Salgo de la panadería mal humorado: Un litro de jugo, un
paquete pequeño de pan integral, un refresco y una palmera suman la escandalosa
cifra de 2.400 bolívares. Los pago pensando que tendré que empezar a suprimir
algunos placeres (la palmera tostadita de Panadería Mallorca, por ejemplo) y
pongo la bolsita en el asiento "del copiloto". Allí también he puesto,
hace un ratico, una bolsa de lona que contiene toallas y sabanas, limpias
gracias a esa especie de cooperativa de servicios con la que mis hermanos y yo
enfrentamos la crisis. Voy a mi casa;
en el camino hago la ya tradicional exploración de farmacias, buscando algunas
medicinas: un antihipertensivo para mi hermano, un oxigenante cerebral para mi tía,
otro para la madre de un amigo indispensable, la crema que mantiene a raya mi
eczema y analgésicos que no contengan cierta sustancia a la que soy alérgico.
Una, dos, tres, cuatro farmacias (de las que sé que son buenas) y poco éxito. El eczema seguirá respondiendo a la sábila y
mi hermano, mejor será que cuide su dieta. No hay Diovan. Mi tía y la madre de
mi amigo corren con mejor suerte. Un nuevo tarjetazo, un nuevo suspiro
contenido, una bolsita más que toma sitio junto a mí en el auto. El reproductor
hace mucho que se dañó y repararlo cuesta varios sueldos, no hay música en mi
auto, no escucho imposiciones de DJ de radio. Liszt tendrá que esperar. Cerca
de mi casa, un motorizado en sus prisas golpea el espejo lateral de mi viejo
Tempra y reacciono con susto; no, no quiere robarme, solo desea comerse la
calle. Como todos. El semáforo cambia a rojo, me detengo; tras de mí un
desagradable rugir de mil cornetas me anuncian que varios choferes ansiosos están
en ese momento - de bombillo rojo - recordando sin cariño a la santa mujer que fue
mi madre. A mi lado, una mujer desconocida baja el vidrio para anunciarme, a
gritos, que siete médicos han decidido declararse en huelga de hambre "ahora si nos fregamos, profe"
(ya me acostumbré, así me llaman) Por un segundo pienso en la inutilidad de una
huelga de hambre ante la jauría que nos lleva al precipicio. El semáforo cambia
a verde y el segundo más corto de la venezolanidad se materializa: el tiempo,
imposible de contar, en que retomo la marcha es asediado por gritos y nuevas
cornetas. Decenas (¿o son cientos?) de motorizados inundan de monóxido el
escape. Una buseta se detiene, en medio de la vía, para que baje contoneándose
la Yudeixys de turno. Yolkar y Robinson intercambian cascos, un extraño paquetico
y carcajadas. El sol hiere mi calva dentro del auto sin aire acondicionado. El teléfono
repica una y otra vez, lo dejo hacer aunque sé que quizás estoy perdiendo una
venta; sería suicida atenderlo. En un momento de atrevimiento "me
como" un cruce para abreviar el camino a casa y descubro que se ha ido la
luz en la cuadra. El embotellamiento dantesco en la encrucijada de cuatro
esquinas que debo sortear para llegar a destino, me obliga a una vuelta que
implica un par de kilómetros adicionales. Media hora más tarde llego a la
puerta de mi apartamento. Son casi las tres de la tarde. Bajo solo por un minutico para desahogar
urgencias y continuar el camino, mis actores me esperan hace algunos minutos
para montar una nueva escena. Regreso al auto, emprendo camino al ensayo. Algo
extraño atrapa mi ojo, al principio no logro descubrir de que se trata; pero,
parece una ausencia. Vuelvo a detenerme en un semáforo y aprovecho para mirar
nuevamente: Me han robado. Han abierto mi auto y se han llevado mis logros de
la mañana, la bolsa de la panadería, las medicinas, el bolso de la lavandería
(Carajo...con lo caras que están las sabanas) una libreta de notas dejada en el
asiento al descuido. Todo ha desaparecido, en la puerta de mi casa, durante el
breve instante de alivio de esfínteres en que subí al apartamento ¿dejé el auto
sin seguro? Es probable. Las puertas cierran de forma automática, yo tuve que
utilizar la llave para entrar de nuevo. ¿Fue un acto reflejo? No sé. Incrédulo,
de todos modos, me siento horriblemente culpable de haber dado
"papaya". Me han robado. Por mi santísima culpa.
Dos minutos después, apago el motor en el estacionamiento del colegio cuyo salón me han prestado para mis ensayos. Bajo con calma. Estoy súbitamente cansado. Súbitamente golpeado por una gran tortícolis, instalada como escudo de lucha desde que un día dejé de entender mí alrededor.
En el salón, uno de mis actores está explicándole a otro sus planes de viaje. Se va tan pronto cumpla un par de compromisos, le ofrecieron "algo" en Santo Domingo, República Dominicana. Lo escucho con atención, no tiene 30 años. Se va en unos meses este tipo talentoso y avispado.
Me siento, unos minutos más tarde estoy listo para empezar a ensayar. Hace mucho calor, muchísimo calor. Mi actor, el emigrante, repasa su escena una y otra y otra y otra vez. Finalmente la hace con perfecta emoción.
En mi silla, solo soy un llanto incontenible.
Es bueno saber que mis actores saben que yo se que ellos saben.
Dos minutos después, apago el motor en el estacionamiento del colegio cuyo salón me han prestado para mis ensayos. Bajo con calma. Estoy súbitamente cansado. Súbitamente golpeado por una gran tortícolis, instalada como escudo de lucha desde que un día dejé de entender mí alrededor.
En el salón, uno de mis actores está explicándole a otro sus planes de viaje. Se va tan pronto cumpla un par de compromisos, le ofrecieron "algo" en Santo Domingo, República Dominicana. Lo escucho con atención, no tiene 30 años. Se va en unos meses este tipo talentoso y avispado.
Me siento, unos minutos más tarde estoy listo para empezar a ensayar. Hace mucho calor, muchísimo calor. Mi actor, el emigrante, repasa su escena una y otra y otra y otra vez. Finalmente la hace con perfecta emoción.
En mi silla, solo soy un llanto incontenible.
Es bueno saber que mis actores saben que yo se que ellos saben.
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