sábado, 31 de diciembre de 2016

QUE VENGA!

                          
 Véngase pronto que hoy estoy necesitando bienestar
                           Alivio que cure mis penas con solo su mirar
                          Vengase de prisa, mire que estoy deseando
                           Construir un nido de preciso encanto...
                           (BACANOS / LOS PELAOS)
Un par de días antes del jolgorio obligado que significa despedir un año, fui invitado a una pequeña celebración por alguien a quien quiero mucho aunque veo poco. Un amigo de esos que uno quisiera tener adherido a su vida, pero no lo hace por zoquete. Fue una reunión muy pequeña, muy informal. Alguien llevó un par de botellas de ron (antes habríamos llevado whisky)  alguien más un par de  Pepsis (las de ahora son light, a juro) yo puse algo y por ahí aparecieron limones para unas Cubas Libres perfectas que nos tomamos como agua (yo que no consumo nada de alcohol, me tome cuatro) De pronto, la conversación agradabilísima se enfiló hacia nuestro único tema, Venezuela. No voy a contar detalles; pero esa noche, más que ninguna otra del año que está por terminar dentro de unas horas, me plantó cerca de la posibilidad de recuperar la fe. No quiero desmerecer otros encuentros, no quiero que ninguno de mis amigos se sienta ofendido por no hacer de alguna de sus noches del 2016 una ocasión memorable; pero, la noche del 29 de diciembre se me grabó a fuego en las entrañas. La noche del 29 de diciembre fui capaz de perdonar al horrible 2016 y sentir que, aunque nada de lo acontecido esa noche pase de ser un recuerdo vivo que me acompañe por el resto de mi vida, es posible encontrar una vía para sanar. Eso me basta. Puesto a hacer una lista de deseos para 2017 repetiré como un mantra lo que dijo uno de los asistentes a esa reunión (una persona excepcionalmente valiosa a quien espero poder adoptar hasta que la muerte nos separe) “que venga, que tenga, que convenga y que me sorprenda”. Es cierto, yo no agregaría nada más. ¿Para qué? Ya estuvimos ante un año en el que el dolor fue moneda de cambio. En el que la vida se la jugó duro en nuestra contra, en que las múltiples alegrías se desvanecieron en el esfuerzo de vivir y en el que perder, si es por algo, significo mucho más que perder el juego.
Mi amigo, el anfitrión de esa noche, me llama Carlitos – desde que me conoce - es la única persona del mundo que decidió diminutivizar mi nombre, quedándose con el segundo, posiblemente porque compartimos el primero. Es un tipo cauteloso, desconfiado y excesivo. Es también un hombre trabajador y modesto. Es un lujo. Tiene risa fácil y humor ligero, sus invitados de esa noche también. En algún momento de la conversación,  ya al filo de varios tragos, me recordó que yo no tenía razones para quejarme, que mi año había sido bueno y productivo. Fue un sacudón; tengo tendencia a creer que no es así, quizás porque el año 2016 me trajo uno de los dolores más grandes de mi vida, al arrebatarme a mi indispensable Cheo Vaisman dejándome para siempre – inconsolable -  sin el más importante interlocutor de mi cotidianidad.  Quizás porque cerró amenazando la salud y la tranquilidad de mi familia. Quizás porque la economía personal se descalabró lastimosamente. Quizás porque vi costuras maltrechas en personas que nunca mostraban sus miserias hasta que les tocó ser tan venezolanos apaleados como yo. Quizás porque me robaron varias veces, quizás porque una vez más tuve que conformarme con quedarme en casa un verano en el que podía, como antes, estar caminando por Paris. Quien sabe por qué. Tengo tendencia a creer que el 2016 fue,  de golpe en golpe, mostrándose como un año horrible, hasta que Juan me sentó en una silla y me recordó que soy de los que no puede quejarse de nada. “un grupito, Carlitos, un grupito chiquito de gente al que perteneces tu y yo y alguna poca gente que conocemos” me dijo. Sin decirlo, Juan me sentó de golpe en la obligación de seguir haciendo que el año, que cada año,  sea lo que yo quiera que sea, por encima del imponderable dolor de los golpes del destino, que no son otra cosa que eso,  aun siendo incomprensibles.
