívares, sale a nuestro encuentro. Es un restaurante de pueblo, con pretensiones y demasiados globos rosados para hacer ver que está adornado. Allí, la otra transa es el país tragicómico:
-             -   Buenas tardes, nos cuenta el menú ejecutivo - decimos
-             -   Menú ejecutivo no hay, se acabó todo, tienen que pedir a la carta
-             -   Tráiganos la carta, entonces
La revisamos, es un extenso menú, típico de estos lugares, donde los nombres mal escritos de platos presuntuosos que nadie ordena, se mezclan con la oferta doméstica de todos los días.
-             -   Tres pollos a la plancha con tostones, una limonada y dos Coca Colas -  ordenamos
Unos minutos más tarde regresa el mesero
-          -   Miren, a mi me gusta ser honesto, por eso se los digo: Ese pollo que está allá no se los puedo servir porque está azul...pidan otra cosa
-            -    Déjenos ver la carta otra vez -
La carta reaparece, una segunda mirada y un nuevo pedido
-           -   Tres lomitos a la criolla, igual, con tostones -
El mesero se va, regresa en un par de minutos
-           -   El lomito no se los puedo servir, está muy duro -
-             -  Si está muy duro no es lomito -
-            -   Si, es lomito, pero es una parte del lomito que se pone dura -
-             -   Eso no existe. Si está duro no es lomito -
-             -   Bueno, está bien, es punta, pero lo ofrecemos como lomito. De todos modos no se los puedo servir 
-             -   Está bien….hagamos algo, traiga otra limonada y sírvanos tres pastas Boloña -
La seguridad de un plato que no admite mayores equivocaciones al menos va a saciarnos el hambre. El lugar empieza a darnos muy mala espina. El mesero regresa después de unos minutos largos, lleva en sus manos tres platos.
-           -   No vayan a creer  que este es el pollo del que les hablé al principio…este pollo…. -
-        -  Ni aunque me traigas el pollo vivo y lo mates frente a mí, me como eso. Tu dijiste que ese pollo estaba piche -
-             -   Pero es que… -
-             -   Pero es que nada, nosotros pedimos tres pastas Boloña y eso es lo que queremos -
-             -   No…miren, no se preocupen, este no es el pollo de antes, ya voy a traerles el contorno -
-             -   No, llévese eso y tráiganos las pastas Boloña -
El mesero se va, ofendido. Regresa a los segundos.
-            -  No puedo traerles la pasta Boloña. No está saliendo, puedo ofrecerles camarones, pasta carbonara con camarones - (inimaginable combinación y plato más caro del menú)
-            -    Mire señor, dígame cuanto le debemos por los refrescos y ya, mejor nos vamos -
-            -    Son mil novecientos bolívares -
Le entrego mi tarjeta de debito. El mesero se va y regresa.
-             -   Para procesar su tarjeta de debito, tengo que cargarle el 10% -
-             -   Hágalo por favor, cóbrese el 10% pero cóbrese, queremos irnos -
El mesero regresa.
-             -   No, definitivamente, no puedo pasar su tarjeta. Tiene que pagar en efectivo -
-             -   ¿Sabe qué?, no tengo efectivo. Nos vamos sin pagar -
-            -    Señor…es que…. -
-             -   Nada….nos vamos sin pagar, yo le dije al principio que no tenía efectivo -
Nos levantamos y nos fuimos, sin pagar los mil novecientos bolívares de dos refrescos y dos limonadas; mientras, allá lejos, al mesero le reclaman – fortísimo - algo que tenía que ver con nosotros.
Regresamos  al calor horrible a  buscar otro sitio para comer, sin entender  ¿En qué momento, cual loco nos extravió a todos? ¿Cómo pasó? Nadie lo sabe: aquí es así, La Fría, su carretera y sus transas  se repiten en cada rincón, incluso en los que aparecen en la guías de Valentina Quintero.

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