Apurado por llegar a su trabajo a tiempo, Manuel tuvo el primer gran
disgusto del día cuando, en la puerta del edificio donde ha vivido toda la
vida, se enfrentó a un desperfecto mecánico que suponía solventado en la última
visita al taller un par de días antes. Luego de una rápida cuenta, supo que encender
el viejo Fiat que cuida - con su vida - para evitar la buseta, era en ese
momento tarea imposible. Algo que desconocía por completo, iba a impedírselo irremediablemente
(y-eso-que-le-pagué-una-bola-de
real-al-mecánico-hace-dos-días, masculló entre maldiciones Manuel).
Estacionado como mejor pudo al borde de la acera, sacó de su bolsillo el
teléfono para pedir auxilio. Un par de segundos después vio como, de la cola
que comenzaba a formarse en el supermercado vecino, se desprendió a toda
velocidad un muchacho que no llegaba a tener 17 años. Manuel miró como corría desaforado
en su dirección e intentó esconder el teléfono, cuando un manotazo lo dejó
anonadado. El aparato que momentos antes tenía en su oreja, estaba ahora en
manos del zagaletón de la cola. Entonces, tomó la más imprudente decisión de su
vida: salió tras el ladrón en un arranque de impulsividad funesta. Le dio
alcance, hubo un forcejeo (no muy profesional, todo hay que decirlo) y en un
empujón, Manuel cayó al piso, inconsciente. Poco después, casi a las 8 y 30 de
la mañana, atendido por un buen samaritano que lo vio todo desde su auto,
Manuel ingresaba a la emergencia de un hospital cercano, en donde lo único que
pudieron hacer fue ayudarlo a aceptar el golpe. Vivió para contarlo, no se sabe
cómo, y hoy se recupera de las múltiples fracturas en los huesos de su cara e
intenta, sin éxito, superar el nudo en la garganta, cada vez más parecido a un
llanto de muerte.
A sus 19 años, David ha recibido entrenamiento de sobreviviente de guerra.
Sus padres, víctimas honrosas de varios escarceos con el hampa, sencillamente
no le dejan vida advirtiéndolo de cuanta cosa hay que hacer para preservar la
vida. Los bienes, esas cosas superfluas y casi prestadas sin las que cualquier
muchacho de 19 años se niega a respirar, son lo menos importante en ese hogar
llevado por dos comerciantes esforzados y exitosos, que no se resignan a
negarle a su único hijo, inteligente y aventajado estudiante de medicina,
ninguno de los últimos gadgets con
los que él sueña. Lo hacen con la condición explicita e inviolable de que no
puede, por ninguna razón, hacer alarde de ello. David ha cumplido con
obediente diligencia las recomendaciones paternas y la vida lo tenía a salvo de
un mal rato hasta el lunes pasado. Saliendo de una oficina pública ubicada en
las cercanías de la merideña Plaza de Las Heroínas, David se despistó unos
minutos guardando el teléfono en su escondite preferido (casi dentro de su
piel) cuando se le acercó una pareja muy joven y de buen aspecto, que llevaban
un niño en la mano, a preguntarle una dirección, suficientemente distante como
para ser difícil de conocer. David quiso ayudarlos y mientras guardaba el teléfono
y ajustaba sus anteojos Rayban para responder, sintió la fría dureza del metal
en un costado. La chica con quien intentaba entenderse blandía amenazante una
filosa navaja. El hombre daba claras instrucciones: entréganos el teléfono, los lentes y la plata que lleves encima.
David tuvo un fatal ataque de nervios que demoró un poco su intención de darles
lo que pedían. La mujer enterró la navaja tan profunda como pudo mirándolo a
los ojos. David se desmayó, los bandidos agarraron la cartera, los lentes y el teléfono
y se perdieron entre la multitud que transita a esa hora por la zona. Un taxista
que presenció el hecho levantó a David del piso y lo llevó al Hospital, donde
un amigo de su padre casualmente cumplía guardia en emergencia. Estuvo grave un
par de días, pero vivió para contarlo. Esta mañana sus padres han puesto en
venta absolutamente todo lo que tienen; a David le espera la vida en algún
lugar de Europa.
Fiel a su costumbre, Doña Margot sale diariamente a caminar por su
urbanización a primerísima hora de la mañana. Dice que lo hace porque si y
porque es la única forma de mantenerse ágil y lúcida a los 86 años. El resto
del día, lo dedica a sus cosas de vieja, aunque se niegue a cuidar nietos y
nadie le haya visto jamás una cana. Ya no conduce, pues se lo han prohibido los
hijos, ni cocina pues se lo ha prohibido ella misma. Le sigue gustando la buena
ropa, la peluquería, las buenas conversas con las pocas amigas que no han
cometido la indiscreción de morirse y, en sus ocasos, ha descubierto lo
entretenida que puede ser una misa. Doña Margot espera tener una muerte
apacible hermoseándose en una salud de hierro a la que no vence ninguna de las
terribles verdades del siglo XXI, capoteadas por cuatro hijos prósperos y
buenos que se ocupan hasta del más pequeño de sus caprichos. El lunes, salió a
caminar con el corazón estrujado de quien sabe que va a sucederle algo. Hizo
sus cuatro vueltas de siempre, negándose a la compañía del ama de llaves que la
cuida con celo de hermana, por no darle
paso al presentimiento. De regreso a su casa, en el momento en que metía la
llave en la cerradura, tres muchachitos que tienen, quizás, la edad de sus
nietos, salieron a su encuentro desde las frondosas cayenas del frente. El
discreto grito de la anciana fue ahogado por la mano ruda de uno de los
asaltantes, los otros dos violentaron la puerta y lograron llevarla hasta el
salón de la casa; el ama de llaves y un jardinero que cobraba su jornada del
día anterior fueron obligados a convertirse en victimas. Amarrados (más bien
envueltos) con las cortinas brocadas que adornan la estancia desde tiempos de Matusalén,
vieron como las tres sabandijas hicieron caída y mesa limpia con los pocos
tesoros que Doña Margot conservaba. Una hora después los delincuentes escaparon
con el botín, asustados por la llegada providencial del hijo de una vecina,
urgido de un favor impostergable. Soltó los amarres que mantenían a los tres
viejos cautivos, en el momento exacto en que Doña Margot mostraba síntomas de
un ataque cardiaco. Desde el lunes está en terapia intensiva y, aunque su vida
ya no corre peligro, nadie ha logrado escuchar de nuevo su acento gocho y
cerrero ni su risa de abuela. Esta
mañana su hijo me ha dicho que posiblemente no la vuelvan a escuchar jamás.
Es lo que trae un lunes de abril en la Venezuela del siglo XXI. Lo
llamamos vida, por ironía, quizás.
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