Asi pues, decido aprenderme las palabras de Juan y agradecerlas mientras me copio las que dijo el otro,  nuevo amigo del alma de muy  reciente data, para repètirlas como mantra para un año que será difícil, duro. Un año que será una locura inexplicable, un año que traerá frustración, angustia, escasez, hambre, enfermedades y muchas ganas de salir corriendo. Un año en el que,  posiblemente, no tengamos más opción que poner distancia con esta tierra y esta casa para  intentar crecer en otro suelo abonado: “que venga, que tenga, que convenga y me sorprenda” En esta tierra incierta, el problema más grave es que no tenemos otro año al que ir; nos toca el 2017 y su carga de malos presagios. ¿Será imposible voltear la tortilla?
Yo creo que no. Yo creo que podemos hacer un esfuerzo personal para amortiguar el golpe. Aunque no tenga la receta, creo que “ponernos creativos” y enfrentar los vientos y las mareas – que serán muchos y muy duros – sin necesidad de resignaciones, renuncias o abandonos puede ser útil; pero, solo  si rectificamos la ruta, una cosa que siempre se puede. No se trata de hacerlo para el colectivo si no somos capaces primero de hacerlo dentro de nosotros. Nuestro trabajo no es hacia afuera, nuestro trabajo debe ser, primero y por encima de todo, hacia lo que nos brinda el empeño de vida que necesitamos para vivir. Como en esa pequeña fiesta de navidad del 29 de diciembre, en la que nos regalamos el mejor ánimo un grupo muy pequeño de personas aleatoriamente escogidas por la vida.
De modo que - duro y parejo - los invito a darse con el año: es siempre una ocasión de futuro, es siempre una ocasión de verdades. Los invito desde mi gratitud más sincera: muchos de ustedes han sido una fiesta en mi vida, me han leído, me han acompañado al teatro, me han prestado su apoyo, están pendientes de mí y de mis inventos. Muchos de ustedes han llenado mi vida de alegría, han extendido sus manos, me han sentado a su mesa. Muchos de ustedes han sido mis cómplices y han comprendido el dolor irrepetible de ponerle el pecho a las balas del destino. Muchos de ustedes me han querido lo suficiente como para que yo lo sienta, han sido artífices de bienestar y abrazo de compañía. Muchos de ustedes han estado presentes en otras fiestas de amor.  Los que no, importan menos, no soy yo el que pierde cuando alguien que se dice amigo decide mostrar su peor rostro al mostrar su ausencia (cosas que pasan, dijera Celinita)
Que se vaya el 2016, que me deje la presencia amada de mis muertos, de mis horas menguadas, de mis sustos y mis desazones para saber que estoy vivo y aprendiendo, que no borre el surco de mis lágrimas, ni seque su caudal.  Que deje también el ruido de los aplausos, el chasquido de un beso en la mejilla recibido al pasar, la mano estrujada por el apretón del pana, la costilla adolorida por el abrazo, la sabana arrugada  por el amor, la sonrisa del chiste oportuno, el humor de mis amigos, la fuerza del escenario, la palabra escrita, la vida de todos contada por cada uno, la imagen precisa, la oración perfecta. Que me deje la dicha interminable de ser tío y mantenga la alegría de la Guayandina y la memoria de la Quinta Mis Nietos, intacta en mi devenir. Que sume canas, que sume ganas y traiga amores. Que nos enseñe a recibir y enfrentar la tormenta. Que me enseñe a saber, hasta que la muerte nos separe, que es solo con gente, como se aprende a vivir con gente.
Que se lleve la hiperbólica manía de ser más que todos en el rasgar de la mala nueva que no es tal y que nos enseñe a ser colectivo, desde lo más intimo de una fiesta informal de poquiticos,  en el que cada uno ponga algo, para poner vida.
Que venga, que tenga, que convenga y nos sorprenda!!!

