Quienes más me conocen saben que el mejor regalo que puedo
recibir una mañana cualquiera, es un ratico más en la cama. No me gusta
levantarme temprano; aunque el peso de los años me impide dormir hasta más allá
de las seis de la mañana, ese pedacito de tiempo en que el ronroneo de sabanas
y cobijas me arrulla, solo lo sacrifico a dos cosas: la inminencia de un
aeropuerto o la de un gran momento. La segunda se correspondía con ayer, 1 de
setiembre. Vine a Caracas a estar en la marcha, sabiendo desde el principio que
esta vez, en lugar de escuchar la historia, iba a vivirla. Solo esa convicción
me sacó de la cama antes del primer timbre del despertador, con el tiempo justo
para "acicalarme con calma" como dice, en tono de burla, mi amiga
Albor.
Amaneció temprano, una de esas mañanas frescas caraqueñas que seguramente son la causa del remoquete de "ciudad de la eterna primavera" con que se le llama. Amaneció, además, bonito; amaneció luminoso, probablemente por eso, a las 6 y media de la mañana calzaba mis zapatos "de marcha" y salía de casa a conseguirme con mi "escuadra de seguridad" (causa asombro los nombres con que la logística bautiza a los amigos) Tenia que atravesar Caracas y no tenía idea de cómo hacerlo, acostumbrado a utilizar un servicio de transporte público (Metro) que no estaba disponible. Después de un buen rato de espera logré un autobús en el que conseguí la primera sorpresa, bajando de Baruta y sus barrios aledaños, por lo menos 50 de las 70 personas que Iban a bordo, llevaban camiseta blanca, gorra (muchas tricolor) y botella de agua en la mano. Uniforme indiscutible de marcha.
Después de un buen desayuno en casa de mis amigos, a donde llegue cruzando una ciudad alborozada inusualmente para esa hora, caminamos las tres cuadras que nos separaban de nuestro punto de concentración, el edificio Parque Cristal de Los Palos Grandes. Eran las 9 y 30 de la mañana; la cantidad de gente no cabía en los ojos. Hacia Chacaíto y hacia El Marques, los dos extremos de la Avenida Francisco de Miranda, las personas se amontonaban, en la mejor actitud. Se amontonaban, también, las voces, las pancartas y el hartazgo. Se amontonaba también la indignación, la multiplicidad, lo que somos y nos hace grandes. Se amontonaba la inmensa diversidad que llamamos gentilicio.
Entonces tuve una epifanía, tímida y quizás poco importante, más allá de cualquier resultado, estaba por comenzar el más importante, serio, grave y mayor acto de repudio que la dictadura revolucionaria bolivariana ha tenido que enfrentar desde que existe; eso logró que me diera por bien servido.
Amaneció temprano, una de esas mañanas frescas caraqueñas que seguramente son la causa del remoquete de "ciudad de la eterna primavera" con que se le llama. Amaneció, además, bonito; amaneció luminoso, probablemente por eso, a las 6 y media de la mañana calzaba mis zapatos "de marcha" y salía de casa a conseguirme con mi "escuadra de seguridad" (causa asombro los nombres con que la logística bautiza a los amigos) Tenia que atravesar Caracas y no tenía idea de cómo hacerlo, acostumbrado a utilizar un servicio de transporte público (Metro) que no estaba disponible. Después de un buen rato de espera logré un autobús en el que conseguí la primera sorpresa, bajando de Baruta y sus barrios aledaños, por lo menos 50 de las 70 personas que Iban a bordo, llevaban camiseta blanca, gorra (muchas tricolor) y botella de agua en la mano. Uniforme indiscutible de marcha.
Después de un buen desayuno en casa de mis amigos, a donde llegue cruzando una ciudad alborozada inusualmente para esa hora, caminamos las tres cuadras que nos separaban de nuestro punto de concentración, el edificio Parque Cristal de Los Palos Grandes. Eran las 9 y 30 de la mañana; la cantidad de gente no cabía en los ojos. Hacia Chacaíto y hacia El Marques, los dos extremos de la Avenida Francisco de Miranda, las personas se amontonaban, en la mejor actitud. Se amontonaban, también, las voces, las pancartas y el hartazgo. Se amontonaba también la indignación, la multiplicidad, lo que somos y nos hace grandes. Se amontonaba la inmensa diversidad que llamamos gentilicio.
Entonces tuve una epifanía, tímida y quizás poco importante, más allá de cualquier resultado, estaba por comenzar el más importante, serio, grave y mayor acto de repudio que la dictadura revolucionaria bolivariana ha tenido que enfrentar desde que existe; eso logró que me diera por bien servido.
