Tal vez el problema sea que, en el fondo, le hemos dado paso
al poquito de hippie enamorado que nos habita, permitiendo manías bucólicas, más
bien propias de la adolescencia, que nos atropellan y nos hieren a los 50 años.
Quizás nos dio por creer que la buena estrella anda de manitos cogidas con
nosotros o, sencillamente, dejamos de entender los mensajes, bloqueados, como
parece que estamos, por sucesivas metidas de pata al usar sujeto, verbo y
predicado. Si tenemos una falla de la que asumir culpa, esa es creer que éramos
capaces de convencer a cualquiera de dos cosas que ya no existen: la buena fe y
el pese-a-mi-pitiyanquismo-yo-no-te-voy-a-joder
(una manera vulgar de decir que algunas veces lo que me importa es que me creas
cuando te doy la mano mirándote a los ojos). Quizás lo que nos sucede, es no llegar
a percibir las simplezas que tiene el intentar entender cuán grande es la
diferencia que existe entre la gente que, como nosotros, no pasan de lanzar
unos gruñiditos y obviar saludos innecesarios - sin llegar a mala gente - y los
demás, reeducados en la promesa de un país que nunca llegó y andan buscando a
quien culpar de su monumental fracaso.
No soy dado a la autopromoción de mi especie. Me avergüenza.
Pertenezco a una generación consciente de sus virtudes que gusta de consentir
sus defectos, viviendo mil maneras de ser desadaptado. Mantenemos una férrea
lucha para defender nuestra golpeada autoestima y hemos logrado que sea difícil
de destruir; aun así, sabernos buena gente no nos convierte - por suerte - en
pavos reales de vitrina. Actuamos con generosidad cuando debemos hacerlo o
enmudecemos cuando la causa no obliga. No obstante, cada vez con mayor
insistencia, la concha nos reclama: es que no nos calamos más esta montaña rusa
de maltratos, originados por la percepción equivocada de que, trabajar sin
descanso para lograr lo que queremos (obteniendo los beneficios del caso) nos
convierte en una versión moderna de Hernán Cortez esperando indígenas en la bajaita.
Vamos a estar claros y decirlo de una buena vez: no tenemos la culpa de que su vida sea una promesa rota. Si nosotros nos tomamos en serio la supervivencia (y en el camino nos sentamos en un restaurante a comer entre amigos y sin angustias) se debe - única y exclusivamente - a que entendimos que esta corta jornada de si-lo-hubiera-hecho que otros llaman vida, solo se logra con el sudor de cada frente. Eso no nos hace distinto a usted, más que en lo básico, ni nos convierte automáticamente en depredadores de sus circunstancias. Aunque los haya obtenido de manera non sancta, sus beneficios son suyos, usted y su conciencia son suficientes para ese juicio. Nosotros, intentamos caminar sin tropiezos por la acera del frente y podríamos hasta tener ganas de hacerle espacio; aunque suene muy new age nosotros, los "buenos" somos muchos más que ustedes "los nuevos". Lo que pasa es que nos estamos hartando.
Hartando de su mala leche. Hartando de su inquina, de su envidia. Hartándonos de descubrir que usted no comprende la generosidad genuina. Que usted no se da cuenta que cada gesto extravagante que nosotros hacemos (y que casi siempre implica un desembolso, porque la vida es así) lo hacemos más por nuestra tranquilidad de espíritu que por dárnosla de taki-ti-taki y que, aun así, nosotros, amigos de tropezar dos veces con la misma piedra, no vamos a dejar de hacerlo porque, de imbéciles que somos, creemos tener derecho a ser comprendidos y a ser respetados.
Muy poco nos importa que usted crea que tiene el derecho divino a odiarnos porque podemos comer tres veces y sabemos la diferencia entre Sagrada Familia y Cabernet Sauvignon. Si usted quiere diluir los mejores años de su vida en ese absurdo que llaman "lucha de clases" hágalo, es problema suyo. Pero tenga la hombría de plantar argumentos inteligentes y dejar de atropellarnos. Educarnos, y demostrar educación en cada gesto, es parte de la naturaleza del hombre de bien, arreglar una casa hasta lograr que sea un hogar cómodo y reconfortante, es mucho más importante en esta vida que tener un celular de última generación o una camionetota, aunque eso también lo tengamos.
