Mi abuela adoraba el día de los inocentes. Se levantaba temprano para gastar bromas a todo el que se pusiera a tiro; bromas reales que preparaba con antelación y que despertaban su buen talante y su cáustico humor desde el amanecer.
Todo empezaba con el café con sal que, impepinablemente, tomábamos desprevenidos al desayuno; “caer por inocente” era un rito inevitable, gracias a su manera especial de hacer las cosas. Pero iba más allá; apoyada en su fama de excelsa cocinera, preparaba pasteles rellenos de algodón, tan doraditos y crujientes que nadie osaba rechazar, o regalaba hallacas, cuyo relleno eran trapos viejos. Algunos años, para devolver favores de vecinos queridos, los sorprendía con el regalo inesperado de una torta decorada con motivos navideños hechos en fina repostería; al cortarla, los que la recibían, se encontraban con un molde de aluminio allí donde debería haber un delicioso pastel. Los vecinos y amigos terminaban recordando que era el Día de los Inocentes y reían divertidos; mi abuela se hacia perdonar, al final del día, invitando a una improvisada merienda de Inocentes en la que todos comían, sin temor, las exquisiteces propias de la granjería criolla que ella conocía muy bien. Después de todo, las inocentadas de Doña Josefa duraban tan sólo, las horas de luz que tenia el día.
Doña Josefa ya no está, se fue con sus inocentadas hace tantos años ya, que de ella solo quedan recuerdos imborrables para revivir todos los días. El Día de los Inocentes casi no se celebra ya y muchas otras cosas han cambiado; sobre todo la buena fe de quien espera ser sorprendido con una broma el 28 de Diciembre. Debe ser que vivimos en un país que “cayó por inocente” hace once largos años y sigue esperando, sin resultados, que la broma termine y alguien le sirva un dulcito en la sala de una casa, adornada con los rescoldos de una Navidad que haya sido, realmente, feliz para todos.
lunes, 28 de diciembre de 2009
sábado, 26 de diciembre de 2009
Un poquito de decencia
Finalmente había llegado el gran día; después de años apostando a ello y antes de verla en el esplendor de su carrera en el mismísimo Liceu de Barcelona, mi hermano y yo estábamos a punto de escuchar, en Caracas y, por primera vez en la vida, a la gran Montserrat Caballé, quien estaba de visita en nuestra ciudad en gira de conciertos.
Serían dos conciertos: Uno gratuito en el Aula Magna de la UCV al que iríamos, seguro; y una gala en el Teatro Municipal a la que solo entrarían 1000 privilegiados, siempre que pagaran el valor del boleto. Yo había movido cielo y tierra para conseguir las mejores butacas disponibles y, con la misma emoción de las hermanas Ancizar en la noche de Gardel, logré conseguir, pagados a precio de oro y gracias a mis "influencias" como trabajador del equipo de producción de esa visita, dos puestos en la Fila M, pasillo, del Teatro Municipal. Lo mejor de lo mejor.
Llegamos al teatro y entre saludos a amigos y parsimonias de noches de gala, nos acomodamos con gusto en nuestros puestos envidiables. Pocos minutos antes de la hora de inicio, uno de los acomodadores, se acercó a nuestra fila y revisó con cuidado dos sillas, que estaban vacías, casi al final de la fila; aun siendo unos puestos decentes no eran - ni remotamente - los ideales para escuchar a la Caballé.
Pasaron unos segundos en ese raro silencio que se instala en los pasillos de un teatro cuando se sabe que en solo un breve ratito, el escenario estará copado por la maravillosa presencia de un grandioso espectáculo. Ese breve silencio, interrumpido levemente por un carraspeo aquí o allá, se rompió tímida y momentáneamente por una educada y correcta voz de mujer, quien le aseguraba a su acompañante que, en efecto, esos eran sus puestos.
A nuestro alrededor ese silencio previo al inicio de la noche, se hizo reverencial de momento. Enseguida, mis vecinos de fila comenzaron a ponerse de pie y saludar. Atraídos por la curiosidad hicimos lo mismo, para descubrir al pie de nuestros asientos, al ex-presidente Caldera y Doña Alicia. Impecables, sonrientes, amables y muy preocupados por no perturbar.
Mi hermano, profundo admirador de la pareja, salió de su puesto, estrechó la mano del ex-presidente, besó la mano de su esposa, y les abrió paso. Con menos aspavientos, yo hice lo mismo.
