
Hace 4 años, el día que Brasil disputaba su pase a semifinales, estaba en mi casa de Houston convencido de que ese era el equipo a vencer en la final. Nunca he sido futbolero, pero me encanta el mundial. Jamás le he apostado a Brasil, pero reconozco su bien ganada fama.
Ese día mi auto amaneció con una pequeña falla que exigía revisión. Salí temprano a dejar el auto en un taller cercano y regresé a casa, caminando bajo el espantoso calor de julio. Entonces, pasé por un conocido restaurante brasilero convertido, por obra y gracia del mundial, en un pandemonium feliz. Entre otras cosas, puedo recordar con nitidez, una inmensa bandera de más o menos veinte metros de largo que cubría enteramente la fachada del centro comercial en que se encontraba el negocio. Me asomé para indagar. El frenesí dentro del sitio me recordó las horas que anteceden a la salida para la iglesia, en la casa de la novia. Todos corrían, todos hacían muchas cosas al mismo tiempo y todos tenían el mismo objetivo: Que a nadie le quedará duda que, en ese momento, ser Brasilero era un tema de vida y muerte.
Llegada la hora pautada, nos sentamos frente al televisor a ver el partido. A los pocos minutos no dábamos crédito a la sorpresa: los que estaban jugando no eran, ni remotamente, los jugadores agudos, inteligentes, bonitos, a los que uno estaba acostumbrado. Poco antes de finalizar, llamaron del taller para informarme que necesitaba ir con urgencia a buscar mi auto, pues estaban a punto de cerrar por una emergencia imprevista. Lamentando no poder ver como finalizaba el juego, salí de casa.
Al pasar frente al restaurante volteé a mirar: Lo que vi, se congeló en mi memoria: Algunos hombres llorosos, estaban montados en el techo del centro comercial removiendo, y doblando ceremonialmente, la inmensa bandera; en los bajos, un numeroso grupo de brasileros lloraba, abrazándose unos a otros con la sinceridad del duelo inevitable. Las mujeres echaban a la basura bandejas enteras de comida, los hombres reagrupaban las botellas de caipirinha que no servían ni para pasar el despecho. Todos enjugaban sus lágrimas con las camisetas verde-amarillas que minutos antes lucían con orgullo. El silencio era devastador. De cuando en cuando, un sollozo largo y profundo, se multiplicaba en miles.
Así fue como me enteré que Brasil había perdido el juego.
Llegué al taller completamente acongojado. En mi casa, los amigos estaban tan sorprendidos como tristes. Todos anhelábamos una final, con Brasil en uno de los dos extremos. Era la final soñada. Aunque ninguno de nosotros estaba a favor de Brasil, lo queríamos como gallardo contendor y estabamos dispuestos a alegrarnos si triunfaba.
Igual que esta mañana, cuando al final del partido sentimos que una buena parte del calor del mundial ha terminado. Una vez más, nos hemos quedado con las ganas de ver a Brasil demostrando su superioridad. Una vez más nos hemos quedado con las ganas de verlos, ganar o perder, pero en la final y con bonitura. Eso será, otra vez, lo que eche de menos en Surafrica 2010.
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