Como a la mayoría de los niños de su edad, a Daniel "le
gusta el rio, jugar al futbol y estar ausente". Le gusta su abuela también.
Mucho. Esa es la razón por la que mantiene, a pesar de los pesares, una línea
permanentemente abierta con este pedazo de sol en el que abue y él se enseñan mutuamente a ser adultos. A lo mejor también
por el futbol, qué aquí puede jugar a cualquier hora, Daniel hace maletas todos
los años para aprovechar el verano, escapando de los rigores climáticos
escandinavos. Para todos, es ganancia. Cada vez está más cerca el día en que,
con una mochila al hombro, los veranos de Daniel sirvan para mandarle
emoticones de amor a su abuela desde los rincones más exóticos del mundo.
La madre de Daniel vive en un pueblo de Suecia desde hace un
montón de años, entregada a una orgiástica sucesión de estudios y
especializaciones que la ponen cada vez más lejos del regreso a esto. Abue, no solo lo sabe, la apoya con el
corazón arrugado de saberse cabeza de una familia skype compuesta por tres: ella, la hija brillante (a quien salir
tiene) y el nieto bañado de virtudes. Ni modo. Lo único innegociable, es su
placer a ejercer de abuela, a tiempo completo, por lo menos una vez al año,
llueve truene o relampaguee.
La familia extendida de Daniel somos nosotros, una red vasta y variopinta de amigos a quienes Daniel saluda con cariño y por su nombre cada vez que nos visita, pues su abuela (una mujer gregaria y maravillosa a quien veo como mi familia) nos regala su alegría por la llegada del nieto, haciéndonos vivir cada uno de los días que Daniel pasa entre nosotros, como el gran evento que es. Esta vez, por ejemplo, hicimos con Daniel una Primera Comunión sin prosopopeyas de pueblo, que celebramos con arepas de pernil y una caimanera y vivimos, también, minuto a minuto, su epopeya, que es normal en estos tiempos de guerra y que, a pesar del final feliz, nos dejó un regusto ocre y produjo un susto horrible, al otro lado del océano, a una mamá que nunca imaginó el inmerecido mal rato al que sometieron a su niño cuando regresaba a casa y al cole.
Resulta que Daniel nació en Suecia. Sus padres, los dos, son venezolanos. Daniel es sueco en Suecia, pero su vida es venezolana fuera y dentro de Venezuela, aunque haya renunciado a tener papeles venezolanos debido a la ineficiencia de nuestro servicio exterior y le toque enfrentar la frontera armado de un pasaporte sueco en el que abundan sellos y visados convenientemente bolivarianos.
Aun cuando un ciudadano sueco no necesita visa para entrar a Venezuela, Daniel, por sacarle jugo a los días con los suyos, necesitó extender el permiso de estadía en Venezuela que le otorgaron el día de su llegada; ese trámite lo hizo su abuela en el momento indicado, pagando lo que tenía que pagar y consignando todas las fotocopias que debía consignar en un proceso que, por cierto, dejó al niño indocumentado por tres semanas. A pesar de lo difícil que puede ser poner en vocablos oficiales el "me quiero (y puedo) quedar con mi abue un par de semanas más e ir unos días con mi papá para la playa porque me provoca hartarme de empanadas de cazón y recoger chipichipis" las autoridades comprendieron la "justificación de motivos" y otorgaron una prórroga que se vence en Noviembre.
Daniel intentó salir mucho antes; es más Daniel escasamente utilizó un par de semanas de la prórroga (si, las dos de Margarita y las empanadas) a tiempo se fue para el aeropuerto a agarrar un avión que lo devolviera a Suecia, vía Madrid, donde lo esperaba su madre. Ahí, se les acabó a todos el cuatro en el corazón: Cuando en inmigración vieron que el chamo tenia aquí más de tres meses, le exigieron un permiso apostillado, firmado por su mamá que autorizara su regreso a casa, aun cuando ese trámite de salida sucedía en presencia del papá, quien tiene la doble nacionalidad sueca/venezolana y ninguna intención de hacerle daño a su hijo.
