Sentado en el imponente recinto del aula magna de la Universidad Central de Venezuela, hace años, escuché a un destacado miembro del “país intelectual” de entonces, responder a la pregunta de un estudiante sobre la conveniencia de establecer en Venezuela una auténtica lucha de clases.
El intelectual aludido, famoso por su obra, su fortuna personal y sus tendencias derechistas, se puso muy serio ante el micrófono y dijo:
- ¿Clases? yo sólo conozco dos: Turista y primera.
El público, mayoritariamente universitario, soltó una risotada estruendosa y el preguntón, abochornado, no tuvo más remedio que abandonar la sala. Estábamos a principio de los 90 y en Venezuela la lucha de clases era tema de grafittis ocasionales, comunistas rencorosos y hippies en proceso de reinserción. Asunto de perdedores, pues.
Había clases sociales, por supuesto. Clases que se permitían la permeabilidad necesaria para vivir en paz. Clases que se resumían en la frase de otro intelectual que dijo un día “aquí, todos somos clase media”. Vivíamos, no tan bien como queríamos; pero intentábamos construir decencia en un país sin posturas irreconciliables. A la mesa de los ricos, se sentaban los menos ricos, y eran bienvenidos. En la de los adecos, brindaban los copeyanos.
Entonces apareció un Mesías vendiéndonos felicidad en botellas rojas y llegamos al 2009, odiando la posibilidad de descubrir lo que significa turista y primera; viviendo en rojo y azul, impedidos de disfrutar lo ganado; sin luz, sin agua, y sin saber como vamos a hacer para enfrentar los males de la vejez, que ya no tardan. Ha de ser por eso que rememoramos esos tiempos y pensamos, con legítimo derecho, que la única cosa irreconciliable es esta especie de amargura con que vemos pasar los días. Irreconciliable con quienes destruyeron el sueño. Con más nada.
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