sábado, 24 de diciembre de 2016

Memorias de Navidad

Uno cruzaba a la derecha, al llegar a la Avenida Alejo Zuloaga de El Trigal y la segunda casa a la izquierda era la Quinta Mis Nietos; era Valencia, primero que nada, fiesta de primos, patio de juegos y escenario de memorias. Era la casa de mis abuelos, la casa de los Liendo. La casa de Ofelia y mi Tía Gladys o la presencia de un príncipe venido de Puerto Cabello (o Choroní, o por esos lados, pues esa información siempre cambia) que era Don Juan, el abuelo a quien la muerte libró de un mal recuerdo grabándolo para siempre en nuestra memoria como el hombre más bello de este mundo y punto. Era sobre todo - y sigue siendo - la Navidad, aunque una nueva generación haya cambiado escenarios,  el Trigal siga siendo Valencia y la Quinta Mis Nietos no exista más.
Era una casa enorme, tanto que encerrados bajo el ojo escrutador de la abuela Ofelia, sus pisos de granito fueron nuestras primeras pistas de patinaje.  Despertábamos en cualquier habitación – nadie tenía habitación fija si llegaba de visita – nos calzábamos los patines Winchester cuyas llaves manejaba magistralmente mi hermano Luis y enloquecíamos al tropel de adultos que entraban y salían prestándonos la más pequeña atención. Los niños, siempre que estuvieran dentro de los límites de la gran casona, eran olímpicamente ignorados después del primer saludo y las carantoñas de identificación que permitían establecer primogenituras. Nosotros éramos hijos del primer matrimonio de Cheo, por tanto, junto a los Romero, hijos del único (indisoluble) matrimonio de Gladys, eramos primogénitos dueños del cariño, el regaño y la atención de los muchos que iban llegando. Por ahí campeaban también los hijos del primer matrimonio del Tío Popito, Mamita el primer amor de todos (a quien yo lancé inadvertidamente por una escalera ocasionándole un año de yesos y otros malestares) y Juan Alberto, el más peleón y más difícil de los que llevan el pleito rápido en el ADN de los Liendo y los primos, grandes y robustos, herederos de la buena onda de mi Tío Iván y la simpatía de Beatriz Cedeño, la tía que se volvió tan Liendo que se nos cae la baba por ella.  A nuestro lado, para protegernos de los extraños, la complicidad de Gladys y Leopoldo era orden sagrada que compartían sus hijos, nuestros primeros hermanos, Los Romero, compañeros de todo lo bueno y todo lo menos bueno de aquella era que, como la canción, parió un corazón que sirve para aguantar lo que venga.
Era también una casa de locos. Literalmente.  Una casa que conoció varios tiempos, los de Don Juan, que la convirtió en palacio. Los de la enfermedad de Don Juan, que la convirtió en un triste hospital silencioso. Los de Ofelia, viuda al garete, que la convirtió en casa de abuela. Los de la tía Beatriz, que la convirtió en alegrías playeras a bordo de un Fairlane azul turquesa. Los del tío Negro, que la convirtió en fiesta y los de mi papa, que la convirtió en nuestra, aunque solo fuera por unos días al año.
En el piso de arriba, el tío Leopoldo y mi papa amanecían, con una botella de ron en la mesa y discos de Blanca Rosa Gil que todavía existen,  tratando de cambiar el mundo mientras alimentaban una amistad que no logró destruir la muerte. En una habitación misteriosa detrás de todo, mi Tío Enrique, guapo y jovencísimo, terminaba estudios y nos hacia la vida a cuadritos tanto como nosotros se la hacíamos a él. En el piso de abajo, la Abuela Ofelia (Fella, la O, le decía mi madre) mandaba con mano de hierro, guantes de seda y modales de margariteña (hay que tener una abuela playera para saber lo que eso significa) sobre esa  casa que parecía gravitar sobre una cocina grandísima encendida las 24 horas. Mi abuela Ofelia hacia las mejores cachapas, las mejores arepas, el mejor pisillo de chigüire y las mejores hallacas de este mundo. Hacia los mejores papagayos (de verdad era una experta haciéndolos) y tenía una amistad indestructible con la playa, las arepas de maíz pelado y los cuentos de espantos y aparecidos. La abuela Ofelia amaba la casa llena y era grosera, aspaventosa y reilona. Debe ser por eso que cada 24 de diciembre me provoca verla sentada en el sillón reclinable de la antesala de su habitación (un bunker al que teníamos acceso los nietos, a pesar del reinado inalienable de Chabela) alimentando un ventilador industrial al que siempre, siempre, quisimos meterle la mano (gracias a Dios que ella no nos lo permitió) devorando telenovelas o desgranando las cuentas de un rosario demasiado grande para ser tomado en cuenta. Debe ser por eso  que me parece un privilegio haber salido de esa casa ruidosa en la que siempre sonaba Billo`s desde el primero de diciembre (vengo del olivo, vengo del olivo, voy al olivar, un año que viene y otro que se va)  se tendían hallacas casi a diario pues,  cuando los tiempos apretaron, Ofelia se busco la vida vendiéndolas, y se recibía gente – de todos los caminos – para celebrar una navidad que, por supuesto, terminaba en peloteras de borrachos, pleitos ancestrales (los Liendo toda la vida pelearon por las mismas razones y toda la vida pelearon durísimo) en donde era imposible emular la vida principesca que Don Juan se llevó a la tumba.
