Cuando salió preñada, a los 16 años, Rosa probó por vez
primera unas galletas colombianas que vendían en la bodega del barrio. Eran
unas galleticas redondas, dulces, rellenas con una crema de vainilla, de marca
Noel. Venían probablemente de Cúcuta y eran realmente muy baratas. Fueron su
perdición, Rosa las comió por quintales durante los nueve meses que duró el
segundo de sus embarazos, tanto, que recuerda algunos días en los que no
lograba consumir ningún otro alimento. Su mamá, que alcahueteaba ese embarazo
sin hombre, así como había alcahueteado el anterior y haría con los dos
siguientes, se ocupaba de comprárselas rapiñando al diario algún dinerito que
mejor uso habría tenido en verduras. Cuando parió, un enclenque varoncito a
buen término, no tuvo ninguna duda a la hora de llamarlo Noel, un nombre que
había visto hasta el cansancio en los envoltorios de celofán. Posiblemente por genética paterna, el niño
Noel tomó lo suyo en empezar a dar señales de crecimiento, fue un crio
taciturno, más o menos melancólico y bastante malcriado. Pero, disfrutó de
todas las atenciones que la pobreza “decente” de Rosa y su mamá, pudieron darle
del modo ese más bien rustico que se estila en los barrios.
Morenito, demasiado flaco y tan escurridizo como una anguila,
Noel creció escapándose de casa a cada minuto, sin hábitos de ningún tipo y con
poquísimo interés en algún tipo de disciplina escolar. A marchas forzadas
terminó la escuela primaria logrando, a fuerza de mucha insistencia, aceptar que lo
matricularan en una escuela de pobres en donde no atinó a entender ni la O por
lo redondo. Literalmente.
Rosa, entre tanto, parió dos hijos mas, trabajó como una poseída, limpió casas, planchó ropa ajena e hizo todas las labores de las que echa mano la gente que no tiene otro recurso para ganar el sustento. Su mamá hacia otro tanto, el hermano mayor empezó a rebuscarse tan pronto como levantó un metro del suelo y a trancas y barrancas, aquella casa de pobres empezó a capotear necesidades que fueron cubriéndose de cualquier modo, la mayor parte de las veces, malamente. Rosa intentaba poner orden; pero, le ganaba la juventud. Había sido madre cuando en realidad tenía que haberse dedicado a ser mujer, de modo que compartía de la mejor forma que podía las aficiones de una mujer con sangre en las venas, con el intenso trabajo y el cuidado escaso de los hijos. Aun así, todos, a excepción de Noel, creían tener de alguna manera una familia de la que ocuparse. Viéndolo bien, la vida transcurría del único modo que puede transcurrir cuando tiene como escenografía un barrio que no es violento, pero tiene sus mañas.
Al cumplir 17 años, después de repetir por segunda vez el tercer año de bachillerato y obtener las peores calificaciones de la escuela, Noel y su madre decidieron sin mucha reflexión, que lo de los estudios no era para él; así que, conminado por la madre, empezó a hacer trabajos con los que ganaba un dinero que entraba a la casa sin justificaciones inútiles. Un día llegó a casa conduciendo una motocicleta, era el último de una serie de regalos inesperados que Rosa y sus hermanos recibían sin decir una palabra. Ya habían llegado celulares de última generación, una variedad de aparaticos y hasta una pequeña computadora que la madre no sabía para que usar, junto a electrodomésticos que aparecían como por arte de magia. Cuando Rosa comenzó a darse cuenta, los apremios económicos de antes empezaron a ser menos graves. Demasiado curtida en las cosas del barrio como para no entender los mensajes que llegaban con cada regalito, se acercó tímidamente a explicaciones que nadie estaba dispuesto a darle. Alguna vez increpó a Noel más en tono de advertencia que de reprimenda, preocupada por sus constantes “eso no es cosa suya”, por madrugadas en que Noel no aparecía por casa, por amigos que entraban sin saludar mucho y permanecían escasos minutos encerrados en la habitación y por los cada vez más sagrados escondrijos de los que Noel se valía para guardar cosas que la gente “le empeñaba”. Muchos otros cabos sueltos terminaron por convencerla de que su hijo, a pesar de recordarle siempre el dulzor aquel de las galletas, andaba en malos pasos, entonces decidió enfrentarlo, para su desgracia. Noel tuvo un solo ataque de ira en su vida, pero Rosa no olvidó cada grito ni cada insulto o amenaza que salieron de su boca. Tampoco los billetes que dejó encima de la mesa antes de volverse a ir para la calle, ni el relumbrón de acero brillante de algo que se negó realmente a ver de cerca, porque se le pareció demasiado a una pistola. Esa noche, en medio del llanto convulsivo con el que se quedó sola a la salida del hijo, decidió cuidarlo aunque en ello se le fuera la vida.