Cuando entraban, Jorge Luis, en un arranque de generosidad impensada, los detuvo ofreciéndoles cambiar nuestros puestos - excelentes - por los suyos. Por todo razonamiento, Jorge les dijo que sus puestos no eran suficientemente buenos para ellos. El doctor Caldera nos miró, sonrió ampliamente, y con ese acento indudablemente caraqueño que tenia, lo tomó por los hombros y le dijo:
Serían dos conciertos: Uno gratuito en el Aula Magna de la UCV al que iríamos, seguro; y una gala en el Teatro Municipal a la que solo entrarían 1000 privilegiados, siempre que pagaran el valor del boleto. Yo había movido cielo y tierra para conseguir las mejores butacas disponibles y, con la misma emoción de las hermanas Ancizar en la noche de Gardel, logré conseguir, pagados a precio de oro y gracias a mis "influencias" como trabajador del equipo de producción de esa visita, dos puestos en la Fila M, pasillo, del Teatro Municipal. Lo mejor de lo mejor.
Llegamos al teatro y entre saludos a amigos y parsimonias de noches de gala, nos acomodamos con gusto en nuestros puestos envidiables. Pocos minutos antes de la hora de inicio, uno de los acomodadores, se acercó a nuestra fila y revisó con cuidado dos sillas, que estaban vacías, casi al final de la fila; aun siendo unos puestos decentes no eran - ni remotamente - los ideales para escuchar a la Caballé.
Pasaron unos segundos en ese raro silencio que se instala en los pasillos de un teatro cuando se sabe que en solo un breve ratito, el escenario estará copado por la maravillosa presencia de un grandioso espectáculo. Ese breve silencio, interrumpido levemente por un carraspeo aquí o allá, se rompió tímida y momentáneamente por una educada y correcta voz de mujer, quien le aseguraba a su acompañante que, en efecto, esos eran sus puestos.
A nuestro alrededor ese silencio previo al inicio de la noche, se hizo reverencial de momento. Enseguida, mis vecinos de fila comenzaron a ponerse de pie y saludar. Atraídos por la curiosidad hicimos lo mismo, para descubrir al pie de nuestros asientos, al ex-presidente Caldera y Doña Alicia. Impecables, sonrientes, amables y muy preocupados por no perturbar.
Mi hermano, profundo admirador de la pareja, salió de su puesto, estrechó la mano del ex-presidente, besó la mano de su esposa, y les abrió paso. Con menos aspavientos, yo hice lo mismo.
Cuando entraban, Jorge Luis, en un arranque de generosidad impensada, los detuvo ofreciéndoles cambiar nuestros puestos - excelentes - por los suyos. Por todo razonamiento, Jorge les dijo que sus puestos no eran suficientemente buenos para ellos. El doctor Caldera nos miró, sonrió ampliamente, y con ese acento indudablemente caraqueño que tenia, lo tomó por los hombros y le dijo:
-No te preocupes, mi vale, A una voz como esa se le escucha bien desde cualquier sitio. Esos son los puestos que tú compraste. Tu puesto es tú puesto. Los nuestros están de lo mejor. Tranquilo, te agradezco la cortesía, pero no podemos, eso no está bien…
Doña Alicia asintió con la cabeza, zanjó la discusión con un gesto y nos dio las gracias de una forma que yo recordaré siempre como autentícamente genuina. Ambos fueron hasta sus puestos del final de la fila y se sentaron con toda comodidad.
La primera parte del extraordinario concierto, compuesto por arias muy conocidas de la opera italiana (una interpretación de su muy famosa Casta Diva, de la opera Norma de Bellini que todavía hay días en que me parece volver a escuchar) transcurrió entre ovaciones y un par de divertidas ocurrencias de la diva.
En el intermedio, el Doctor Caldera se acercó a un grupo de personas conocidas, con quienes nosotros compartíamos una copa, y nos vio de nuevo. Entonces, hizo lo mejor que un hombre de su estatura pública sabía hacer en tales y tan festivas circunstancias: nos palmoteó en el hombro con afabilidad de viejos conocidos y nos dijo, como quien ha ido toda la vida a conciertos con uno:
-Caramba vale, pero que voz tan bella la que tiene esa gorda….
La primera parte del extraordinario concierto, compuesto por arias muy conocidas de la opera italiana (una interpretación de su muy famosa Casta Diva, de la opera Norma de Bellini que todavía hay días en que me parece volver a escuchar) transcurrió entre ovaciones y un par de divertidas ocurrencias de la diva.
