Como en la letra de un bolero, la puerta se abrió en mi cara
para sorprenderme dejándome paralizado en el medio del pasillo de un edificio
en el que no vive casi nadie. Era el
pasillo que comunica el tercero con el segundo piso y yo bajaba las escaleras,
en compañía de una joven pareja, después que ellos me convencieron que el
ascensor estaba a punto de pararse para
siempre. Entre los tres llevábamos en nuestras carteras la cantidad de 300 mil
bolívares en efectivo. Los tres lo sabíamos. Era viernes a mediodía y a mí me urgía, por lo menos, el salario semanal de la señora que me ayuda
en las labores de casa y tener algo más que dos inútiles billetes de cien
bolívares como único capital en mi monedero. A esa hora habría hecho cualquier cosa por tener efectivo.
La carencia de efectivo hace que, en los últimos meses, los merideños hagamos cosas muy extrañas
por reunir alguna cantidad de billetes de cualquier denominación; como por
ejemplo, completar el efectivo que necesitamos,
sumándole, entre un 10 y un 15% adicional, que se lo queda el que nos hace el favor de resolvernos el problema.
Es el pago de la necesidad en una ciudad en la que los puntos de venta pueden
tardar hasta media hora en procesar cada
operación y los cajeros automáticos prácticamente son cosa del pasado o, cuando funcionan, solo dispensan un mínimo inútil de 10 mil bolívares.
Acudir
al efectivo bachaqueado es una práctica rutinaria de nuestra cotidianidad a la
que accedemos resignados, por lo menos, una vez a la semana.
Tengo dos o tres personas de
confianza que me consiguen efectivo: los tres manejan negocios que solo
reciben billetes, cuyo camino hasta el banco es una congestionada diligencia
que se resuelve mediante su venta. Suelen tener una clientela fija que les pagan el favor mediante
una transferencia electrónica y no regatean la comisión que, después de todo,
es ganancia. Es lo que se conoce como “avance
de efectivo”
Conocí a una de esas personas hace unos seis o siete meses.
Su nombre es Miguel Sauz. O al menos eso me ha dicho. Así aparece registrado en
mi teléfono y a ese nombre responde cuando le llamo o le hago pagos
electrónicos. Suele llevarme el dinero a mi casa y hasta ahora, se comporta con
bastante rectitud. Jamás se ha equivocado en el conteo del dinero y jamás me ha
presionado para recibir sus depósitos. Hacer negocios con él resultaba, hasta
el viernes, una experiencia grata, un acto de confianza. Recuerdo
que en una oportunidad le pedí que me consiguiera 500 mil bolívares y llegó a
mi casa a las 8 de la noche de un jueves, empapado por un torrencial aguacero
con 500 billetes de mil en una bolsa plástica. Ese día me cobró el 8% en lugar
del usual 10 que cobra por cantidades más pequeñas y se quedó en mi apartamento un rato mientras la lluvia
amainaba. Hablamos de las dificultades que entraña vivir en la Venezuela de
hoy y nos tomamos un jugo sentados en la sala de mi casa. Ese día, yo pensé que
Miguel era mi pana.
Cuando le escribí un WS para pedirle 150 mil bolívares el
viernes pasado, Miguel respondió diciéndome que estaba demasiado ocupado como
para llevármelos a mi casa. Me explicó que mantenían una oficinita en un
edificio del centro de la ciudad y que era mejor que fuera hasta allá a
buscarlos. Le dije que no había problema alguno y que pasaría por allá al
mediodía.
El edificio está prácticamente deshabitado. Siempre me ha
llamado la atención que siendo un edificio relativamente bonito y nuevo, los
apartamentos están incluso clausurados por fuera con láminas de MDF. Pero,
más que eso, nada me pareció peligroso. Yo iba a la oficina de un amigo a hacer
una diligencia que tomaría 10 o 15 minutos. ¿Qué podría tener eso de particular?
Llegué a la oficina del 4to piso, entré, saludé a Miguel y casi
de inmediato me entregó varios paquetes de billetes que sumaban 150 mil bolívares.
Decidí no contarlos en homenaje a la confianza ganada durante meses y le pedí
su computadora para hacer desde allí la transferencia. Mientras estaba en eso,
llegó al sitio una pareja de muchachos
muy jóvenes, de muy buena pinta, a quienes Miguel entregó la cantidad de 75 mil
bolívares a cada uno. Hablamos banalidades, nos despedimos al mismo tiempo y
salimos juntos hasta el ascensor.
Mientras esperábamos que el ascensor llegara, la chica nos sugirió bajar los cuatro pisos a
pie.
Lo hicimos porque temíamos que el ascensor nunca terminaría
de llegar en buen estado a recogernos. Bajamos al tercer piso, animados, conversando tonterías y luego al segundo. La
escalera termina en un corto pasillo poco iluminado que enlaza los pisos. Desde
mi esquina pude ver la puerta del cuartico de la basura. Fue en ese momento
cuando la puerta de ese cuarto se abrió con gran estruendo.
