A mí me encantaría saber qué me pasa con Caracas. Me
encantaría descubrir por qué esa ciudad, tan absolutamente caótica y
desordenada, me produce sensaciones tan
sabrosas. Yo no sé si es nostalgia - no lo creo – pero, Caracas es la única ciudad, el único
territorio de este ancho y ajeno mundo (con su permiso maestro Prieto) que a mí
se me parece a lo que la gente llama patria. Nací y viví mis años más jóvenes
en Mérida, un lugar que si, está bien, tiene cierto encanto; pero, jamás me produce lo que la capital de esta
república del desastre. Conozco Caracas a pie. Me la sé de ojos cerrados.
Reconozco su olor, sé de sus rincones públicos y privados, soy capaz de contar
con lujo de detalles su cerro Ávila tan cantado. Debe ser esa, la única razón
por la que tener la oportunidad de algunas horas a su vera me parece un regalo
irrenunciable. Mi hermano, que la teme y le rehúye dijo hace poco que “Juan
con tal de pasar una noche en Caracas es capaz hasta de ofrecerse a hacerle
diligencias a uno" (todo el que conoce Caracas sabe lo que "hacer
diligencias" allá significa). Es cierto y se lo he comprobado otra vez.
Estuve un poco más de escasas 24 horas entre el 5 y el 6 de enero acompañándolo
a salir de viaje desde Maiquetía, antes de emprender regreso a mis rutinas.
Aproveché de vivir el 5E (jamás la olvidaré Doña Consuelo) y tuve que volver al
centro - lugar que adoro - muy temprano la mañana del 6E, para acompañar a un amigo.
Fue un impactante shock. El Día de Reyes había amanecido en
presagio de tempestad, gracias al famosísimo video de Ramos Allup y los
retratos - que mi opinión resume en una sola palabra: innecesario- la alegre
bullaranga del día anterior, probablemente, estaba durmiendo la mona y las premoniciones
de Doña Consuelo empezaban a ser verdad tal vez demasiado pronto. Apenas ayer estas mismas
aceras mostraban otra cara; hoy, a pocas
horas del fin de fiesta habría sido una temeridad imbécil exhibir un símbolo de
nuestra oposición. Asombra (y asusta) la
rapidez con que lo peor del lumpen revolucionario se reagrupa para, continuar
sus orgias de sueños violentos sin destino y darnos, a nosotros, razones para
temer todos los días y siempre, la
matazón y el sangrero.
Cada una de las esquinas del Palacio Legislativo -ahora desprovisto de su excesiva custodia- estaba tomada por un pequeño grupo de lo peor del hombre nuevo, 20 o 30 radicales vestidos de rojo sin otro oficio (ni beneficio) que el de dar su vida por el comandante, aunque antes de hacerlo tengan que llevarse las vidas de alguien más. Así de simple. En los cuatro grupos, carteles improvisados trocaban consignas en amenazas y, en cada uno, un agitador de oficio animaba la jornada con lo peor del léxico revolucionario. En los bajos del antiguo Edificio La Francia, expoliado por el difunto en un alarde de exprópieses a los que todavía nadie - ni de un bando ni del otro - le encuentra justificativo, un inmenso toldo rojo hacia las veces de comando de campaña flanqueado por una gran pancarta que proclamaba, sin el menor sonrojo, la obligación que tienen los seguidores del difunto de exterminar las ratas de la AN (expresión, por cierto, que en un país serio desembocaría en investigación y castigo). Pasear, en las primeras horas del 6 de enero por esas calles tan auténticamente caraqueñas, en las que me convertí en eficiente productor de teatro, se había convertido, por obra y gracia de una aplastante derrota, en un peligro tan innecesario como incomprensible.
Hay algo completamente cierto en el frívolo predicar de las masas patrioteras: este país no era así. Nuestra capital, muchísimo menos. Soy uno de los que reconoce sin apasionamientos lo malo de su gentilicio; al hacerlo lo contrapongo a todo lo que hace a Caracas victoriosa. Los andinos no somos simpáticos; no, de la manera que a los venezolanos nos gusta admitir esa virtud. Los andinos somos montañeros, eso nos hace desconfiados, poco abiertos, cerreros. Los capitalinos por el contrario, son un encanto, han (¿habían?) logrado combinar los buenos modales del pueblo con el desparpajo Caribe y los aires de la gran ciudad. Caracas, siempre, fue una ciudad en la que cabíamos todos; sobre todo en ese pedazo adorable conocido como El Centro. ¡Por Dios!...si no hace mucho, en una esquina de la Plaza El Venezolano, un restaurante bien puesto hacía que cualquier venezolano (que pudiera permitírselo) compartiera mantel y condumio con la mismísima Pierina Spagna, (trocada en dama de alcurnia después de habernos maravillado sufriendo amores de utilería dentro de las pantallas de nuestros televisores) después de haberse pateado el centro en busca de miriñaques, primores de mercería o zapatos de cabritilla. Detenerse por un instante a dejar una plegaria en San Francisco era asunto de pasar por ahí, e incluso sentarse a "tomar el fresco" por unos ricos minutos era privilegio de quien se acercara a una de sus plazas (la Bolívar incluida). Vivir el centro era obra desprejuiciada de quien bajara en La Hoyada o Capitolio, después de un corto trayecto en metro.