En el intermedio, el Doctor Caldera se acercó a un grupo de personas conocidas, con quienes nosotros compartíamos una copa, y nos vio de nuevo. Entonces, hizo lo mejor que un hombre de su estatura pública sabía hacer en tales y tan festivas circunstancias: nos palmoteó en el hombro con afabilidad de viejos conocidos y nos dijo, como quien ha ido toda la vida a conciertos con uno:
-Caramba vale, pero que voz tan bella la que tiene esa gorda….
El Doctor Caldera
Me instalé, con la calma propia del que está de vacaciones, a ver por televisión los detalles del fallecimiento del Presidente Caldera. Me pareció que tenia fuerza de urgencia histórica, que necesitaba enterarme de cada detalle para ver si recordaba, con claridad, que en algún momento, en este país, se hizo política con un poquito de decencia y hasta majestad.
No he debido hacerlo. No me ha dolido tanto la muerte del anciano ex presidente, como la del país que se entierra día a día junto a sus memorias.
Nunca fui Copeyano, mucho menos Calderista. Admiré su inteligencia y decoro; pero jamás le di un voto, ni me rasgué las vestiduras por él. Esta mañana cuando veía un nuevo reportaje sobre su época, casi lo lamenté. Por lo menos, entendí que estábamos despidiendo a uno de los protagonistas más relevantes de la historia venezolana del siglo XX. Y créanme; ante la escasez, se me erizó el pellejo.
Entonces pensé que el Doctor Caldera fue un señor que entendió, sin esfuerzo, que un país cualquiera se saca adelante respetando las instituciones, acatando las leyes y demostrando, con el ejemplo, el valor de la honestidad. Y ese es un legado muy valioso. No se nada de su probidad personal; tal vez prefiera acogerme a la creencia venezolana que TODOS han robado, más o menos. Pero, puedo decir porque lo viví, que en sus gobiernos, la decencia administrativa parecía ser una prioridad posible.
Todo lo demás me importa muy poco. Tanto los gobiernos de Caldera, como de cualquier otro, estuvieron plagados de errores; pero a diferencia de otros, Caldera gobernó el mismo país que ellos, tratando de ser honesto.
En este salvaje enclave de ladrones, vale la pena por lo menos, recordar esa insignificante virtud para ver si alguien admite que hace falta.
FELIZ NAVIDAD
Hace algún tiempo que estoy convenciéndome de la urgencia de comenzar a entender las fiestas navideñas como lo que son: un periodo vacacional con muchas excusas para comer y beber en exceso; justificado y vigente desde que el hombre existe. Un año más, lo hemos sobrevivido a medias. Falta el jolgorio del año nuevo, que nada tiene que ver con la Navidad y, entonces, sabremos si la cosa fue tan feliz como queríamos.
Debo confesar que la edad y los sucesivos dolores de la vida, me han puesto difícil la alegría navideña. Al menos la que pasa por el bululú frenético que borra todo espacio para la reflexión acerca del significado real de estas fechas. Ni modo, debe ser imposible recordarle a alguien que en esta época, también se estila (ba) prender alguna neurona. Hacemos bien, después de todo; si tuviéramos el ánimo presto para intensidades, arruinaríamos la fiesta pensando en fallas eléctricas, en los precios impagables de todo y en la posibilidad real de perder la vida en un segundo, a manos de cualquier malandro de la calle. Además, tendríamos que estar de acuerdo con el señor aquel que asegura, a cada rato, todo lo contrario de lo que vivimos y lo hace como si nada.
Sin embargo, creo que no todo está perdido. Abundan buenas intenciones, la gente anda como blandita, puso a descansar los monstruos y, este año, también, comimos hallacas y pan de jamón y no quedamos en la ruina total. Golpeados, pero en la ruina, nunca. Hemos tenido una navidad más, que fue tan feliz como cada quien buenamente pudo. Ojalá y en algún momento hayamos tenido un segundo para pensar que la cosa va por la tolerancia y la unidad. Y que eso, no hay Niño Jesús que lo compre.
sábado, 19 de diciembre de 2009
Tarea de profesionales
Eran las dos y media de la mañana cuando sonó el timbre. Me desperté con el sobresalto natural del sueño interrumpido a semejante hora. Al llegar a la puerta, escuché la voz de alguien que se identificaba desde fuera como policía. Me tomé unos segundos para despabilarme; mucho se ha oído y leído sobre la policía patria, como para estar invitándolos a tu casa, sin más ni menos, a las dos y media de la mañana. Finalmente, abrí la puerta y salí al porche. Allí fui informado que mi auto estaba desvalijado en medio de la calle. Que fuera a verlo.