La Quinta Mis Nietos ya no existe. La mayoría de quienes engendraron los nietos que le dio nombre, tampoco. La Navidad es un recuerdo del que casi no hay celebración ahora. Los tiempos felices se fueron yendo en cada ladrillo de la Quinta Mis Nietos que se llevó el progreso y se enredó en el  pregonar de unos tiempos nuevos que fracasaron llenándonos la vida de desesperanzas; pero, todos tenemos la casa de los abuelos. Todos tenemos un refugio. Apelemos a él para saber que podemos echar a andar por alguna senda de bien otra vez. Que esos tiempos fracasados no pueden ser más una visión de frente, que ya está, que terminaron. Que nada puede ser peor, que ya no pueden hacer mas daño.
Todos tenemos una liana de la cual sujetarnos para saltar al otro lado. Es Navidad, pensemos en eso; pensemos en lo que significa este día, pensemos en el motivo por el que hoy el ánimo de fiesta se ha mermado y vayamos en su búsqueda, aunque solo sea para volver a celebrar una Navidad que signifique algo de lo que somos, porque, después de todo, cada Quinta Mis Nietos de esta tierra vuelta añicos, merece un minuto de memoria, un minuto de querer salvar lo que tiene de cada uno, lo que tiene de esperanza y lo que tiene de sembrado. Decía mi madre, repitiendo una copla leída en alguna parte, “lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado”  usted y yo sabemos que esas raíces están sepultadas en muchas Quintas Mis Nietos, en muchas Avenidas Zuloaga, en muchas casas de cuando éramos chiquitos.
¿No es cierto que la Navidad es renacimiento y reflexión?  Que renazcan entonces,  en cada venezolano, las paredes de la casa de su infancia, los jardines de la casa de los abuelos. Que encontremos las llaves y abramos los arcones. Que encontremos las fuerzas en la hallaca de tiempos idos y volvamos a sentarnos a la mesa, juntos,  para renacer todos los días de los años que nos quedan para reconstruir futuro, esa tarea urgente e impostergable que nos obliga a todos.

FELIZ NAVIDAD!

domingo, 4 de diciembre de 2016

LA VIDA DE NOS

Cada vez estoy más cerca de creer que, absolutamente, no hay nada fortuito en la vida. Yo, que soy un espíritu inferior y paso de todas las modas impuestas por lo que llaman New Age, hablo mal español, de acuerdo a esas nuevas modas,  me horrorizan las varitas mágicas y los nombres que el siglo XXI insiste en ponerle a cosas que uno conoce desde chiquito como lo que eran;  estoy convenciéndome de cosas como la “causalidad” detrás de ciertas casualidades. Como la causalidad, por ejemplo, que lleva reencontrar afectos o aceptar invitaciones de las que uno nunca sabe qué cosa puede obtener. Tendré que ponerle mejor atención a la vida.