-
Estos
vienen cargados de billete - se oyó la
voz que salió a nuestro encuentro
-
No
vale, no estábamos en eso - contestó la muchacha
-
¿A
que te encuentro un poco ´e plata si te meto mano? replicó el malandro
-
No
chamo, en serio, estábamos visitando a un pana - insistió la muchacha
-
No
te pongas comiquita, negra, porque vas a dejar de existir ahora mismo - levantó la voz el malandro, mientras
materializaba una reluciente pistola de color negro que fue a dar exactamente
al rostro de la joven.
Detrás de él, otro muchacho, un poco más
alto y más robusto hizo lo mismo frente a mi cara.
Estábamos siendo asaltados.
Solo transcurrió un instante hasta
que nos metieron a los tres en el cuarto de basura y comenzó el cacheo. Lo
primero que hicieron fue quitarme mi reloj y pedirme que entregara el efectivo.
Lo llevaba en un pequeño bolso bandolero de cuero negro, que entregué sin decir
palabra. A la muchacha le quitaron su cartera y, al otro chico, el teléfono, un
par de pulseras de cuero y una cadena de esas que parecen regalo de tu abuelita
y seguramente era de oro muy antiguo. A mí me pidieron mi teléfono, que había
dejado en casa porque estaba descargado y a ella le quitaron también el suyo:
un viejo SAMSUNG descascarado. Luego vinieron a donde estaba yo y me
“raquetearon” a gusto: no me creían el cuento del teléfono cargándose en mi
escritorio. Después que se convencieron
de que decía la verdad, nos obligaron a sentarnos en el piso – sin mirarles las
caras – mientras ellos contaban el dinero.
El más robusto se encargó de la tarea. El otro se instaló en el medio de
los tres apuntándonos a la cabeza en un espacio en el que escasamente caben
tres personas en circunstancias normales. Éramos cinco. Un solo tiro habría sido suficiente para
malograrnos a todos.
Lo que sucedió a continuación escapa
de toda comprensión: los asaltantes decidieron que 300 mil bolívares y un
poquito más, que el otro chico llevaba
consigo, no era suficiente y fue entonces cuando decidieron complicar las cosas
cobrándonos rescate. Necesitaban completar, al menos, 500 mil bolívares en
efectivo y la decisión que tomaron fue enviar a uno de los tres a buscarlo a la
oficina de Miguel. Me ofrecí a la
diligencia sabiendo que podía, por lo menos, salir del encierro por unos
minutos; no tenía la menor intención de cometer un desatino.
No hay mejor argumento para convencerte
de cualquier cosa, que una pistola cuya potencia desconoces. Por eso – juro que
no encuentro ninguna otra explicación – acepté la propuesta que ellos me hicieron:
entregar mi tarjeta de débito, mis claves de acceso y mi cédula al tercero de los secuestrados para que él fuera, en compañía de uno de los asaltantes, a pedir dinero en mi nombre en la oficina de
Miguel. Ese absurdo recibió mi aprobación gracias a tener una pistola
apuntándome a la cabeza. El muchacho salió del cuartico y, entonces, las
imágenes de mi reciente musical THE AUDITION y cada una de sus canciones, se
convirtieron en la famosa película que todo el mundo asegura ver minutos antes
de la muerte. Vi a mis actores ensayando sus pasos de baile, cambiándose
para salir a escena, viví el drama de vestir a Lisara en el último minuto
porque una costurera incumplida no entregó parte de sus trajes, el encierro feliz de los camerinos del Cesar,
vi a Jhosabanela ponerse pestañas postizas y, la cara de José Alejandro tratando de que el
micrófono le quedará en su sitio, se me
repitió una y mil veces hasta nublarme la conciencia de lo que estaba
ocurriendo. Zaira y Temix cantando You
Are The Top, borraron la pistola apuntando al medio de mi cerebro.
No sé cuánto tiempo estuve allí. No sé qué estaba pasando con la chica
que me acompañaba. No podía ver nada. Un rato después (2 o 30 minutos, ¿qué más da?) regresó el emisario. Llevaba una
paca de billetes de cien. Me entregó la tarjeta y la cédula.
-
Chamo,
saqué todo lo que quedaba en tu cuenta, que pena - me dijo devolviéndome mis
documentos.
Los malandros agarraron todo el efectivo, lo metieron en la
cartera de la muchacha y salieron, cerrando por fuera la puerta del cuarto de
basura. Nosotros, encerrados, tardamos algunos
buenos minutos en romper la cerradura y salir a un pasillo solitario y
silente desde el que corrimos despavoridos a la calle. Ellos dos en dirección opuesta a la mía y casi sin dirigirme mas
palabras.
Solo fue cuando, dos
días después, trataba de explicarle a
una amiga mía lo sucedido, que comprendí
que había sido víctima de una estafa perfectamente planificada y puesta en
escena para la cual probablemente había sido perseguido y estudiado desde unos
meses atrás. Quizás desde la primera vez
que Miguel Sauz me llevó dinero efectivo a mi casa.
Pero ese susto horroroso, esa sensación horrible de burla y
ultraje que tomó cuerpo en mi cuerpo después del abatimiento inicial, es otra
historia: la de una vileza
incomprensible a la que nos estamos acostumbrando a vivir, tanto como nos
acostumbramos a pagar por tener en la cartera billetes que no sirven para nada.