No hubo manera. Ese jueves, Daniel perdió el vuelo de Conviasa que lo llevaría a Madrid, la madre, el dinero que había presupuestado para recibirlo en Barajas y emprender vuelo (low cost) a Estocolmo y todos, ella la primera por supuesto, los nervios y la paciencia. La razón, absurda, era de simpleza burocrática: si el niño (venezolano de origen) había extendido su tiempo en Venezuela, los permisos firmados por la madre en embajadas escandinavas QUE NO TENIAN FECHA DE VENCIMIENTO, ya no eran válidos. De ahí se agarraron los intransigentes oficiales de la puerta de salida de nuestra gran frontera cinética para amargarle la vida a Daniel, presa de un ataque de pánico idéntico al de un culpable que no ha cometido delito.
Así comenzó el viacrucis. La embajada Venezolana en Madrid negó el permiso porque el niño es sueco. La Embajada Sueca se interesó, pero exigió una "nota formal" de la Embajada Venezolana, la embajada Venezolana se negó a emitir la nota y le cerró - literalmente - la puerta en la nariz a la madre desesperada. El Consulado Venezolano evitó toda participación en el asunto "porque el niño es sueco" y las cosas se empezaron a complicar sin remedio. Entre tanto, todos los días Daniel y su papá bajaban a Maiquetía para diligencias cada vez más desoladoras. Era como hablar con una pared. Pasados seis días los counters de emigración se mantenían cerrados a cal y canto, ahora porque, además, desconocían la prórroga que el SAIME había otorgado.
Y se hizo el viernes. Daniel y su padre llegaron como todos los días a las puertas de salida con su súplica de una semana, cuando se enteraron que Marco Coello había logrado salir de Venezuela en el vuelo regular de una aerolínea comercial. La oficial de turno les auguró mayores calamidades y el mundo se le puso chiquitico a Daniel; pero, en esa conversación salió a relucir un nombre, el de un comandante en cuyas manos ella ponía la salida del niño, dispuesto (gracias a Coello) a una guardia inusual el lunes.
Fue el más angustioso de todos los fines de semana que Daniel ha vivido en sus doce años de vida; sin embargo, el lunes amaneció resuelto a volver a abrazar a su mamá (con esperanzas en huelga en la casa de una amiga en Madrid). Llegaron a Maiquetía, Daniel y su papá buscaron al comandante, este los escuchó, agarró a Daniel de la mano y - sin ni siquiera sellarle el pasaporte - le entregó un boarding pass para el vuelo de Conviasa de ese día. El niño apenas si tuvo tiempo para medio abrazar a su padre, a las dos de la tarde lo metieron - solo - en un salón de Conviasa y allí estuvo inmóvil hasta que una azafata lo sentó en el avión a las 5 y 30 de la tarde.
Cuando despertó, Daniel estaba engomado a su mamá en el aeropuerto de Barajas. Tratando de explicar la aventura de la última semana, llegó a la conclusión de que si era por entender, él no había entendido nada e hizo una pregunta que todos nosotros estamos haciéndonos (inútilmente) desde el mismo momento en que supimos del final - feliz - de su odisea:
La familia extendida de Daniel somos nosotros, una red vasta y variopinta de amigos a quienes Daniel saluda con cariño y por su nombre cada vez que nos visita, pues su abuela (una mujer gregaria y maravillosa a quien veo como mi familia) nos regala su alegría por la llegada del nieto, haciéndonos vivir cada uno de los días que Daniel pasa entre nosotros, como el gran evento que es. Esta vez, por ejemplo, hicimos con Daniel una Primera Comunión sin prosopopeyas de pueblo, que celebramos con arepas de pernil y una caimanera y vivimos, también, minuto a minuto, su epopeya, que es normal en estos tiempos de guerra y que, a pesar del final feliz, nos dejó un regusto ocre y produjo un susto horrible, al otro lado del océano, a una mamá que nunca imaginó el inmerecido mal rato al que sometieron a su niño cuando regresaba a casa y al cole.
Resulta que Daniel nació en Suecia. Sus padres, los dos, son venezolanos. Daniel es sueco en Suecia, pero su vida es venezolana fuera y dentro de Venezuela, aunque haya renunciado a tener papeles venezolanos debido a la ineficiencia de nuestro servicio exterior y le toque enfrentar la frontera armado de un pasaporte sueco en el que abundan sellos y visados convenientemente bolivarianos.
Aun cuando un ciudadano sueco no necesita visa para entrar a Venezuela, Daniel, por sacarle jugo a los días con los suyos, necesitó extender el permiso de estadía en Venezuela que le otorgaron el día de su llegada; ese trámite lo hizo su abuela en el momento indicado, pagando lo que tenía que pagar y consignando todas las fotocopias que debía consignar en un proceso que, por cierto, dejó al niño indocumentado por tres semanas. A pesar de lo difícil que puede ser poner en vocablos oficiales el "me quiero (y puedo) quedar con mi abue un par de semanas más e ir unos días con mi papá para la playa porque me provoca hartarme de empanadas de cazón y recoger chipichipis" las autoridades comprendieron la "justificación de motivos" y otorgaron una prórroga que se vence en Noviembre.
