Conozco a Sonia desde los tiempos felices
del Teresa, cuando fuimos, realmente, cercanos amigos; Sonia, una morena muy
apuesta que tenía todo para ser la envidia de cualquier miss a la que se le
añade el extraño plus de la
inteligencia y el humor extraordinario, un buen día logró un matrimonio muy opinado,
con un muchacho buenmocísimo y pela bolas que se enamoró de ella hasta
las trancas, es decir, hasta la prefectura de Sabana Grande, conmigo y otros
tres panas de entonces como testigos, para que ella pudiera anunciarle a su
padre (de Valle de la Pascua), que estaba con 4 meses de embarazo; pero, que el
“daño” había sido subsanado en una ceremonia llena de arrumacos inolvidables a
la que los grandes ausentes (los padres de la pareja) tardaron siglos en
perdonar.
Sonia y Vicente, a pesar de los
augurios, los años dificilísimos en que no pegaban un palo al agua y las
estrecheces, se han mantenido juntos por más de 25 años, a punta de amor. Dos hijos han puesto salero al cuento y una
vida que se enderezó en algún momento en el que yo no estuve, se ha ocupado del resto. Aunque les perdí la
pista por un buen tiempo, hace unos pocos años nos reencontramos gracias a la
estupenda omnipresencia del FACEBOOK y a la necesidad que yo tenía de negociar
unos dólares. No sé cómo se enteró, pero Sonia me contactó, me compró los
dólares y desde entonces hemos tratado de volver a “lo que éramos”. En homenaje
a esos tiempos, nos mensajeamos con relativa frecuencia y alguna vez nos hemos
visto en Caracas. Vicente, con la cabeza lustrosa como bola de billar, suele
invitarme a unas cenas bastante rocambolescas en restaurantes de esos ca-ri-si-mos-y-de-mo-da cada vez que
digo que sí y Sonia, un par de veces, ha tenido la gentileza de abrir su casa
en el Alto Hatillo para que (en la moda de la gastronomía novata caraqueña)
piquemos alguna cosa y nos tomemos un par de vinos que siempre se convierten en
whisky dada mi cuasi aversión al néctar de la uva. Todo muy civilizado y muy
elegante. Sin preguntar, porque eso no se hace, ese reencuentro con Sonia me ha
dejado una certeza muy curiosa: a ambos le ha ido demasiado bien en esta vida.
Cosa que me alegra mucho, por ellos.
Hace poco, Sonia me llamó para notificarme que esa niña que estaba en su vientre el día de la prefectura y de la que pude haber sido padrino, de no haber mediado circunstancias geográficas, contraía matrimonio con su noviecito de toda la vida; nada las haría más feliz a ambas que hacerlo, conmigo sentado en algún banco de la iglesia. Dije que si, reservé un boleto aéreo y esperé la tarjeta de invitación. Una semana más tarde, un mensajero de MRW depositaba la formalísima cartulina en la puerta de mi casa: Victoria se estaba casando en un evento de gran tra-la-la. Me pareció que a estas alturas del juego, una boda de esas ya no las hacia nadie y como soy tan bocón, llamé a Sonia para confirmarle que iría y comentarle mi sorpresa. La respuesta de Sonia fue aun más sorprendente:
- No mi amor, no es una boda de gran tra la la, solo invitamos 200 personas, pero vamos a botar la casa por la ventana….
Lo hicieron. Vaya que sí. Entre otras finezas, se trajeron un chef español de esos que uno ve a veces pontificando en los canales internacionales, quien trajo un equipo de tres ayudantes y un cargamento de ingredientes (esas cosas, como el buen aceite de oliva que nosotros no podemos conseguir aquí) para preparar una “cena servida” que agradara el paladar de sus 200 escogidos. Un grupo, por cierto, de lo mas vario pinto en donde había algunos apellidos de prosapia, algunos próceres de la cultura y algunos que, como yo, tuvieron su cuarto de hora y se dedican a ver los toros desde la barrera. Si algo tuvo la boda de Victoria, (supongo que los cronistas sociales lo dirán mejor que yo) fue un montón de detalles bonitos de esos que solo compra el dinero. El dinero abundante quiero decir; las divisas, ósea.
