Ayer murió Doña Yolanda. Combatió
los horrores de la enfermedad por largo tiempo, hasta que ayer, en su casa de
toda la vida, ajustó sus últimas cuentas con el de arriba y cerró sus ojos para
siempre. Correspondería, aquí, decir que lo hizo tranquila y rodeada de los suyos,
cosa que es cierta; solo que el paso a la eternidad ocurrió en esta Venezuela
de casualidades asombrosas.
A media mañana empezaron a
aparecer las señales del día fijado. Doña Yolanda respondía muy débilmente a
las artes de supervivencia con las que habían logrado engañar la muerte en los
últimos meses; a la casa de El Cafetal, empezaron a llegar hijos y nietos dispuestos
a enfrentar la despedida, algunos de los amigos de toda la vida también. 85
años de vivir entre nosotros no se borran de un plumazo; por lo menos, no sin
que ello implique ritos a los que somos tan afectos los andinos. Puede ser que
el reloj marcara las 2 y 15 de la tarde, puede haber sido poco después, o
antes, no es ese momento de certezas. En algún instante cercano a la primera
hora de la tarde, Doña Yolanda murió.
El Cafetal, esa urbanización caraqueña inventada por el Banco Obrero en los años de Leoni, tiene particularidades entrañables, la más notoria: es un barrio clase media-media en cuyas quintas – remozadas con lo mejor de la estética adeca - aun reside una mayoría de quienes allí se mudaron por vez primera, con fe en el futuro. Doña Yolanda y su marido, vinieron de Mérida para engrosar esas filas y allí, en su casa grata y bien montada de la Avenida El Limón, vieron crecer a sus hijos y darle forma a la vida. Sortearon dificultades y celebraron lo que hay que celebrar. Vivieron pues, sin mayores cuentos que contar, hasta ayer un poco después de las 2 de la tarde.
Cuenta una hija que la primera detonación la agarró en el momento en que empezaba a asimilar la despedida con dolor de certeza. Que todavía estaba tibio el cuerpo de su madre, cuando escucharon algo parecido a una ráfaga de disparos que provenían del amplio patio de la residencia. Dice también que, demasiado aturdidos por el estupor de esos primeros minutos de duelo, no captaron en su exactitud el significado de esos ruidos que alteraban las oraciones del buen morir entonadas en la habitación materna. Fue unos minutos más tarde, cuando salió de ese cuarto a enfrentar la vida, que pudo darse cuenta, más o menos, de lo acontecido a su alrededor. Estaba en el teléfono notificando a la agencia de servicios funerarios la mala hora, cuando, provenientes del patio y con armas en la mano, la abordaron los malandros.
El Cafetal, esa urbanización caraqueña inventada por el Banco Obrero en los años de Leoni, tiene particularidades entrañables, la más notoria: es un barrio clase media-media en cuyas quintas – remozadas con lo mejor de la estética adeca - aun reside una mayoría de quienes allí se mudaron por vez primera, con fe en el futuro. Doña Yolanda y su marido, vinieron de Mérida para engrosar esas filas y allí, en su casa grata y bien montada de la Avenida El Limón, vieron crecer a sus hijos y darle forma a la vida. Sortearon dificultades y celebraron lo que hay que celebrar. Vivieron pues, sin mayores cuentos que contar, hasta ayer un poco después de las 2 de la tarde.
Cuenta una hija que la primera detonación la agarró en el momento en que empezaba a asimilar la despedida con dolor de certeza. Que todavía estaba tibio el cuerpo de su madre, cuando escucharon algo parecido a una ráfaga de disparos que provenían del amplio patio de la residencia. Dice también que, demasiado aturdidos por el estupor de esos primeros minutos de duelo, no captaron en su exactitud el significado de esos ruidos que alteraban las oraciones del buen morir entonadas en la habitación materna. Fue unos minutos más tarde, cuando salió de ese cuarto a enfrentar la vida, que pudo darse cuenta, más o menos, de lo acontecido a su alrededor. Estaba en el teléfono notificando a la agencia de servicios funerarios la mala hora, cuando, provenientes del patio y con armas en la mano, la abordaron los malandros.
