Eran casi las 8 de la mañana cuando estaba entrando a la
estación Altamira del Metro de Caracas, mi ruta habitual de todos los días, con
la pequeña excepción de que, ese día, mi camino hacia el Teresa se interrumpiría por una parada en la
Estación Chacaíto para tomar un café con William Niño Araque y conversar sobre
dos cosas que a ambos nos apasionaban: el teatro que hacíamos en la Compañía
Nacional y, cómo el arte, en todas sus manifestaciones, podía formar parte de
ese casi nuevo paisaje urbano que conocíamos como “EL METRO”, al que William, arquitecto irrepetible, le
estaba poniendo toda la gracia que salía de su bien amoblada cabeza. La cita
era en una oficina ubicada en un pasillo de la Estación Chacaíto, donde nos
saludamos con el cariño de viejos conocidos que no son amigos no se sabe por
qué, para ir juntos a recorrer espacios
que bien podrían servir de escenario a mis actores de la CNT. Antes, una
secretaria simpatiquísima sirvió sendas tazas de té e intervino un poco en la banal
conversación de quien empieza el día. La estación, usualmente muy congestionada
de pasajeros, lucia extrañamente vacía para ser lunes antes de las 9 de la
mañana y ambos comentamos que esa sensación de “ausentismo” rondaba desde mucho
más temprano en otras estaciones también. La joven secretaria intervino
informándonos de una noticia que extrañamente era ajena a estos dos desangelados
culturosos: en diferentes zonas de la ciudad capital había “disturbios”. Sonreí
con sorna. Se me salió el andino:
-
Como se nota que nunca has vivido en Mérida,
esos si son disturbios serios….aquí no pasará de ser unos bochinchitos sin
importancia….
Ella me miro con cara de “estos gochos tan creídos” se sonrió
y no se atrevió a replicármelo. William y yo montamos una sabrosísima conversa
sobre planes futuros y cerca de las 10 am, él tuvo la gentileza de abrirme una
de las compuertas por las que se pasa sin pagar y acompañarme hasta el andén
para embarcarme en el próximo tren. Nos despedimos al abrirse las puertas de un
vagón, desacostumbradamente desprovisto de pasajeros. Por la ventanilla vi como
William se alejaba caminando por el andén y como era súbitamente escoltado por
un militar uniformado. A bordo del vagón, los pasajeros insistían en decir que “la cosa está que arde”…
Salí del tren en la Estación Bellas Artes, de allí tenía que
caminar un par de cuadras hasta alcanzar el Teresa Carreño; habitualmente, ese
trayecto lo hacía saliendo por la boca que conducía hacia la Plaza Morelos para
caminar bordeando el Caracas Hilton. Eso hice, como costumbre. No obstante, al
salir a la Avenida México, me encontré con una ciudad sitiada. De La
Candelaria, venían en veloz carrera hordas de personas cargando a sus espaldas
todo tipo de cosas, estos eran repelidos por efectivos militares, quienes a su
vez intentaban custodiar con sus cuerpos a las pocas personas que alcanzamos la
acera en medio de la marabunta. Me pareció exagerado, aunque me resultaba
imposible mantenerme en esa esquina, no solo porque, tras de mí, los empleados del metro cerraban las puertas
de acceso a la estación. Mi única alternativa era llegar al Teresa Carreño; eso
fue lo que hice. Creo que protegido por los mismos soldados que estaban en el
camino, logré llegar al Teatro. Era la primera vez que veía semejante desorden
en Caracas. Peor, era la primera vez que al entrar al Teatro, me encontré con
todos mis amigos en estado de franca preocupación por lo que estaba pasando.
Los cuentos eran horribles. Alguien nos dijo que la Avenida Lecuna se había
convertido en campo de guerra. Los pocos obreros que habían logrado salir de
Guarenas traían el rostro desencajado del susto, los que habíamos logrado
llegar a la oficina estábamos conversando reunidos en el cafetín, tratando de
descubrir lo que acontecía fuera de aquel espacio de protección que era nuestro
teatro. En todo caso, lo único que no lográbamos ni empezar a entender (como
decía Elías) eran las motivaciones de esa revuelta.