Había llegado a casa a las 10 de la noche y estacionado en el lugar de siempre: una especie de cobertizo donde pago 75 BsF mensuales, para guardar la mitad de mi auto bajo techo; la otra mitad, la mayoría de las veces, queda casi afuera. Cosas del espacio urbano disponible.
En efecto mi auto estaba, literalmente, tirado en el medio de la calle; ambas puertas delanteras abiertas, un reguero de vidrios en la acera y una extraña visión en la parte de atrás: donde antes había una especie de tapa, ahora un hueco dejaba ver las entrañas.
Tarde unos minutos en entender lo sucedido: me habían robado la compuerta del maletero. SE HABÍAN LLEVADO UNA PUERTA ENTERA. En minutos y sin que nadie viera o escuchara nada.
Desde entonces, me he declarado en shock. No tengo otra palabra. Tengo el dudoso honor de ser el primero de mis amigos a quien le roban de esta forma y además, he tenido que sufrir el desalentador rosario de excusas, palabras de aliento y muestras de resignada conformidad con que los venezolanos tomamos todo lo malo que nos pasa. Pero da igual, mi navidad la pasaré tratando de encontrar una puerta de repuesto, juntando economías para completar la cifra astronómica que cuesta la reparación y gastando otra pequeña fortuna en taxis. Pero eso no es asunto de los que redondearon sus hallacas robándome la puerta; pues está bien, ¡Que con su hiel se las coman!
lunes, 14 de diciembre de 2009
Parte de guerra
Llegó la noche, no sucedió nada de lo anunciado; a menos que las noticias de ciertos alborotos en el centro de la ciudad al final de la tarde, se puedan considerar, primero como ciertas, y segundo como “disturbios”. Los taxistas poco a poco regresan a las calles y la normalidad intenta restablecerse en medio de rumores de todo tipo: Que el taxista confesó su crimen, que fue trasladado a la cárcel, que esgrimió excusas inútiles para zafarse de las evidencias, que estaba enloquecido por el cuarto embarazo de su esposa. En fin, que no se entiende, que es demasiado monstruoso.
Nadie menciona a Jessica. Una mujer de 22 años, estudiante de administración y según parece, dueña de la belleza que ha hecho famosas a las venezolanas. Dueña también, dicen, de una alegría de vivir y unas bondades de esas que solo tienen los muertos. El viernes en la noche salió de una fiesta con amigos y llamó un taxi, de la línea más confiable de la ciudad. Lo próximo que se vio de ella fue el cadáver ensangrentado, abandonado en un terreno baldío de las afueras de la ciudad.
Ha sido un crimen horrendo; desgraciadamente no ha sido el primero, ni será el último. Jessica obtuvo notoriedad a la hora de su muerte debido a sus conexiones familiares con Los Tupamaros; pero en realidad, ella es una más. Mañana volveremos a las calles, quizás las protestas continúen por algunas pocas horas, todos rezaremos para no ser el próximo, algunas personas leerán y comentarán la noticia. En un par de días, a lo sumo, nadie volverá a recordar a Jessica y entonces, morirá realmente. En vano, como vana es la muerte de todas las víctimas de la delincuencia; como vana se está volviendo la vida de los venezolanos.
La ciudad y el miedo
Tengo en mi cuerpo las señales inequívocas del miedo. Siento el corazón sobresaltado y me ha costado encontrar excusas para almorzar en paz. La ciudad también; el caos habitual, esta mañana, ha dado paso a una tranquilidad de 1ero de enero. No hay autos en la calle, las tiendas están vacías y la gente evita conversaciones delicadas. A cada rato un mensaje de texto se cruza con otro para tratar de averiguar si todo está en calma. Y si, parece que si, la ciudad está en calma, pero la tensión nos está volviendo locos.
Nos despertamos amenazados: El transporte público podría ser objeto de atropellos sangrientos; el fuego podría devastar las oficinas de una línea de taxis y quizás en cualquier momento, la ciudad podría comenzar a arder. O no. Eso lo deciden Los Tupamaros.
Hoy el destino de Mérida parece estar en manos de ellos. Un taxista, enloquecido repentinamente, violó y asesinó a una muchacha, hija de un Tupamaro y ellos están listos para cobrar la afrenta, respondiendo a la violencia con mayor violencia. Mientras tanto los habitantes de la ciudad, que una vez fuera una de las más apacibles del país, tienen el alma en un hilo, esperando que pase lo que tenga que pasar y rogando que cuando suceda no nos afecte demasiado.
