En general, los aeropuertos son unos lugares horribles. Unos
espacios hostiles en los que es imposible hacer un poco de humanidad. Fríos, hechos para que uno recuerde la
inseguridad de vivir de paso en cualquier lugar del mundo, me producen espanto.
A pesar de ser un viajero empedernido,
pasar por un aeropuerto es una
cosa que no logro superar, si los
aguanto, es solo por la feliz expectativa que me produce salir de viaje; pero,
los obviaría, si pudiera.
No estoy refiriéndome a ningún aeropuerto en particular. Aunque entre los peores del mundo figure el de
Maiquetía (un sitio que sencillamente aborrezco) yo me he sentido igual de mal
en el aeropuerto Kennedy que en el Charles de Gaulle o Lidosta. Una vez, estuve tan turbado al aterrizar
en el aeropuerto de Frankfurt, que entré tres veces al país y necesité ayuda
policial para comprender lo que seguía a continuación. Sin embargo, creo que
pocas cosas igualan lo que me produce pasar por un aeropuerto venezolano de
provincia; la razón he de nombrarla como si fuera, yo, un discípulo iluminado: La ley de la atracción. Si para alguien existe ese enunciado de
calamidades, no hay duda que, para mí,
parece haber sido creada. Mis anécdotas aeroportuarias llenarían páginas y páginas
de cuentos maniáticos. No obstante, pocas pueden que igualen la confusión que
todavía resuena en mi cerebro, después que hace unas tres semanas, tuve que
pasarme una tarde en la terminal del Aeropuerto “Juan Pablo Pérez Alfonzo” que
sirve a la ¿ciudad? de El Vigía. (Por cierto, no puedo ni empezar a imaginar lo que sentirá el alma del
conspicuo Dr. Pérez Alfonzo al enterarse de que semejante cosa lleva su nombre)
No, no pienso aburrirlos desgranando los horrores de ese lugar, convertido en
mercadillo de ordinarieces por obra y gracia de lo mismo que tiene al país –
todo - en ese ayayay. No. Voy a narrarles una conversación y sus
circunstancias, con la sana intención de que alguien me ayude a encontrarle
explicación a semejante locura:
Llegué muy temprano al aeropuerto, porque quería evitarme que algunas de las cosas insólitas que me suceden a mí y solo a mí, arruinaran mi salida a Caracas para lo que significó (oh pobreza de bolsillo) mis cortas y muy agradables vacaciones de Agosto. Cumplidos los trámites de registro, consignación de equipaje y pago de impuesto - cosas que suelo hacer con automatismo de robot y cara de pocos amigos - decidí instalarme en el restaurante con la intención de hacer un poco más llevadera la espera. Resulta que, poco antes, una amiga me había encargado escribirle un par de cuartillas sobre el problema fronterizo venezolano, (entonces “en pleno desarrollo”) para remitirlas a un medio independiente con el que ella trabaja en Londres; ergo, las cuartillas en cuestión debían ser escritas en Inglés. No había adelantado ni el título y consideré ese, el momento apropiado para cumplir el encargo. Me senté en una mesa, abrí mi tablet y coloqué a un lado el teléfono también abierto, en el que había archivado algunos artículos que me servirían de consulta. Empecé a escribir abstrayéndome de toda distracción (debo dar gracias al altísimo, pues yo para escribir y leer lo único que necesito es tener los ojos abiertos) consultando cada cierto tiempo los archivos de mi teléfono y avanzando en mi borrador, sin notar la presencia de personas o el intenso tráfico del incómodo aeropuerto en esa época del año. Creo que habían pasado dos horas cuando, de pronto, más por molestia visual que por otra cosa, me di cuenta que dos trabajadores del Instituto de Aeropuertos (eso decía la identificación que más tarde pude leer en el bolsillo de sus camisas) rodeaban mi mesa como dos moscardones empeñados en molestar, pero, con poca intención – eso creí al principio – de enterrar la ponzoña. Pasaban muy cerca de mi mesa, caminaban en círculo y volvían a retirarse, sin otra cosa que aumentarme la angustia producida por mi aeropuertofobia.
