
Esta mañana, después de mil años, me conseguí a Felipe y, la verdad, casi me dio gusto. Fe, como le decíamos en los tiempos de Caracas, hizo por varios años, un trabajo excepcionalmente exitoso en FUNDACOMUN. A la caída de Pérez, y posteriores replanteamientos del Instituto, se dedicó a sus clases en la UCV y a varios trabajos interesantes con la empresa privada. Ganó dinero y lo aprovechó viajando por el mundo y viviendo temporadas fuera del país. Atraído por el cuento de la tranquilidad y el buen clima, recaló en Mérida, donde vive de jubilaciones y asesorías bien remuneradas.
Nos instalamos a conversar y rápidamente el tema enfiló hacia “la situación actual”, para la cual, según dijo, nada lo había preparado. Desde la rabia y la decepción más grande, Fe amontonó quejas sobre quejas. Aprovechando su desaliento, le propuse que pusiera a trabajar su vasta experiencia y apoyara concretamente una labor de cambio. Fue allí, cuando el encuentro con el viejo conocido dejó de ser feliz. Aduciendo razones de todo tipo, ninguna realmente importante, por cierto; Fe se excusó de participar en algo. Parecía como si un compromiso de cualquier tipo frente al expais, fuera una carga muy pesada para su ánimo o una iniciativa muy molesta para su tranquilidad de jubilado.
Nos despedimos con afecto y eché a andar. A pocos metros, una carpa roja acogía una cantidad inusual de “custodios” dedicados a sus labores de camiseta roja y proselitismo grosero, aguantando lluvia y frío, resistiendo uso y abuso.
Seguí mi camino imaginando a Fe en su acogedora casita, rodeado de libros y objetos muy amados, calentándose un café bien servido, mientras espera al hada madrina.
Entonces entendí por qué, la partida la llevan ganada ellos.
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