Era muy temprano. Ahora no puedo dormir hasta que me dé la gana, despierto irremediablemente a primerísima hora. Me quedé un rato en la cama enredado en las pesadas mantas sin las que me costaría muchísimo conseguir esas horas suaves de descanso. La habitación comenzó a llenarse de nostalgias, trampas que me fueron recordando lo mucho que hemos perdido todos. Lo mucho que he perdido yo; un sabor, por ejemplo, el de un tazón de majarete reposando en el cimiento de la vieja cocina de la casa de mi abuela en la calle 19.
Mi abuela murió hace más de 40 años. Era una mujer joven, divertida y altanera. Era la mejor abuela del mundo. Una abuela que cocinaba como nadie, una abuela que tomó una única equivocada decisión: llevarse con ella los sabores a su tumba. Dejarnos nostalgias. Abrirnos las trampas.
Llovía torrencialmente en Mérida y el sol estuvo negado a salir hasta casi las once de la mañana; entonces, el tazón de majarete dio paso a una calle por la que bajaban las aguas de la lluvia convertidas en rio, una casa modesta que siempre olía a comidas sabrosas y telas recién compradas, un enorme frasco lleno de botones y algunas agujas sueltas, que nunca nos enseñaron nada más sofisticado que remendar una camisa desprovista de cerrojos, y a una ciudad que ya no existe. Que fuimos borrando lentamente en el paso de los años para no permitirle crecer.
La calle sigue siendo la misma, las tapias de los vecinos siguen siendo las mismas. La casa de Doña Edicta, la ventana de Doña Amanda y la esquina de Delia Castillo están intactas, Ni Edicta, ni Amanda, ni Delia Castillo están allí para responder los buenos días. Mérida tampoco. La sierra sigue allí, y algunos días responde los buenos días. Aquel buen caballero que barría las calles, aquel marchante que tomaba café en nuestro porche y saludaba, la mujer del romantón y la mantilla en la mano, ya no están. La decencia de ellos y otros más, tampoco, y yo, por más que me esfuerce en cocinar con esmero, no logro reinventar el majarete de mi abuela.
Será el progreso, que se disfraza de infierno para no permitirnos llorar.
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