Por lo pronto, monitoreamos noticias valiéndonos de los celulares. A medida que se acerca la tarde, el silencio se hace más espeso y una familia (ampliada por la solidaridad automática de quienes creen en la lucha armada) llora, destrozada por un acto sin sentido, sabiendo perfectamente que vive en un país sin justicia. En algún momento arremeterán contra todo y la abominable naturaleza del suceso les dará la razón. Así vivimos.
miércoles, 2 de diciembre de 2009
Entre clases y colores
Sentado en el imponente recinto del aula magna de la Universidad Central de Venezuela, hace años, escuché a un destacado miembro del “país intelectual” de entonces, responder a la pregunta de un estudiante sobre la conveniencia de establecer en Venezuela una auténtica lucha de clases.
El intelectual aludido, famoso por su obra, su fortuna personal y sus tendencias derechistas, se puso muy serio ante el micrófono y dijo:
- ¿Clases? yo sólo conozco dos: Turista y primera.
El público, mayoritariamente universitario, soltó una risotada estruendosa y el preguntón, abochornado, no tuvo más remedio que abandonar la sala. Estábamos a principio de los 90 y en Venezuela la lucha de clases era tema de grafittis ocasionales, comunistas rencorosos y hippies en proceso de reinserción. Asunto de perdedores, pues.
Había clases sociales, por supuesto. Clases que se permitían la permeabilidad necesaria para vivir en paz. Clases que se resumían en la frase de otro intelectual que dijo un día “aquí, todos somos clase media”. Vivíamos, no tan bien como queríamos; pero intentábamos construir decencia en un país sin posturas irreconciliables. A la mesa de los ricos, se sentaban los menos ricos, y eran bienvenidos. En la de los adecos, brindaban los copeyanos.
Entonces apareció un Mesías vendiéndonos felicidad en botellas rojas y llegamos al 2009, odiando la posibilidad de descubrir lo que significa turista y primera; viviendo en rojo y azul, impedidos de disfrutar lo ganado; sin luz, sin agua, y sin saber como vamos a hacer para enfrentar los males de la vejez, que ya no tardan. Ha de ser por eso que rememoramos esos tiempos y pensamos, con legítimo derecho, que la única cosa irreconciliable es esta especie de amargura con que vemos pasar los días. Irreconciliable con quienes destruyeron el sueño. Con más nada.
martes, 1 de diciembre de 2009
La máquina del tiempo
Esta mañana tuve la nítida sensación de que estamos embarcados en un viaje sin remedio hacia el pasado más oscuro y la verdad es, que un escalofrío de miedo me recorrió el cuerpo. No es que yo crea que nos espera un futuro brillante; eso en este expais es impensable. Pero jamás pensé que se podían vivir dos momentos tan indignamente iguales, pues albergaba la esperanza de que hubiéramos aprendido algo la primera vez.
El 16 de enero de 1994, me bajé del metro en la estación Chacaito, para cobrar un cheque en el Banco Latino, antes de llegar a la oficina. En los bajos del centro comercial Capuy, había una pequeña sucursal que siempre estaba desocupada. Eran casi las nueve de la mañana, la oficina estaba cerrada y afuera, dos clientes tan sorprendidos como yo, buscaban una explicación. Nada, ni un simple papel, escrito a mano, pegado en la puerta. Pensando que el cierre de la oficina se debía a cualquier imponderable propio de la vida en Caracas, regresé al Metro para seguir viaje a mi oficina del Teresa. En ese vagón de metro, lleno de gente que iba tarde a sus quehaceres, me enteré de lo ocurrido: El gobierno interino del Dr. Ramón J Velásquez había ordenado el cierre del banco, después de un proceso de intervención que nadie era capaz de comprender cabalmente, a menos que estudiara un post grado en el IESA.
Las razones eran una muestra más del pan nuestro de cada día: Los directivos del banco más grande e importante del país, se habían cogido los reales. Los tuyos, los míos, los del gobierno de Pérez y los de los 12 apóstoles. Lo que quedaba del banco eran sillas desvencijadas y escritorios vacíos. Y muchos empleados pensando como llevar comida a casa.
15 años más tarde; esta mañana, volví a encontrarme frente a las puertas de una pequeña agencia de un banco cerrado, con otro cheque inútil en la mano y la misma sensación de despiste y causas imponderables. Sólo que ahora, la verdad la habían contado, con su cara muy lavada, los jerarcas del régimen. Verdad que se parece demasiado a aquella de la primera vez, pero está magnificada por los apagones, la matazón, la desconfianza y el dolor de reconocer que vamos hacia atrás, tanto en el engaño como en la estrategia. Y que llevamos 11 años en eso.
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