Pasado el mediodía, el jefe de seguridad del Teatro se las
arreglo para que saliéramos de allí rumbo a nuestras casas. Nadie sabía con que
se iba a encontrar, pero habíamos escuchado que el Este estaba más o menos
tranquilo. Eso servía para no temer el regreso. Puedo recordar con toda
exactitud que llegué a la Plaza Altamira (dos cuadras de mi edificio) en un
automóvil militar cuyo conductor desconocía. En los alrededores del Obelisco la
“calma chicha” de un mediodía luminoso cargado de malas noticias, me estremeció
de miedo. Caminé a toda velocidad hasta mi apartamento y entré con desesperadas
ansias por hablar con mi padre en Mérida; al tercer intento, lo conseguí. Su
alma comunista, exaltada por los acontecimientos, me recomendó inmediatamente
pertrecharme de comida y no salir, él, más que nadie esperaba, de un momento a
otro, un toque de queda. Me reí de sus advertencias.
-
Papá, por Dios, en este país ni ha
habido ni habrá nunca más un toque de queda, esto es una revuelta como las de Mérida,
a las seis de la tarde se acaba. Los revoltosos tienen que cenar….
A las seis de la tarde, más o menos, Italo del Valle Aliegro
anunció al país su primer toque de queda de la era democrática, la consecuente
suspensión de garantías y algo que nos sonó a todos como un estado de guerra.
De pronto, habíamos alcanzado una madurez
sangrienta. Poco después, mi vecina del piso 7 tocó el timbre para
avisarme que el portu de la panadería
de abajo (sí, yo tenía una panadería de un portu
en la planta baja del edificio, como corresponde) había decidido abrir el
acceso del garaje para que los vecinos del conjunto residencial pudiéramos
comprar alimentos, sin tener que entrar por el frente, lo que habría sido una
violación peligrosa al toque de queda. Bajé, como hicieron la mayoría de los
vecinos y compré lo que pude encontrar: algo de charcutería, quesos, cosas
raras y seis bandejas de tequeños congelados que fueron mi salvación en la
ansiedad de los días siguientes. El teléfono reventaba con las llamadas de
amigos preguntando “como se vivía eso” (algunos se instalaron en mi casa al
amanecer del día siguiente y no regresaron a sus hogares hasta transcurrido el
susto) y la zozobra de un hecho inédito en nuestras vidas ciudadanas, se
instaló para amargarnos la vida por varios días sucesivos. Esa noche, asomado al balcón, entendí lo que estábamos viviendo: el hijo de una de las
vecinas, típico chamo de 18 o 19 años, medio rebelde y súper inconsciente,
salió a la calle pasadas las diez de la noche a gritar solitarias consignas
contra el gobierno (de Pérez, en ese entonces) y fue barrido por la
ametralladora de uno de los soldados que custodiaban nuestra calle. Gracias a nuestros gritos ese
chico logró sobrevivir – maltrecho - a varias balas incrustadas en sus piernas
(hubo que amputarle un pie) y una gravísima herida intercostal que lo mantuvo
entre la vida y la muerte por espacio de tres semanas. El edificio casi al
completo se volcó a prestarle ayuda, y mientras algunas de las mujeres suplicaban
un poco de humanidad a soldados entrenados para no tenerla, los hombres
logramos que el chamo fuera trasladado a la cercana Clínica Ávila. (Regresó un
par de meses después, con la mirada perdida y la cara de adolescente tardío
azotada por el rigor de la sobrevivencia. Poco después abandonó junto a sus
padres el país convulsionado en que se fraguaba el horror futuro).
Quienes no nos habíamos atrevido a desobedecer la normalidad militar impuesta, vivimos 24 horas de terrible angustia que se alargaron por diez días mas para grabarnos a sangre y fuego las huellas de un día por el que hubiésemos dado nuestra primogenitura para no vivirlo.
Quienes no nos habíamos atrevido a desobedecer la normalidad militar impuesta, vivimos 24 horas de terrible angustia que se alargaron por diez días mas para grabarnos a sangre y fuego las huellas de un día por el que hubiésemos dado nuestra primogenitura para no vivirlo.
Ese día, el calendario marcaba
27 de febrero de 1989: el día en que este país, al que yo creía mío,
dejó - para siempre - de pertenecerme.
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