Hoy estuve saludando a Chela, teníamos
años sin vernos porque yo tenía años sin volver a mi antiguo barrio. Hoy tuve
la necesidad de ir a llevarle un par de libros a un amigo que recién se ha
mudado para allá y echa de menos, como yo, los viejos buenos tiempos de Bryce
Echenique. Para que paliara sus nostalgias decidí ocuparme de "Tantas
veces Pedro" y presentarle a Chela.
De lo demás (es decir de Julius) que se ocupe él mismo, que ya está grandecito.
Chela no ha cambiado nada, o bueno,
un poquito: ahora se tiñe el cabello de negro negrísimo porque, según ella, es
la mejor elección para evitar quedarse con las raíces blancas antes de tiempo,
debido a que no consiga el castaño-borgoña-caramelo-de-siena
que se compraba cuando el país se parecía a algo decente; además de eso, no hay
ningún otro signo alarmante de cambio, continua siendo el oráculo del barrio y
su lengua desatada no cesa en su empeño conspirativo. Sigue llamándome doctor -
a pesar de mis advertencias - detrás de su mostrador, llenecita de rabia porque
a ella le ocurre de todo.
Fue nada más saludarla cuando se
arrancó a mascullar maldiciones (no hay nadie en este mundo que suelte tantas
palabrotas por minuto, con tanta gracia) en contra de cierto famoso colectivo
armado que, al igual que ella, pero desde la otra orilla, no cesa en su empeño
revolucionario duro. Antes del segundo pastelito de pollo, comprendí que esta
vez tenía la obligación de prestar solidarios oídos a Chela. Era eso o la pobre
mujer reventaría de chisme atragantado.
Resulta que la buena tendera tiene
una hija que ronda los 19 años. Es una niña poco agraciada, pero muy buenecita,
que ella recogió a los pocos meses de nacida (por si acaso, aclaro que en estas
latitudes recoger un niño significa, más o menos, una manera muy Caribe de
adoptar, cuya explicación cabal sería muy complicada) habiéndola criado como
suya en los meandros de una viudez temprana e inexplicable. La niña - de sus
ojos - la llenaba de alegrías, hasta el malhadado día en que decidió atender
los requiebros de un líder estudiantil del bando equivocado, dejando muy mal
paradas las suplicas maternas. Enamorada, la chica esgrimió (habrase visto)
hasta su origen incierto de limbo legal, para hacer de su vida un sayo. Nada,
que se fue con el ñangara a un cuarto
chiquito con muy pocos muebles y allí viven contentos y llenos de felicidad...en
un apartamento de las muy infamous
residencias Domingo Salazar; el centro de operaciones de nuestro merideño
colectivo. El lugar más rojo de este mundo, el altar de la patria en las nieves
eternas. Y eso, aunque lo justifique el amor, Chela no lo entiende ni bajo
catecismo. Sobre todo a la luz de las angustias recientes que ha vivido la
niña.
Hace unas semanas, en la vigilia del
otro mártir revolucionario del año 14, la hija de Chela llegó a su hábitat para conseguirse con dos
sorpresas indeseadas: la mala noticia de La Pastora fue una, la
desproporcionada medición de fuerzas locales fue la segunda. Ella no sabe bien
los cómos, ni los por ques; pero, las
Domingo, esa noche estaban en pie de odio. A ella, que vivió hasta ese día
la tranquilidad del hombre que ha jurado estar siempre allí para protegerla, la
amenazaron - en medio del conflicto -
hasta con el medio de la calle.
Lo primero que perdió fue el celular
que Chela le había regalado en su último cumpleaños. Lo segundo fue la
inocencia (y el hombrecito a ella adosada): cuenta la madre atribulada que,
ante sus ojos la niña vio, en desfile interminable, un verdadero arsenal de
guerra, siendo distribuido alegremente entre los escogidos para portarlas por
una especie de líder supremo. Todos los demás, ella por supuesto de primera, sufrieron
los malos tratos a que se exponen aquellos de quien se teme escasa pureza
revolucionaria. La niña de Chela, terminó encerrada en una especie de celda
colectiva (nunca más acertado el mote) en espera de que terminara la asonada
(Chela la llama secuestro y la secundo) desatada por el lejano evento de La Pastora.
En el ínterin escuchó tiros, ronroneos de motos, variados insultos y muchísimos
gritos, como banda sonora de una pequeña batalla territorial librada en el
silencio inquebrantado de media manzana en Santa Ana. Al amanecer se restituyó
la paz propia de los colectivos, herida para siempre por el suceso que la había
roto en Caracas.
Chela me lo contó aterrada,
afrentada en su maternidad. No puede dar descanso a la rabia que le produce
comprobar que, es decisión del jefe de un colectivo o de quien haga sus veces,
el techo, la vida y la muerte de quienes optan por la opción de tender cama
dentro de un apartamento ubicado en un conjunto de edificios que nacieron como
residencia universitaria. ¿En qué país vivimos? me increpó Chela enfurecida.
-
En uno en el que un
colega de ese jefe, decide la suerte de los miembros del gabinete ministerial
del Presidente de la Republica. Ni más ni menos, mí querida Chela, ni más ni
menos.
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