Convénzase de algo: usted podrá robarnos, darle a su palabra el mismo valor que al estiércol, acosarnos con maniobras sutiles de revancha, envidiar cada cosa que obtenemos e incluso evitar que la obtengamos. Usted podrá (ya lo está haciendo) borrarnos la sonrisa, incluso borrarnos la vida. Hágalo, el karma es suyo. Pero nosotros vamos a seguir existiendo, pese a usted y los suyos. Le voy a contar algo peor: es mucho más probable que aumentemos de número, aunque vayamos por la vida dándole paso a usted, el hombre nuevo, el verdadero depredador de nuestra especie. El verdadero destructor de lo que somos.
Entiéndalo, ni yo ni nadie como yo desea seguir explicándolo: cuando actuamos de buena fe, actuamos de buena fe; pero, cuando actuemos de mala, actuaremos mejor aun.
Vamos a estar claros y decirlo de una buena vez: no tenemos la culpa de que su vida sea una promesa rota. Si nosotros nos tomamos en serio la supervivencia (y en el camino nos sentamos en un restaurante a comer entre amigos y sin angustias) se debe - única y exclusivamente - a que entendimos que esta corta jornada de si-lo-hubiera-hecho que otros llaman vida, solo se logra con el sudor de cada frente. Eso no nos hace distinto a usted, más que en lo básico, ni nos convierte automáticamente en depredadores de sus circunstancias. Aunque los haya obtenido de manera non sancta, sus beneficios son suyos, usted y su conciencia son suficientes para ese juicio. Nosotros, intentamos caminar sin tropiezos por la acera del frente y podríamos hasta tener ganas de hacerle espacio; aunque suene muy new age nosotros, los "buenos" somos muchos más que ustedes "los nuevos". Lo que pasa es que nos estamos hartando.
Hartando de su mala leche. Hartando de su inquina, de su envidia. Hartándonos de descubrir que usted no comprende la generosidad genuina. Que usted no se da cuenta que cada gesto extravagante que nosotros hacemos (y que casi siempre implica un desembolso, porque la vida es así) lo hacemos más por nuestra tranquilidad de espíritu que por dárnosla de taki-ti-taki y que, aun así, nosotros, amigos de tropezar dos veces con la misma piedra, no vamos a dejar de hacerlo porque, de imbéciles que somos, creemos tener derecho a ser comprendidos y a ser respetados.
Muy poco nos importa que usted crea que tiene el derecho divino a odiarnos porque podemos comer tres veces y sabemos la diferencia entre Sagrada Familia y Cabernet Sauvignon. Si usted quiere diluir los mejores años de su vida en ese absurdo que llaman "lucha de clases" hágalo, es problema suyo. Pero tenga la hombría de plantar argumentos inteligentes y dejar de atropellarnos. Educarnos, y demostrar educación en cada gesto, es parte de la naturaleza del hombre de bien, arreglar una casa hasta lograr que sea un hogar cómodo y reconfortante, es mucho más importante en esta vida que tener un celular de última generación o una camionetota, aunque eso también lo tengamos.
Convénzase de algo: usted podrá robarnos, darle a su palabra el mismo valor que al estiércol, acosarnos con maniobras sutiles de revancha, envidiar cada cosa que obtenemos e incluso evitar que la obtengamos. Usted podrá (ya lo está haciendo) borrarnos la sonrisa, incluso borrarnos la vida. Hágalo, el karma es suyo. Pero nosotros vamos a seguir existiendo, pese a usted y los suyos. Le voy a contar algo peor: es mucho más probable que aumentemos de número, aunque vayamos por la vida dándole paso a usted, el hombre nuevo, el verdadero depredador de nuestra especie. El verdadero destructor de lo que somos.
Entiéndalo, ni yo ni nadie como yo desea seguir explicándolo: cuando actuamos de buena fe, actuamos de buena fe; pero, cuando actuemos de mala, actuaremos mejor aun.
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