Hasta que aparecieron los camaradas en plan de carpa, toldo improvisado y esquina caliente, a creer promesas que nunca se cumplieron porque nunca fueron hechas con deseos de cumplirlas; entonces, nacimos los excluidos. Los ajenos a espacios que nos pertenecen. Los expulsados. Y por cada puntapié recibido, los resignados perdedores de un pedazo de mosaico llamado Venezuela, entregado al grito desagradable de patria, la más mala de todas las malas palabras rojas.
Nacimos los excluidos, paridos por excluidos que tienen un solo mérito: saben meter miedo. Un miedo aceptado a fuerza de la mala saña con la que, a sangre y fuego, nos han secuestrado en nuestros hogares. Nacimos los excluidos cobijados en el odio de aquellos que poco antes habían sido incluidos en el desastre.
Asusta saberlo. Asusta mucho más sentirlo. Caracas ya no es de todos. Una buena parte de esa culpa la tienen las arengas que nos cambiaron la faz, otra aun no ha sido bien explicada. No sabemos lo que necesitaremos hacer para volver a patear calles ensangrentadas de odio y desconsuelo. Tal vez, tengamos que responder con triunfos cada golpe.
Asusta, por mil razones, incluso decirlo; pero, Caracas anda por ahí pidiendo ayuda, a pesar del 5 de enero y Doña Consuelo.
Cada una de las esquinas del Palacio Legislativo -ahora desprovisto de su excesiva custodia- estaba tomada por un pequeño grupo de lo peor del hombre nuevo, 20 o 30 radicales vestidos de rojo sin otro oficio (ni beneficio) que el de dar su vida por el comandante, aunque antes de hacerlo tengan que llevarse las vidas de alguien más. Así de simple. En los cuatro grupos, carteles improvisados trocaban consignas en amenazas y, en cada uno, un agitador de oficio animaba la jornada con lo peor del léxico revolucionario. En los bajos del antiguo Edificio La Francia, expoliado por el difunto en un alarde de exprópieses a los que todavía nadie - ni de un bando ni del otro - le encuentra justificativo, un inmenso toldo rojo hacia las veces de comando de campaña flanqueado por una gran pancarta que proclamaba, sin el menor sonrojo, la obligación que tienen los seguidores del difunto de exterminar las ratas de la AN (expresión, por cierto, que en un país serio desembocaría en investigación y castigo). Pasear, en las primeras horas del 6 de enero por esas calles tan auténticamente caraqueñas, en las que me convertí en eficiente productor de teatro, se había convertido, por obra y gracia de una aplastante derrota, en un peligro tan innecesario como incomprensible.
Hay algo completamente cierto en el frívolo predicar de las masas patrioteras: este país no era así. Nuestra capital, muchísimo menos. Soy uno de los que reconoce sin apasionamientos lo malo de su gentilicio; al hacerlo lo contrapongo a todo lo que hace a Caracas victoriosa. Los andinos no somos simpáticos; no, de la manera que a los venezolanos nos gusta admitir esa virtud. Los andinos somos montañeros, eso nos hace desconfiados, poco abiertos, cerreros. Los capitalinos por el contrario, son un encanto, han (¿habían?) logrado combinar los buenos modales del pueblo con el desparpajo Caribe y los aires de la gran ciudad. Caracas, siempre, fue una ciudad en la que cabíamos todos; sobre todo en ese pedazo adorable conocido como El Centro. ¡Por Dios!...si no hace mucho, en una esquina de la Plaza El Venezolano, un restaurante bien puesto hacía que cualquier venezolano (que pudiera permitírselo) compartiera mantel y condumio con la mismísima Pierina Spagna, (trocada en dama de alcurnia después de habernos maravillado sufriendo amores de utilería dentro de las pantallas de nuestros televisores) después de haberse pateado el centro en busca de miriñaques, primores de mercería o zapatos de cabritilla. Detenerse por un instante a dejar una plegaria en San Francisco era asunto de pasar por ahí, e incluso sentarse a "tomar el fresco" por unos ricos minutos era privilegio de quien se acercara a una de sus plazas (la Bolívar incluida). Vivir el centro era obra desprejuiciada de quien bajara en La Hoyada o Capitolio, después de un corto trayecto en metro.
Hasta que aparecieron los camaradas en plan de carpa, toldo improvisado y esquina caliente, a creer promesas que nunca se cumplieron porque nunca fueron hechas con deseos de cumplirlas; entonces, nacimos los excluidos. Los ajenos a espacios que nos pertenecen. Los expulsados. Y por cada puntapié recibido, los resignados perdedores de un pedazo de mosaico llamado Venezuela, entregado al grito desagradable de patria, la más mala de todas las malas palabras rojas.
Nacimos los excluidos, paridos por excluidos que tienen un solo mérito: saben meter miedo. Un miedo aceptado a fuerza de la mala saña con la que, a sangre y fuego, nos han secuestrado en nuestros hogares. Nacimos los excluidos cobijados en el odio de aquellos que poco antes habían sido incluidos en el desastre.
Asusta saberlo. Asusta mucho más sentirlo. Caracas ya no es de todos. Una buena parte de esa culpa la tienen las arengas que nos cambiaron la faz, otra aun no ha sido bien explicada. No sabemos lo que necesitaremos hacer para volver a patear calles ensangrentadas de odio y desconsuelo. Tal vez, tengamos que responder con triunfos cada golpe.
Asusta, por mil razones, incluso decirlo; pero, Caracas anda por ahí pidiendo ayuda, a pesar del 5 de enero y Doña Consuelo.
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