Hace seis meses mi amiga Albor Rodríguez me hizo un regalo de cumpleaños invitándome a pasar unos días con ella y un grupo estupendo de periodistas muy jóvenes,  como participante del 11 Seminario de Periodismo Narrativo y de Investigación de la Fundación Biggot. Lo hizo, como me dijo entonces, “porque sé que tienes interés en la escritura y tienes tu blog y creo que te haría bien hacerlo”. Ese cuento, el del taller, es suficientemente bueno como para una crónica exclusivamente destinada a narrarlo; yo creo que no soy quien debe hacerlo. Pero, ese cuento, el del taller, es lo que me ha dado la oportunidad más provechosa de estos últimos años y lo que me ha regalado, junto al regalo de Albor, un nuevo proyecto creativo con el que ponerle un poco de taima a toda esta cosa tenebrosa que nos-está-pasando. Es que no se puede vivir si no se buscan espacios para enfrentar la crisis - personal y colectiva - y aun pudiendo refugiarme, como lo hago,  en “el duende del teatro” (Temix dixit) y su carrera de obstáculos, pienso permanentemente que un poco más de compromiso no viene mal y entonces escribo  (por cierto, he notado que la frecuencia con que lo hago disminuye, cosa que no me gusta) o busco formas de permitirle a otros duendes salir a buscar su casa; por eso, la causalidad de Albor y su seminario maravilloso.
Es un recuerdo que me ilumina a cada rato. Estábamos sentados en el porche del hotel, en un sofá de mimbre mojado por la lluvia que acababa de terminar;  ella fumaba cigarrillo tras cigarrillo y yo buscaba la forma de servir un par de tragos con los que calentar la tarde. Anochecía.  Albor, vestida de blanco,  como hace desde que el luto le ordenó esconder colores, bromeaba sobre la necesidad de hacer algo más con su vida profesional e inquiría confesiones acerca de mi trabajo. Era, como siempre, una conversación divertida; de pronto, me contó una idea. Lo hizo sin otra intención que hacerlo y me dijo que a la tarde del día siguiente se reuniría con Héctor Torres para contársela. Todo lo que yo sabía de Héctor es que era el autor de un libro que había leído poco antes (Caracas Muerde) inspirándome el deseo de hacer un trabajo, aun en ciernes, sobre la violencia que nos tiene locos. Esa noche me fui a comer con los compañeros del taller y me quedé pensando en lo buena que era la idea que mi amiga me había contado. Más nada.
Al día siguiente, en la tarde, al finalizar la sesión de trabajo, salí del hotel para ir a encontrarme con amigos y al salir, vi a Héctor llegar al hotel para su cita puntual con Albor. Ni siquiera nos saludamos. Nada distinto a aprovechar el seminario al máximo se me había pasado por la cabeza, hasta que en una conversación muy informal y chistosa, surgió la posibilidad de trasladar mis años de experiencia como productor al medio literario. Esa noche, en otra conversación similar a la anterior, Albor sugirió que me “entrenara” ayudándola a producir su proyecto editorial, en el que ya Héctor Torres había aceptado participar.
Es habitual que en mi vida las cosas sucedan de ese modo. De pronto, antes de que yo pueda decir que si o que no, se empieza a amontonar trabajo. Me ha sucedido con mis proyectos teatrales (he llegado a estrenar espectáculos de los que no puedo contar bien como se hicieron) y con inventos de todo tipo. Este mismo blog,  por ejemplo, alzó vuelo mientras yo dudaba si persistiría en su mantenimiento. Así llegué a LA VIDA DE NOS, cuando era un proyecto con el nombre clave de ZALEA y no pasaba de ser un esfuerzo de investigación en el que yo,  más que otra cosa, alentaba a Albor a seguir en la búsqueda frenética de un modelo de negocios, traduciendo información o buscando formas de ponerlo en práctica; hasta que, a finales de agosto, tuvimos un primer encuentro para darle forma.  Fue entonces cuando conocí a Héctor Torres, quien resultó tan parecido a mi hermano ausente, que me sedujo pensar que la vida me estaba empujando  a trabajar con el Jorge Luis que hubiera sido, si este se hubiese atrevido a ser. En un almuerzo, de frijoles blancos y comida guayanesa en el que Héctor olvidó los plátanos que le habíamos pedido llevar y yo conseguí en el último minuto unas cervezas Tovar que estaban buenísimas, él dio con un nombre que nos convenció a todos (aunque yo opinaba que el nombre debería ser una sola palabra reveladora de intenciones, que nunca se materializó) y se enunció una premisa en blanco y negro que  no puede ser más claro:
Las épocas de crisis potencian la dimensión de la experiencia humana, llevando al hombre a límites que desconocía en sí mismo. Esta época de crisis por las que atraviesa nuestro país, manifestada tanto en su deterioro social y económico, como en la migración sin precedentes que estamos experimentando, nos lleva a reflexionar sobre ella, a partir de la propia condición humana. Es por ello que, crear un espacio donde se pongan de manifiesto estos testimonios sobre la vida en Venezuela o entre los venezolanos, resulta más que pertinente, indispensable.