Desde que regresé a casa ese día en la alta madrugada (transportado por esbirros en camioneta blindada gentileza de mis anfitriones) hay una cosa que no deja de darme vueltas en la cabeza: si algo es notorio en estos 15 años de padecimientos criollos, la construcción del hombre nuevo ocupa posiblemente el primer puesto, solo que eso lo notan dos clases de personas: los que como yo, le metemos el ojo a todo y los que representan esa escasa porción de benditos por la gloria que forman, en sí mismos, la cofradía ínclita del hombre nuevo. Una lustrosa y poco abultada nueva clase social que está donde hay, recoge lo que cae y es ciega, sorda y muda, aunque no le gusta lo-que-nos-esta-pasando. No votan; por supuesto, y toman en consideración el único indicador que les importa para afirmar, sin que les quede nada por dentro, que nunca antes en Venezuela se había vivido tan bien, con tanta plata en la calle.
Vicente y un par de primos suyos, construyen. Lo han hecho desde que no tenían como ni con que hacerlo, ahora, según contaron un par de malas lenguas que me caen muy bien, construyen solo si el encargo esta hecho por una guayabera roja. Esa seguramente es la explicación que me hacía falta para entender como la boda de la única hija de una pareja inteligente y millonaria, de nuevo cuño, haya sido tan lujosa; pero, tan bonita.
Eran casi las tres de la madrugada, cuando una zarataca y buenamoza Sonia, vestida en un traje rojo diseñado por Ángel Sánchez que la hacía lucir like a million bucks, se me acercó - copa de Le Veuve Clicquot en mano - a rememorar tiempos pasados. Abrazados, frente a la piscina decorada con profusión de antorchas y otras linduras, Sonia confesó leerme asiduamente. Divertida se preguntó (me preguntó, más bien) si tantas finuras no terminarían en estas páginas (ya lo ves querida Sonia, no pude – no quise - evitarlo) y trató de explicar, sin éxito, su prosperidad asombrosa, entonces pronunció las más temidas palabras del siglo XXI: qué más vamos a hacer si de otro modo no podríamos vivir así y por eso vivimos completamente apartados de la política. En silencio, pues.
Yo le di el beso de amigo que siempre le he dado al verla y opté por escucharla. Al otro lado de la piscina, Vicente y sus dos primos coreaban fascinados la canción venezolana que un famoso cantante del género criollo entonaba para deleite de los escogidos. Sonia, en un alarde de champagne y felicidad bien pagada, levantó su copa y me miró a los ojos. Yo levante mi vaso de Chivas Regal 18 años y escuché su brindis:
- Por este país, hermano, de mi cualquier cosa podrán decir; pero, yo adoro mi patria, hermano.
Hace poco, Sonia me llamó para notificarme que esa niña que estaba en su vientre el día de la prefectura y de la que pude haber sido padrino, de no haber mediado circunstancias geográficas, contraía matrimonio con su noviecito de toda la vida; nada las haría más feliz a ambas que hacerlo, conmigo sentado en algún banco de la iglesia. Dije que si, reservé un boleto aéreo y esperé la tarjeta de invitación. Una semana más tarde, un mensajero de MRW depositaba la formalísima cartulina en la puerta de mi casa: Victoria se estaba casando en un evento de gran tra-la-la. Me pareció que a estas alturas del juego, una boda de esas ya no las hacia nadie y como soy tan bocón, llamé a Sonia para confirmarle que iría y comentarle mi sorpresa. La respuesta de Sonia fue aun más sorprendente:
- No mi amor, no es una boda de gran tra la la, solo invitamos 200 personas, pero vamos a botar la casa por la ventana….
