Ayer volví a mis andanzas de profe. Llamado para un encuentro con
un grupo de jóvenes como los que hasta Diciembre habían sido mis estudiantes regulares, tuve la
oportunidad de pasar un rato escudriñando un tema que usualmente me
viene como anillo al dedo: ¿Qué les pasa a ellos, como jóvenes? Es decir, más o
menos, ¿en qué andan pensando nuestros muchachos cuando les toca enfrentar la
vida? esa misma vida cuesta arriba que nos toca enfrentar a todos, pero que ya
a nosotros, hombres de cabellos blancos y cada vez menos fe, nos ha sacado
callos. Mi tarea era bien sencilla: utilizando algunas herramientas didácticas,
tenía que averiguar, por lo menos, qué cosa les indigna a nuestros muchachos y
ponerlo por escrito. Lo hice. Solo que creo que al hacerlo, cometí el pecado
capital de asumirlos participes de esto-que-nos-está-pasando.
Pocas cosas son tan aterradoras como sentarse en medio de un
grupo de chamos menores de 20 años a tratar de contarles un país desleído.
Pocas cosas tan difíciles en esta vida, como tratar de hacerle ver a un
adolescente los mismos obstáculos que
uno encuentra en el camino de su propia vida. No se logra con los hijos – el
que tiene la dicha o la desgracia de tenerlos – es mucho menos probable
lograrlo con quienes están en la vida de uno por razones estrictamente
circunstanciales. Es cierto que los adolescentes son unas cosas muy raras, a
quienes uno nunca entiende ni el tono de
voz con el que responden los buenos días de cada día; pero, también lo es, o
debería serlo, que en el fragor de tratar de establecer una convivencia sana,
uno pudiera entender por lo menos, sus motivaciones, uno pudiera lograr, de
algún modo, establecer una comunicación relativamente efectiva. Pues bien, lo
que yo viví ayer, ni se parece remotamente, ni es esperanzador. Es la
confirmación de que este contenedor que los acoge, olímpicamente pasa de ellos
como de un mal necesario que algún día se arreglará solo. Lo que yo viví ayer,
es la ratificación de que, en los tiempos que corren, el milagro de Fátima es
imposible de reeditarse (si es que alguien cree que ese milagro resolverá cosa
alguna): Si a los chamos de hoy se les aparece La Santísima Virgen, van a
apartarla a un lado pensando que esa luz blanca (dicen que la Virgen se aparece
siempre rodeada de una luz blanquísima) es producto de algún nuevo invento
químico que se hará viral muy pronto, explicándolo todo.
Lo digo con absoluto convencimiento. Sorprende muchísimo que nuestras universidades estén habitadas por muchachos que de vez en cuando salen a “tirar piedras”, debe ser que esa característica rebelde se inocula en los pasillos de la facultad o la venden en los cafetines. Yo me atrevo a asegurar, sin temores, que el paso de nuestros muchachos por bachillerato, lo único que no logra es despertarles consciencias. Ni de rebeldía ni de ningún tipo. Tampoco logra prepararlos para emprender ningún camino en la vida, pero eso es, literalmente, harina de otro costal. Mi experiencia de ayer con un grupo de 40 muchachos entre 15 y 19 años de edad, me ha dejado agotado y sin recursos para sembrar optimismo en nadie. O sea, normal.
Hace poco una amiga muy querida, preguntaba si cuando un muchacho de hoy dice que algo es normal (una palabra muletilla del nuevo léxico estudiantil) en realidad le está dando a esa palabrita el significado que tiene, el que usted y yo conocemos gracias al DRAE. Ahora creo finalmente tener la respuesta: si, pero, no. Si, pues para ellos normal es normal; no, pues para usted es un disparate. Para mis estudiantes de ayer, todo lo que nos escandaliza hoy día, es normal. La muerte de los estudiantes apostados en trincheras el año pasado, es normal. Los robos de sus celulares, es normal. Las colas de los supermercados, es normal. La violencia urbana que hoy cuenta por decenas de miles las víctimas del hampa común, es normal. Vivir con miedo, es normal (total, aunque uno viva con miedo nunca pasa nada, dijo una de las niñas que a los 16 años es madre de una cría de dos). Vivir el desasosiego, es normal. Punto. Puede ser que reconozcan que es un fastidio; de hecho, lo reconocen como “requisito académico” – estaban obligados a llenar un formulario que mostrase resultados – pero en la verdad de sus mentes empezándose a formar, “este desastre es normal”. Punto.
Es entonces cuando el tema más álgido de estos tiempos empieza a asomar en la discusión: ¿Podemos hacer algo por cambiar esta realidad que nos atormenta? Muy para mi sorpresa, podemos, por supuesto; pero, ni por asomo la vía se parece a la que, usted y yo, tenemos más o menos trazada: ni uno de los jóvenes nuevos votantes de ese grupo está dispuesto a inscribirse en el REP, mucho menos ha pensado, ni de lejos, perder su tiempo en votar. Solo dos de ellos piensa que la universidad (De Los Andes) tiene un futuro concreto que ofrecerles. A ninguno le preocupa que el proceso de ingreso a esa universidad esté siendo objeto de tanto escrutinio (hubo quien confesó – no sé si será una bravuconada – tener el negocio listo para traspasar el cupo del que es beneficiario por “asignación territorial” y ganarse unas lucas) mientras que la mayoría de los varones piensan que sería estupendo entrar a la GNB o estudiar para Policía, y así cometer delitos con entera legalidad.