Eso es lo que nos proponemos los editores de La vida de nos: reunir el talento de periodistas y escritores, y las más conmovedoras historias que pongan de manifiesto la experiencia de vivir en nuestro país en nuestro tiempo.
Tendría que extenderme mucho para contar lo que siguió a esa jornada en el apartamento de Charito (suerte de amanuense y madrina que no deja de acompañarnos) y a lo mucho que a veces me parece que trabajan Albor y Héctor en hacer que ese proyecto funcione. Tendría que extenderme mucho para explicar otras cosas; pero, creo que si algo requiere de muchas explicaciones, entonces no está claro ni para quien lo pregona. Y ese no es el caso. Más bien, el caso es que inventamos una campaña de Crowdfunding con la que levantar el capital semilla, compramos un dominio y asumimos ciertos riesgos para que hoy, aun con vientos en contra, www.lavidadenos.com  sea una verdad, verdadera,  en busca de mecenas y amigos que nos apoyen en hacer el trabajo un poco más fácil y lograr que el costo de producir los contenidos del sitio NO se traslade a los lectores y que el acceso a las historias sea abierto y gratuito. La vida de nos es un emprendimiento privado y como todo emprendimiento necesita de un capital semilla para poder costear el pago a los colaboradores que produzcan las historias que vamos a publicar, así como ciertos gastos operativos fijos. Queremos ofrecer una justa remuneración por el trabajo de todos los involucrados (periodistas, escritores, fotógrafos, ilustradores y videógrafos, entre otros). Ese capital semilla nos permitirá operar mientras desarrollamos un modelo de negocios, que ya tenemos diseñado, para ser un sitio autosustentable.
Puedo sentirme afortunado. Sé que,  en tan buena compañía, ser parte de LA VIDA DE NOS  es ser parte de una oportunidad maravillosa que vivo en primera persona, robándole tiempo a todo lo que me deja exhausto, incluso a una familia demandante y a la diaria preocupación de trabajar para poder comer tres veces al día y poco más. Vivir en Venezuela, hoy, requiere ser contado. Eso no puede dudarse ni un instante; si, por ejemplo, Gabriel García Márquez, no hubiera tenido la clara epifanía de registrar para la historia - desde la revista Momento - los meses previos a enero de 1958 y, según sus mismas palabras, hacerse periodista en el proceso,  muy pocos venezolanos sabríamos el importante (y pintoresco) trajinar de la curia venezolana de entonces en el derrocamiento de Marcos Pérez Jiménez. Vivir en Venezuela, hoy, no necesita más opiniones ni diagnósticos. No necesita crónicas que no lo son. No necesita advertencias ni cartas públicas. Necesita historias. Historias narradas por sus protagonistas o por quienes pueden hacerlo porque saben conmover haciéndolo. Vivir en Venezuela, hoy, requiere urgentemente el testimonio de quienes viven esto-que-nos-está-pasando. Lo bueno y lo malo.
Eso y no otra cosa es lo que pretendemos hacer en este sitio web, empezando por el principio: es decir, por crear bases que nos permitan hacerlo sin causar perjuicios, sin estimular el vicio del voluntarianismo; apostando a la excelencia y a la palabra bien dicha. Teníamos que comenzar por alguna parte, decidimos comenzar por INDIEGOGO. Vaya a este  enlace: https://www.indiegogo.com/projects/la-vida-de-nos  y deje allí su aporte. Luego vaya a este otro: www.lavidadenos.com  y vea que lo que le cuento no es mentira. Lo que le cuento es parte de lo que, insistimos en decir, son las historias de todos, contadas por cada uno.

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