No voy a describir la marcha, básicamente porque
no es buen ejercicio de objetividad describir emociones; también porque, literalmente, una imagen vale mas que mil palabras, e imágenes han habido millones; pero, además, porque ese
acto espontaneo de civismo ciudadano solo pude entenderlo una vez que regresé a
casa y tal vez continúe dejando secuelas de comprensión. Mientras caminaba,
saludando viejos conocidos, abrazando amigos, buscando agua y chucherías con
que mantener el buen ánimo y escudriñando lo que sucedía en esas cuadras
bordeadas por la extraña mezcla de estilos arquitectónicos que es Caracas,
empecé a darme cuenta que escuchar conversaciones es una de las cosas que mejor
sirve a quien siempre va a querer contar el cuento; eso fue lo que hice. Y eso,
lo que me dio la seguridad de apreciar lo que estaba viviendo.
- - No vale, ya ellos tuvieron su
oportunidad de hacer las cosas bien hechas - dijo a mi lado una señora de unos 70 años, mientras
grababa en video lo que iba pasando a su lado - lo que tienen que hacer ahora es irse…-
- - ¿Tú crees que habrá revocatorio? respondió una de sus compañeras
- - Tiene que haberlo, porque si no, los
vamos a sacar de cualquier modo
Ese simple intercambio de frases que sonaban a lugar común,
validó mi epifanía. Esa gran concentración, esa gran marcha que a esa hora,
pasado el mediodía, copaba por cientos de miles las avenidas emblemáticas de
Caracas y de toda Venezuela (fotografías de todos los rincones del país lo
demuestran) había superado la exigencia de un proceso formal de revocatorio, para convertirse en un acto revocatorio en sí
misma, que ante la ineficiencia de un poder electoral entrampado en la
complacencia infame, necesitaba expresar su repudio a la dictadura, sin darle
otra oportunidad. Ya, a esa hora, ni
siquiera un milagro en forma de abastecimiento, una nueva dádiva, un cambio
efectivo de rumbo hubiese salvado al régimen. Millones de venezolanos en todo
el país, estaban pidiendo, no por acción de un liderazgo - cuya función admirable
fue convocar la fuerza preservando la vida – el fin de una era llena de dolor y
penurias, el restablecimiento de una ciudadanía perdida. No hacía falta nada más.
Aunque no hubiese habido discursos, (que los hubo y fueron buenos) ni momentos
de reflexión (que también estuvieron, acompañados de un Gloria al Bravo Pueblo
que sonó a canción bonita) esa concentración mayoritaria de venezolanos procedentes
de todos los estados del país, logró con creces el propósito que estuvo claro
desde el día mismo en que fue convocada: ponernos en evidencia como fuerza
mayoritaria. Contarnos, aunque sea solo por encima, como gente dispuesta a
echarle un pulso a quienes pretenden ignorarnos. Eso logro se evidenció desde
el minuto cero, lo demás, me perdonan el inciso personal, salió sobrando.
Salimos de la Francisco de Miranda cerca de la una y media
de la tarde, adoloridos los pies, rebosante de alegría el corazón y nos fuimos
a almorzar; entonces empezamos a escudriñar las redes y enfrentar, con estupor,
nuestra infinita capacidad de auto
sabotaje: una tendencia creciente de “opositores” maldecían los líderes que los
habían convocado a desafiar todo tipo de obstáculos para estar en Caracas el 1
de septiembre. Maldecían la agenda de acciones - claramente explicada - que
empezaba a plantearse en ese momento. Maldecía su presencia en el acto más
importante contra la dictadura que se ha realizado en Venezuela. Tanta maldición
encontró eco en una mitad aproximada de personas que ofrecían la contraparte.
Polarizados, perdíamos la oportunidad de celebrar un éxito que nos pertenece a
todos y que tuvo un final esplendido en el inmenso cacerolazo que resonó, tal
como se había pedido, bajo el aguacero enorme de las 8 de la noche.
Fue allí cuando comprendí que no basta con tener la certeza
de estar cerca del fin y sentirse satisfecho de un gentilicio dispuesto a hacer
historia (la marcha fue considerada por observadores internacionales la segunda
más grande del mundo) que poner deber
cumplido donde casi siempre se ponen muertos, no es suficiente. Luché
contra el sabor amargo en la boca de mis
sobrinos, atropellados en su esperanza por la impaciente juventud, “pues aquí
no se logró nada” (espero con fe que hayan comprendido su error pues son mis interlocutores favoritos) y me enfrenté a voces
agoreras, irrespetuosas de un discurso de libertad democrática en el que creo firmemente.
Fue así como comprendí, que lo mejor que podemos hacer es
empezar a enseñar que ser parte de la solución significa no agrandar el
problema, aunque por ahora, y bajo la sombra de un régimen de oprobios, tal
simple asentimiento no parece tener cabida en la mente de muchos venezolanos.
Me fui a dormir tranquilo, no obstante, porque no estoy dispuesto a permitir
que me dañen la alegría de saberme conectado con la íntima certeza de un final
cantado por millones de pasos.
Se muy bien que amanecerá y veremos…
Muy de acuerdo contigo. yo sentí una muy buena vibra, un mayor nivel de conciencia. Íbamos a algo serio, no era una bailoterapia ni tampoco a buscar muertos. Asi le tumbamos al gobierno cualquier "negro" escenario que ellos hayan planificado. Bien hecho, VENEZUELA.
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