En lo más íntimo de su ropa, probablemente en el bolsillo
trasero de su pantalón verde olivo, el hombre que humilló a la periodista
Patricia Janiot, en Maiquetía, lleva un pequeño pedazo de papel impreso y
forrado en plástico duro, que en el encabezado lleva una banda tricolor en la
que se lee República Bolivariana de Venezuela.
Ese pequeño papel, convertido en documento por obra y gracia de la
necesidad obligante de identidad, reposa
en el bolsillo trasero del pantalón de la bestia que disparó a mansalva
contra la humanidad de Génesis Carmona, en el bolsillo trasero del pantalón del
Tupamaro que escribe un tuit en el que ordena a sus pares romper todos los
vidrios de los automóviles que lleven algún mensaje en contra del gobierno, en
el bolsillo trasero del pantalón de Roque Valero y en el bolsillo trasero de mi
pantalón. Yo tengo la vergüenza de
compartir gentilicio y nacionalidad con personas que, cumpliendo su
trabajo, defienden un régimen aberrante
que cada día enseña más las inmensas garras de su malignidad. Lo defienden y
por ello, reciben un sueldo y no pocas prebendas negadas al que, sin postrarse
de rodillas ante los delirios de un gobernante errado, intentan construir otra
manera de lucir ese pedazo de papel plastificado cuyo encabezado luce una banda
amarilla, azul y roja.
Probablemente Adolf Eichmann también tenía un documento de
identidad compartido con Frau Herga Vaismann el día que la transportó a ella a
Auschwitz. Es muy probable que incluso
se haya detenido un instante a compararlos ambos, quien sabe si porque en ese
documento se leía un año de nacimiento compartido por ambos. Eso no evitó la suerte de Frau Herga
Vaismann, porque Adolf Eichman estaba cumpliendo con su deber. Estaba
realizando, de la manera más eficiente posible, el trabajo que se le había
encomendado y para ello podía, además, echar mano de una ideología nauseabunda.
Dicen que la gran diferencia existente entre las bestias y los humanos es la habilidad para discernir; para captar, en segundos, que el cumplimiento de ciertas órdenes sencillamente altera el orden natural de las cosas. Como la orden de matar, por ejemplo, o incluso la orden de disparar a mansalva sin revisar antes de hacerlo. Sin embargo, el hombre que, haciendo su trabajo humilla a la Sra. Janiot en el aeropuerto de Maiquetía o el Tupamaro que envuelve su cabeza en un trapo rojo y dispara desde su motocicleta, parecen despreciar esa cualidad que los acerca a cierta forma humana capaz de trascender el simple documento de identidad y más bien se acercan a los límites, porque piensan que la red que evitará su caída se sostiene en la banal excusa de cumplir con el deseo de un jefe con las faltriqueras llenas; un jefe que probablemente empuñe su arma en contra suya y cierre el grifo, cuando sea necesario dejar claro que el otro ha cumplido su deber.
Se reduce todo, entonces, a dos terribles verdades: estamos enfrentados a la banal inconsciencia bien pagada de seres sin capacidad de discernimiento y yo tengo la desgracia de compartir con ellos un documento de identidad que no me protege de nada, porque no me arrodilla.
Dicen que la gran diferencia existente entre las bestias y los humanos es la habilidad para discernir; para captar, en segundos, que el cumplimiento de ciertas órdenes sencillamente altera el orden natural de las cosas. Como la orden de matar, por ejemplo, o incluso la orden de disparar a mansalva sin revisar antes de hacerlo. Sin embargo, el hombre que, haciendo su trabajo humilla a la Sra. Janiot en el aeropuerto de Maiquetía o el Tupamaro que envuelve su cabeza en un trapo rojo y dispara desde su motocicleta, parecen despreciar esa cualidad que los acerca a cierta forma humana capaz de trascender el simple documento de identidad y más bien se acercan a los límites, porque piensan que la red que evitará su caída se sostiene en la banal excusa de cumplir con el deseo de un jefe con las faltriqueras llenas; un jefe que probablemente empuñe su arma en contra suya y cierre el grifo, cuando sea necesario dejar claro que el otro ha cumplido su deber.
Se reduce todo, entonces, a dos terribles verdades: estamos enfrentados a la banal inconsciencia bien pagada de seres sin capacidad de discernimiento y yo tengo la desgracia de compartir con ellos un documento de identidad que no me protege de nada, porque no me arrodilla.
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