Lo hicieron. Vaya que sí. Entre otras finezas, se trajeron un chef español de esos que uno ve a veces pontificando en los canales internacionales, quien trajo un equipo de tres ayudantes y un cargamento de ingredientes (esas cosas, como el buen aceite de oliva que nosotros no podemos conseguir aquí) para preparar una “cena servida” que agradara el paladar de sus 200 escogidos. Un grupo, por cierto, de lo mas vario pinto en donde había algunos apellidos de prosapia, algunos próceres de la cultura y algunos que, como yo, tuvieron su cuarto de hora y se dedican a ver los toros desde la barrera. Si algo tuvo la boda de Victoria, (supongo que los cronistas sociales lo dirán mejor que yo) fue un montón de detalles bonitos de esos que solo compra el dinero. El dinero abundante quiero decir; las divisas, ósea.
Desde que regresé a casa ese día en la alta madrugada (transportado por esbirros en camioneta blindada gentileza de mis anfitriones) hay una cosa que no deja de darme vueltas en la cabeza: si algo es notorio en estos 15 años de padecimientos criollos, la construcción del hombre nuevo ocupa posiblemente el primer puesto, solo que eso lo notan dos clases de personas: los que como yo, le metemos el ojo a todo y los que representan esa escasa porción de benditos por la gloria que forman, en sí mismos, la cofradía ínclita del hombre nuevo. Una lustrosa y poco abultada nueva clase social que está donde hay, recoge lo que cae y es ciega, sorda y muda, aunque no le gusta lo-que-nos-esta-pasando. No votan; por supuesto, y toman en consideración el único indicador que les importa para afirmar, sin que les quede nada por dentro, que nunca antes en Venezuela se había vivido tan bien, con tanta plata en la calle.
Vicente y un par de primos suyos, construyen. Lo han hecho desde que no tenían como ni con que hacerlo, ahora, según contaron un par de malas lenguas que me caen muy bien, construyen solo si el encargo esta hecho por una guayabera roja. Esa seguramente es la explicación que me hacía falta para entender como la boda de la única hija de una pareja inteligente y millonaria, de nuevo cuño, haya sido tan lujosa; pero, tan bonita.
Eran casi las tres de la madrugada, cuando una zarataca y buenamoza Sonia, vestida en un traje rojo diseñado por Ángel Sánchez que la hacía lucir like a million bucks, se me acercó - copa de Le Veuve Clicquot en mano - a rememorar tiempos pasados. Abrazados, frente a la piscina decorada con profusión de antorchas y otras linduras, Sonia confesó leerme asiduamente. Divertida se preguntó (me preguntó, más bien) si tantas finuras no terminarían en estas páginas (ya lo ves querida Sonia, no pude – no quise - evitarlo) y trató de explicar, sin éxito, su prosperidad asombrosa, entonces pronunció las más temidas palabras del siglo XXI: qué más vamos a hacer si de otro modo no podríamos vivir así y por eso vivimos completamente apartados de la política. En silencio, pues.
Yo le di el beso de amigo que siempre le he dado al verla y opté por escucharla. Al otro lado de la piscina, Vicente y sus dos primos coreaban fascinados la canción venezolana que un famoso cantante del género criollo entonaba para deleite de los escogidos. Sonia, en un alarde de champagne y felicidad bien pagada, levantó su copa y me miró a los ojos. Yo levante mi vaso de Chivas Regal 18 años y escuché su brindis:
- Por este país, hermano, de mi cualquier cosa podrán decir; pero, yo adoro mi patria, hermano.
-
Por este país, hermana, y
a tu salud, hermana, repliqué chocando cristales.
Entonces, entendí la creación del hombre nuevo y decidí retirarme de la fiesta. Todo lo que he pensado después, lo he pensado en silencio, la mejor forma de vivir en Venezuela, como me dijo Vicente al acercarse a mi mesa a jurarme amistad eterna…al oído.
Entonces, entendí la creación del hombre nuevo y decidí retirarme de la fiesta. Todo lo que he pensado después, lo he pensado en silencio, la mejor forma de vivir en Venezuela, como me dijo Vicente al acercarse a mi mesa a jurarme amistad eterna…al oído.
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