Daniel intentó salir mucho antes; es más Daniel escasamente utilizó un par de semanas de la prórroga (si, las dos de Margarita y las empanadas) a tiempo se fue para el aeropuerto a agarrar un avión que lo devolviera a Suecia, vía Madrid, donde lo esperaba su madre. Ahí, se les acabó a todos el cuatro en el corazón: Cuando en inmigración vieron que el chamo tenia aquí más de tres meses, le exigieron un permiso apostillado, firmado por su mamá que autorizara su regreso a casa, aun cuando ese trámite de salida sucedía en presencia del papá, quien tiene la doble nacionalidad sueca/venezolana y ninguna intención de hacerle daño a su hijo.
No hubo manera. Ese jueves, Daniel perdió el vuelo de Conviasa que lo llevaría a Madrid, la madre, el dinero que había presupuestado para recibirlo en Barajas y emprender vuelo (low cost) a Estocolmo y todos, ella la primera por supuesto, los nervios y la paciencia. La razón, absurda, era de simpleza burocrática: si el niño (venezolano de origen) había extendido su tiempo en Venezuela, los permisos firmados por la madre en embajadas escandinavas QUE NO TENIAN FECHA DE VENCIMIENTO, ya no eran válidos. De ahí se agarraron los intransigentes oficiales de la puerta de salida de nuestra gran frontera cinética para amargarle la vida a Daniel, presa de un ataque de pánico idéntico al de un culpable que no ha cometido delito.
Así comenzó el viacrucis. La embajada Venezolana en Madrid negó el permiso porque el niño es sueco. La Embajada Sueca se interesó, pero exigió una "nota formal" de la Embajada Venezolana, la embajada Venezolana se negó a emitir la nota y le cerró - literalmente - la puerta en la nariz a la madre desesperada. El Consulado Venezolano evitó toda participación en el asunto "porque el niño es sueco" y las cosas se empezaron a complicar sin remedio. Entre tanto, todos los días Daniel y su papá bajaban a Maiquetía para diligencias cada vez más desoladoras. Era como hablar con una pared. Pasados seis días los counters de emigración se mantenían cerrados a cal y canto, ahora porque, además, desconocían la prórroga que el SAIME había otorgado.
Y se hizo el viernes. Daniel y su padre llegaron como todos los días a las puertas de salida con su súplica de una semana, cuando se enteraron que Marco Coello había logrado salir de Venezuela en el vuelo regular de una aerolínea comercial. La oficial de turno les auguró mayores calamidades y el mundo se le puso chiquitico a Daniel; pero, en esa conversación salió a relucir un nombre, el de un comandante en cuyas manos ella ponía la salida del niño, dispuesto (gracias a Coello) a una guardia inusual el lunes.
Fue el más angustioso de todos los fines de semana que Daniel ha vivido en sus doce años de vida; sin embargo, el lunes amaneció resuelto a volver a abrazar a su mamá (con esperanzas en huelga en la casa de una amiga en Madrid). Llegaron a Maiquetía, Daniel y su papá buscaron al comandante, este los escuchó, agarró a Daniel de la mano y - sin ni siquiera sellarle el pasaporte - le entregó un boarding pass para el vuelo de Conviasa de ese día. El niño apenas si tuvo tiempo para medio abrazar a su padre, a las dos de la tarde lo metieron - solo - en un salón de Conviasa y allí estuvo inmóvil hasta que una azafata lo sentó en el avión a las 5 y 30 de la tarde.
Cuando despertó, Daniel estaba engomado a su mamá en el aeropuerto de Barajas. Tratando de explicar la aventura de la última semana, llegó a la conclusión de que si era por entender, él no había entendido nada e hizo una pregunta que todos nosotros estamos haciéndonos (inútilmente) desde el mismo momento en que supimos del final - feliz - de su odisea:
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"Si era tan difícil que yo
saliera de Venezuela porque estaba en riesgo mi seguridad personal y todo eso,
¿Cómo fue que un militar lo logró sin consultarlo con nadie ni revisar ninguno
de mis papeles?"....
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