Lo recuerdo como si acabara de suceder. Ese día de dolor, es uno de los pocos recuerdos que me acompañarán, después que mi memoria se niegue a seguir viva. Estaba terminando el día y, agobiado por el horrible calor de Houston en Julio, me había refugiado en mi casa a terminar un trabajo. El teléfono al lado de mi escritorio sonó como a las 6 de la tarde. Atendí. Al otro lado de la línea escuché la voz de mi padre. Era raro. Papá no solía llamarme. Hicimos un poco de conversación banal (yo siempre esperaba que él explicara el motivo de sus raras llamadas) cuando de pronto, carraspeo mediante, me lo dijo: Un examen de rutina había dado paso a otros exámenes más específicos que, a su vez, habían dado paso a un diagnostico indudable: tenia cáncer y el pronostico no era bueno; su descuido, o tal vez su miedo, había contribuido a la formación de una metástasis y, nada, la cosa estaba mal. Papá, científico e inteligente, sabia lo que cabía esperar y me lo dijo con detalles. Al final de la conversación, supongo que por la certeza de que los ruidos que escuchaba eran mis lagrimas, me prometió darnos un abrazo muy pronto y me dio la bendición.
Un poco menos de dos años más tarde, Papá moría en su casa de Mérida agotado por una lucha que fue estéril, pero necesaria, desde el primer día. No pude venir a decirle adios. Esa despedida la habíamos tenido en una larga conversación unos días antes. Fieles a una costumbre que establecimos desde el principio, Papá y yo hablábamos con enorme frecuencia de su enfermedad. Intercambiábamos información sobre tratamientos y hacíamos chistes sobre la eventualidad de su muerte. Desde el primer día en que su diagnostico fue confirmado, todos en la familia y entre sus amigos, supimos exactamente lo que estaba pasando. No tuvimos tiempo para falsas expectativas, ni ganas de otra cosa que no fuera orar por un milagro. Nosotros y sus amigos, estábamos cabalmente informados de todo lo que sucedía. Nuestro universo, conmovido por el zarpazo inclemente de la enfermedad, respondía a sus demandas y cumplía sus ciclos, preparándose con madurez para enfrentar un designio que, aunque nos parecía cruel, nos había tocado vivir unidos y en claridad.
Siempre pensaré que fue más fácil porque no hubo engaños. El paciente, el único con el derecho de hacer con su enfermedad lo que quiera, optó por hacerlo publico. Una vez, una amiga suya lo vio en la calle y por decir algo amable, sabiéndolo enfermo, le dijo
- Que buen semblante tienes...te ves muy bien
Papá le respondió con una de sus ocurrencias legendarias:
- Claro, si yo no tengo nada en el semblante, yo lo que tengo es Cáncer.
De esa forma, salvadora tal vez, el hombre que fue mi padre, luchó de cara a la galería contra el cáncer de próstata y sus metástasis.
Entiendo el derecho de cada quien a vivir su cáncer del modo que le provoque. Entiendo esos niveles de soledad acompañada que deben aceptarse después de un diagnóstico como ese. Lo que no entiendo es que no sea la verdad absoluta lo que rodee al enfermo. Lo que no entiendo son los rumores irresponsables que surgen desde la cama misma del enfermo. Lo que no entiendo es la ligereza.
Se muy bien de que se trata el cáncer. Lo he vivido. Y cada día que pasa me reconforta la idea de un padre que, no por valentía, prefirió hablar de su enfermedad antes de enfrentarla a mentiras. Tal vez porque él sabía que a lo único que no podemos mentirle es a los designios de Dios.
Algún día, ¿alguien nos dirá la verdad?