Nunca la había visto antes y no sé si alguna vez volveré a
verla; pero, el 5 de enero, en la brevísima oportunidad que me di para
"estar" cuando la bancada opositora tomara las riendas del poder
legislativo venezolano, Doña Consuelo fue la mejor, más esperanzada, fugaz
compañía que pude tener en el centro de Caracas.
La conseguí confundida entre el gentío que salía
atropellándose de la estación La Hoyada, vistiendo el uniforme del día: jeans, blusa blanca y gorra tricolor; solo
que Doña Consuelo exhibía sutiles diferencias de clase: hilo de perlas al
cuello, bolso de buena piel al hombro (sin etiquetas ostensibles) y coquetería
que empezaba en la dosis justa de buen perfume, prolongándose en el maquillaje
correcto de quien sabe estar porque siempre ha estado. Contenta, agitando una
banderita, Doña Consuelo reclutaba gente a la salida del metro para volver a caminar el centro sin miedo en
un alarde de entusiasta esperanza difícil de apreciar en el montón de
veinteañeros que no lograron hacerle sombra. Me encantó su simpatía, su
caraqueño acento, su buena pinta de vieja copeyana. Me encantó su buen talante
o lo que haya sido, tal vez caí en la trampa de mis nostalgias; lo cierto es,
que me uní al grupo de Doña Consuelo como quien sigue a un profeta de nuevos
tiempos. Con ella me asomé a las puertas de una Casa Amarilla inusualmente
apagada (ella señaló el histórico balcón y recordó con carcajadas al Padre
Madariaga yo-tampoco-quiero-mando)
recorrí los pasillos mancillados de la Plaza Bolívar, recé un Padre Nuestro
verdadero (Gloria al Padre, Gloria al Hijo y Gloria al Espíritu Santo) en la
abarrotada Catedral y seguí, en muchos televisores encendidos, parte de las
incidencias del día histórico. La auto proclamación de Ramos Allup nos
sorprendió, de manitas agarradas, ante la vidriera de la tienda de telas que
fue toda la vida de mi amigo “el judío” Humberto y, aun con su respingo de
rareza, nos aguó el guarapo. Doña Consuelo, en inesperada confesión declaró
(Como lo hiciera Elvira Ancizar ante la presencia de Gardel) que bien había
valido la pena vivir 79 años para ver con sus propios ojos, como van a empezar a irse estos grandes
carajos. Ni una pizca de sonrojo ante la palabrota proferida delante de un
grupo de desconocidos que bien hemos podido ser sus hijos y nietos; ella estaba
de celebración y alegría, ese día se valía todo.
En un momento del jolgorio, me retiré del grupo para traerle a Doña Consuelo un refresco. No era que me lo había pedido, era que se le notaba la sed y el cansancio. Vine hasta ella con una botella de Té helado y la invité a sentarse un rato. A nuestra espalda, la algarabía multicolor propia de esos actos, resonaba un ruido impensable: el centro de Caracas, desde hace 17 años groseramente despojado de su anchura de siempre, volvía a ser - por un día - territorio de todos, aunque es justicia aclarar que "de todos" significaba ausencia de franelas y banderas rojas. Doña Consuelo se compuso el maquillaje limpiando con destreza el sudor de su cara. Se tomó a pequeños sorbos el té helado que le había traído e hizo un par de llamadas para asegurar a sus hijas que aquello estaba buenísimo; entonces me agarró una mano cubriéndola con la suya, me miró a los ojos, puso su mejor sonrisa y rodeó con su otro brazo a un muchacho que quizás no llegaba a tener ni 23 años; su acento caraqueño aun resuena en mis oídos...:
En un momento del jolgorio, me retiré del grupo para traerle a Doña Consuelo un refresco. No era que me lo había pedido, era que se le notaba la sed y el cansancio. Vine hasta ella con una botella de Té helado y la invité a sentarse un rato. A nuestra espalda, la algarabía multicolor propia de esos actos, resonaba un ruido impensable: el centro de Caracas, desde hace 17 años groseramente despojado de su anchura de siempre, volvía a ser - por un día - territorio de todos, aunque es justicia aclarar que "de todos" significaba ausencia de franelas y banderas rojas. Doña Consuelo se compuso el maquillaje limpiando con destreza el sudor de su cara. Se tomó a pequeños sorbos el té helado que le había traído e hizo un par de llamadas para asegurar a sus hijas que aquello estaba buenísimo; entonces me agarró una mano cubriéndola con la suya, me miró a los ojos, puso su mejor sonrisa y rodeó con su otro brazo a un muchacho que quizás no llegaba a tener ni 23 años; su acento caraqueño aun resuena en mis oídos...:
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Miren bien esto que está pasando hoy,
hijitos...mírenlo bien, porque hasta yo, que toda mi vida he dicho que ese Ramos Allup
es un bicho, hoy estoy que bailo por verlo allí montado...miren bien esto que
está pasando, porque seguramente no vuelven a verlo en muchos años...lo que se
nos viene encima, mis hijos, es muy feo; muy feo, pero créanme: valdrá la pena....
En ese momento un grupo de muchachos de Voluntad Popular nos
rodearon de pitos y consignas. Doña Consuelo sacó de nuevo su banderita y
empezó nuevamente con su agite, el jovencito que unos minutos antes había
escuchado, con seriedad, su anuncio premonitorio, pareció alzarla en hombros y,
cual ráfaga de buenas nuevas, arrancaron a caminar, cantando coros de esperanza,
hacia el Palacio Legislativo.
Yo decidí que había tenido suficiente. Me replegué con franca
intención de regresar a casa. Creía haber visto suficiente y, la verdad, el
exceso de entusiasmo de esta buena señora de la edad de mi mamá, me había
removido el ánimo. Entonces me detuve frente a un televisor encendido (ese día,
todas las tiendas de Caracas tenían un televisor encendido al público, como si
fuera la final del Mundial de Futbol) para seguir un poco más las incidencias
de un día, a todas luces, trascendental. Desde la vidriera, todo empezó a
parecer lejano. Todo empezó a parecer remedo de otras horas. En el Hemiciclo,
un señor desconocido pronunciaba un discurso imposible de entender, debido a su
enredada dicción y pésima lectura. Desde las barras y las bancadas, los
asistentes al acto solemne de Instalación de la Asamblea Nacional, empezaban a
gritar bromas de muy mal gusto para acallar al orador y el ambiente, a chispear
una andanada de malas costumbres escudadas en el “buen humor del venezolano”
Fue allí cuando comprendí cabalmente lo que había dicho la
simpática Doña Consuelo. Sí, lo que viene es muy feo: ni ellos van a aceptar
que podemos ser parte, ni nosotros vamos a entender el poquito de respeto con el que ellos deben ser parte y,
resulta, que una sociedad nueva no se construye a gritos, ni se sustenta en amenazas
o chistecitos pesados. Un país nuevo no se erige "cobrando" ni riéndose
de sus desgracias; mucho menos se hace volviendo a excluir a los excluidos que
nos excluyeron...
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