Eso ha hecho, por eso Noel celebró su cumpleaños número 20 y a ella le parece que han conjurado algunos males peores. Juntos, como en el principio, Rosa y Noel se han convertido en una llave bastante difícil de vencer. Todo el barrio lo sabe, la policía también y sólo están esperando que se les ponga a tiro. Cansados de disparos de advertencia que no han logrado ni asustar a Noel o a su madre, en los últimos tiempos se han tomado en serio lo de ir a por todas; poco les importa - a todos - que en el procedimiento, Rosa deje huérfanos a tres hijos más.
Rosa, entre tanto, parió dos hijos mas, trabajó como una poseída, limpió casas, planchó ropa ajena e hizo todas las labores de las que echa mano la gente que no tiene otro recurso para ganar el sustento. Su mamá hacia otro tanto, el hermano mayor empezó a rebuscarse tan pronto como levantó un metro del suelo y a trancas y barrancas, aquella casa de pobres empezó a capotear necesidades que fueron cubriéndose de cualquier modo, la mayor parte de las veces, malamente. Rosa intentaba poner orden; pero, le ganaba la juventud. Había sido madre cuando en realidad tenía que haberse dedicado a ser mujer, de modo que compartía de la mejor forma que podía las aficiones de una mujer con sangre en las venas, con el intenso trabajo y el cuidado escaso de los hijos. Aun así, todos, a excepción de Noel, creían tener de alguna manera una familia de la que ocuparse. Viéndolo bien, la vida transcurría del único modo que puede transcurrir cuando tiene como escenografía un barrio que no es violento, pero tiene sus mañas.
Al cumplir 17 años, después de repetir por segunda vez el tercer año de bachillerato y obtener las peores calificaciones de la escuela, Noel y su madre decidieron sin mucha reflexión, que lo de los estudios no era para él; así que, conminado por la madre, empezó a hacer trabajos con los que ganaba un dinero que entraba a la casa sin justificaciones inútiles. Un día llegó a casa conduciendo una motocicleta, era el último de una serie de regalos inesperados que Rosa y sus hermanos recibían sin decir una palabra. Ya habían llegado celulares de última generación, una variedad de aparaticos y hasta una pequeña computadora que la madre no sabía para que usar, junto a electrodomésticos que aparecían como por arte de magia. Cuando Rosa comenzó a darse cuenta, los apremios económicos de antes empezaron a ser menos graves. Demasiado curtida en las cosas del barrio como para no entender los mensajes que llegaban con cada regalito, se acercó tímidamente a explicaciones que nadie estaba dispuesto a darle. Alguna vez increpó a Noel más en tono de advertencia que de reprimenda, preocupada por sus constantes “eso no es cosa suya”, por madrugadas en que Noel no aparecía por casa, por amigos que entraban sin saludar mucho y permanecían escasos minutos encerrados en la habitación y por los cada vez más sagrados escondrijos de los que Noel se valía para guardar cosas que la gente “le empeñaba”. Muchos otros cabos sueltos terminaron por convencerla de que su hijo, a pesar de recordarle siempre el dulzor aquel de las galletas, andaba en malos pasos, entonces decidió enfrentarlo, para su desgracia. Noel tuvo un solo ataque de ira en su vida, pero Rosa no olvidó cada grito ni cada insulto o amenaza que salieron de su boca. Tampoco los billetes que dejó encima de la mesa antes de volverse a ir para la calle, ni el relumbrón de acero brillante de algo que se negó realmente a ver de cerca, porque se le pareció demasiado a una pistola. Esa noche, en medio del llanto convulsivo con el que se quedó sola a la salida del hijo, decidió cuidarlo aunque en ello se le fuera la vida.
Eso ha hecho, por eso Noel celebró su cumpleaños número 20 y a ella le parece que han conjurado algunos males peores. Juntos, como en el principio, Rosa y Noel se han convertido en una llave bastante difícil de vencer. Todo el barrio lo sabe, la policía también y sólo están esperando que se les ponga a tiro. Cansados de disparos de advertencia que no han logrado ni asustar a Noel o a su madre, en los últimos tiempos se han tomado en serio lo de ir a por todas; poco les importa - a todos - que en el procedimiento, Rosa deje huérfanos a tres hijos más.
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