-
Dame lo de
valor y quédate quieta (no habría estado de mas un “dame lo de valor
y te acompaño en la pena”, pero, todavía,
nadie había abierto el pesamario)
Entonces ella reaccionó con
desgano. Era más importante la funeraria. No respondió. Los malandros,
sorprendidos con su renuencia – involuntaria, por demás - le dieron “un chance” para que,
parsimoniosamente, terminara la llamada. A su lado, escucharon todo,
entendiendo las circunstancias. Ella se
atreve a decir que le pareció que en algún momento los tipos bajaron la mirada,
guardaron las armas y se descubrieron la cabeza; pero puede ser que eso lo haya
inventado su memoria de Clemente de la Cerda. Lo que si vio, lo que si no es
invento alguno, fue la retirada de los delincuentes, su esfumarse en el cerro
que bordea por detrás a la Avenida El Limón, en el momento justo en que sonó el timbre de
la casa.
Uno de los hermanos acudió a la
puerta. Eran los correctos empleados de la Funeraria prestos a cumplir con el
deber. En un lado de la cama, los atuendos apropiados esperaban su turno para
convertirse en mortaja. Los hijos, uno a uno, besaron a la madre por última vez
y empezaron a salir de la habitación, cuando fueron sorprendidos por una nueva
ráfaga de disparos y un contingente de policía militar en la puerta de la casa, abierta
de par en par, como acostumbramos hacer los andinos cuando empezamos la
preparación de un luto. Los deudos, aturdidos, corrieron de regreso a la habitación como pensando que
el cuerpo exánime de la madre iba a protegerlos. Fue en ese momento cuando escucharon a los policías ordenar a la
funeraria retirarse de inmediato - tan vacios como habían llegado – y a gritos - llenar la casa de pisadas y ruido de botas para perseguir, a tiros, la carrera
que, hacia el cerro, habían emprendido los asaltantes. Lo siguiente
es confusión y Venezuela. Desde algún
lugar indescifrable, los malandros
respondieron con disparos a los disparos
de los tombos y estos, decidieron revisar
la amplia casa en búsqueda de algo que no se les había perdido. Nadie supo
exactamente el tiempo que tomó el procedimiento. Los amigos nos enteramos, porque
junto a la mala noticia difundida minutos antes por la inmediatez de Whatsapp, empezamos a recibir reportes
del increíble suceso. Un mensaje final resumió el lance:
- No sabemos nada mas, estamos con mamá en su cuarto encerrados, esperando que acaben los tiros, después avisamos…
Después fue, más o menos, las 7 de la tarde. El carro fúnebre regresó a la casa cuando los militares (¿policías?, da lo mismo) habían partido con el fracaso en las manos y sin señal de condolencia. Los trámites en la congestionada funeraria, se reiniciaron bajo el amparo de un silencio inexplicable que nadie se atrevía a romper y que duró varias horas.
Mañana entierran a Doña Yolanda.
Pasado mañana, la vida de todos, incluso la de los hijos de Doña Yolanda, tendrá que seguir andando. Al menos, dijo por whatsapp un conocido, habrá bastante de que hablar en el velorio.
- No sabemos nada mas, estamos con mamá en su cuarto encerrados, esperando que acaben los tiros, después avisamos…
Después fue, más o menos, las 7 de la tarde. El carro fúnebre regresó a la casa cuando los militares (¿policías?, da lo mismo) habían partido con el fracaso en las manos y sin señal de condolencia. Los trámites en la congestionada funeraria, se reiniciaron bajo el amparo de un silencio inexplicable que nadie se atrevía a romper y que duró varias horas.
Mañana entierran a Doña Yolanda.
Pasado mañana, la vida de todos, incluso la de los hijos de Doña Yolanda, tendrá que seguir andando. Al menos, dijo por whatsapp un conocido, habrá bastante de que hablar en el velorio.
Este relato está de película. Que bien escrito e hilvanado. Te felicito alo grande por tu don de escritor. Saludos Alberto Veloz
ResponderEliminarExcelente!!!
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