“Lo más seguro, dijo uno de los participantes con voz de líder, es que cuando ustedes los viejos salgan a votar ahora en diciembre, les hagan tremendo fraude y entonces se arme la grande y eso si va a ser de pinga, profe….aquí lo que hay que hacer es una tremenda guerra. Normal” y entonces sus ojos púberes se convirtieron en pantallas de Hollywood con proyección en 3D y sonido sensorround. “Total, la guerra es normal, no es así profe, normal, y además qué, si yo ahorita no puedo irme de aquí. Normal”
Tras los aplausos que siguieron a esa intervención, apareció la verdad que se me rebelaba en esa algarabía ruidosa: esos jóvenes, de extracción social muy baja, si tienen alguna frustración, es la de saber que no podrán emigrar dentro de poco (como todos sus pares de mayor nivel social sueñan hacer o están haciendo) de todo lo demás, es decir del país, a ellos les queda un mapa que saben delinear con ojos cerrados y un desapego que saben contar con crudeza desesperanzadora. El resto, es normal; incluso la mea culpa de sus profesores y la vida atropellada de sus padres. Pero, eso, además de normal, es tema de desvelos que no me provoca desgranar ahorita. Normal.
Lo digo con absoluto convencimiento. Sorprende muchísimo que nuestras universidades estén habitadas por muchachos que de vez en cuando salen a “tirar piedras”, debe ser que esa característica rebelde se inocula en los pasillos de la facultad o la venden en los cafetines. Yo me atrevo a asegurar, sin temores, que el paso de nuestros muchachos por bachillerato, lo único que no logra es despertarles consciencias. Ni de rebeldía ni de ningún tipo. Tampoco logra prepararlos para emprender ningún camino en la vida, pero eso es, literalmente, harina de otro costal. Mi experiencia de ayer con un grupo de 40 muchachos entre 15 y 19 años de edad, me ha dejado agotado y sin recursos para sembrar optimismo en nadie. O sea, normal.
Hace poco una amiga muy querida, preguntaba si cuando un muchacho de hoy dice que algo es normal (una palabra muletilla del nuevo léxico estudiantil) en realidad le está dando a esa palabrita el significado que tiene, el que usted y yo conocemos gracias al DRAE. Ahora creo finalmente tener la respuesta: si, pero, no. Si, pues para ellos normal es normal; no, pues para usted es un disparate. Para mis estudiantes de ayer, todo lo que nos escandaliza hoy día, es normal. La muerte de los estudiantes apostados en trincheras el año pasado, es normal. Los robos de sus celulares, es normal. Las colas de los supermercados, es normal. La violencia urbana que hoy cuenta por decenas de miles las víctimas del hampa común, es normal. Vivir con miedo, es normal (total, aunque uno viva con miedo nunca pasa nada, dijo una de las niñas que a los 16 años es madre de una cría de dos). Vivir el desasosiego, es normal. Punto. Puede ser que reconozcan que es un fastidio; de hecho, lo reconocen como “requisito académico” – estaban obligados a llenar un formulario que mostrase resultados – pero en la verdad de sus mentes empezándose a formar, “este desastre es normal”. Punto.
Es entonces cuando el tema más álgido de estos tiempos empieza a asomar en la discusión: ¿Podemos hacer algo por cambiar esta realidad que nos atormenta? Muy para mi sorpresa, podemos, por supuesto; pero, ni por asomo la vía se parece a la que, usted y yo, tenemos más o menos trazada: ni uno de los jóvenes nuevos votantes de ese grupo está dispuesto a inscribirse en el REP, mucho menos ha pensado, ni de lejos, perder su tiempo en votar. Solo dos de ellos piensa que la universidad (De Los Andes) tiene un futuro concreto que ofrecerles. A ninguno le preocupa que el proceso de ingreso a esa universidad esté siendo objeto de tanto escrutinio (hubo quien confesó – no sé si será una bravuconada – tener el negocio listo para traspasar el cupo del que es beneficiario por “asignación territorial” y ganarse unas lucas) mientras que la mayoría de los varones piensan que sería estupendo entrar a la GNB o estudiar para Policía, y así cometer delitos con entera legalidad.
“Lo más seguro, dijo uno de los participantes con voz de líder, es que cuando ustedes los viejos salgan a votar ahora en diciembre, les hagan tremendo fraude y entonces se arme la grande y eso si va a ser de pinga, profe….aquí lo que hay que hacer es una tremenda guerra. Normal” y entonces sus ojos púberes se convirtieron en pantallas de Hollywood con proyección en 3D y sonido sensorround. “Total, la guerra es normal, no es así profe, normal, y además qué, si yo ahorita no puedo irme de aquí. Normal”
Tras los aplausos que siguieron a esa intervención, apareció la verdad que se me rebelaba en esa algarabía ruidosa: esos jóvenes, de extracción social muy baja, si tienen alguna frustración, es la de saber que no podrán emigrar dentro de poco (como todos sus pares de mayor nivel social sueñan hacer o están haciendo) de todo lo demás, es decir del país, a ellos les queda un mapa que saben delinear con ojos cerrados y un desapego que saben contar con crudeza desesperanzadora. El resto, es normal; incluso la mea culpa de sus profesores y la vida atropellada de sus padres. Pero, eso, además de normal, es tema de desvelos que no me provoca desgranar ahorita. Normal.
Clarísima y irritantemente cierto Juan Carlos. Frente a ese descreimiento, a esa incertidumbre, al desasosiego que nos produce un horizonte sin horizonte, muchos somos los que no tenemos palabras, no tenemos con qué hablarles de futuro; pero como hablar de un futuro que nosotros mismos no vislumbramos. Como bien dices "sin recursos para sembrar optimismo en nadie". Esteril siento a veces -muchas veces- mi labor como profesora. La educación es por naturaleza constructiva y constructora. Cuando no hay fe, no en el sentido religioso, sino fe en el hombre mismo los fundamentos se diluyen y edificar luce imposible. Yo lucho por no sucumbir a la desilusión absoluta.
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