Unos quince minutos de esa danza y la voz clarísima de uno de los esmerados funcionarios interrumpió mi trabajo:
Llegué muy temprano al aeropuerto, porque quería evitarme que algunas de las cosas insólitas que me suceden a mí y solo a mí, arruinaran mi salida a Caracas para lo que significó (oh pobreza de bolsillo) mis cortas y muy agradables vacaciones de Agosto. Cumplidos los trámites de registro, consignación de equipaje y pago de impuesto - cosas que suelo hacer con automatismo de robot y cara de pocos amigos - decidí instalarme en el restaurante con la intención de hacer un poco más llevadera la espera. Resulta que, poco antes, una amiga me había encargado escribirle un par de cuartillas sobre el problema fronterizo venezolano, (entonces “en pleno desarrollo”) para remitirlas a un medio independiente con el que ella trabaja en Londres; ergo, las cuartillas en cuestión debían ser escritas en Inglés. No había adelantado ni el título y consideré ese, el momento apropiado para cumplir el encargo. Me senté en una mesa, abrí mi tablet y coloqué a un lado el teléfono también abierto, en el que había archivado algunos artículos que me servirían de consulta. Empecé a escribir abstrayéndome de toda distracción (debo dar gracias al altísimo, pues yo para escribir y leer lo único que necesito es tener los ojos abiertos) consultando cada cierto tiempo los archivos de mi teléfono y avanzando en mi borrador, sin notar la presencia de personas o el intenso tráfico del incómodo aeropuerto en esa época del año. Creo que habían pasado dos horas cuando, de pronto, más por molestia visual que por otra cosa, me di cuenta que dos trabajadores del Instituto de Aeropuertos (eso decía la identificación que más tarde pude leer en el bolsillo de sus camisas) rodeaban mi mesa como dos moscardones empeñados en molestar, pero, con poca intención – eso creí al principio – de enterrar la ponzoña. Pasaban muy cerca de mi mesa, caminaban en círculo y volvían a retirarse, sin otra cosa que aumentarme la angustia producida por mi aeropuertofobia.
Unos quince minutos de esa danza y la voz clarísima de uno de los esmerados funcionarios interrumpió mi trabajo:
-
Buenas tardes, profesor, (eso es normal, no sé por qué, a mi
todo el mundo me dice profesor)
-
Buenas tardes, dígame…
-
¿Trabajandito?
-
Aprovechando el tiempo
-
Está dándose duro con la escritura…
¿no?
-
Si…un poco…
-
¿y…qué tanto escribe?
-
¿Quiere ver?
-
No…no se preocupe (miran de soslayo la pantalla de la tablet y descubren algo que les cambia
la expresión simpática de la cara)
-
Ahhh…pero es que eso no es español…
¿verdad?
-
No…no es español
-
Y usted… ¿Por qué escribe en inglés? …¿para
que no lo entiendan?
-
No…escribo en inglés…porque tengo una
novia en Estados Unidos (mentir, a veces, se me da muy
bien)
-
¿Y usted se buscó una novia gringa
habiendo tanta mujer aquí?
-
Pues si…
-
¿Me muestra su pasaporte?
-
No lo tengo aquí
-
Pero… ¿y usted no va a viajar?
-
Si….pero para Caracas….
-
Raro eso ¿no?... (se dicen el uno al otro con cara de
quien descubre la guarida del Chapo Guzmán)…muéstreme
la cédula, entonces, pues…
(En pleno modo aeropuerto, saco mi
cédula de identidad y se las entrego)
(En pleno modo funcionarios públicos / autoridades, revisan la cédula como si ese papelito tuviera alguna revelación encriptada)
(En pleno modo funcionarios públicos / autoridades, revisan la cédula como si ese papelito tuviera alguna revelación encriptada)
-
Ahh…bueno…tenga cuidado con la vista,
no se le echen a perder los ojos con la escribidera…buen viaje….
El par de gorilas, rigurosamente
vestidos de rojo, se alejaron tal como habían venido. Yo cerré mi tablet. Cerré mi teléfono, pagué mi
cuenta (517 bolívares por un batido de fresas y un pastel rancio de higos) y
caminé despacio, con el corazón amotinado en el esófago, hasta la sala de espera. Allí busque el rincón
más escondido que pude hallar entre la muchedumbre que esperaba la salida de
dos vuelos simultáneos a Maiquetía y me fundí en el anonimato.
Hasta el día de hoy intento encontrarle significado al celo de los trabajadores del Instituto Autónomo de Aeropuertos destacados en El Vigía; pero, las aproximaciones conseguidas, en conversaciones con amigos y ratos largos de reflexión, son tan aterradoras, que he preferido recordarlo como una más de las cosas que le suceden al Pato Lucas y a mi. Después de todo, estaba en un aeropuerto de Venezuela, el país de los asombros enmudecedores.
Hasta el día de hoy intento encontrarle significado al celo de los trabajadores del Instituto Autónomo de Aeropuertos destacados en El Vigía; pero, las aproximaciones conseguidas, en conversaciones con amigos y ratos largos de reflexión, son tan aterradoras, que he preferido recordarlo como una más de las cosas que le suceden al Pato Lucas y a mi. Después de todo, estaba en un aeropuerto de Venezuela, el país de los asombros enmudecedores.
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