Probablemente lo normal es que la
vida, esa cosa enrevesada que, según como se mire, es una maravilla, esté llena
de días buenos y otros que no lo son tanto. Días - iluminados mucho antes de
que salga el sol - en los que no hay aroma de café, ni saludo de vecino sonriente.
Probablemente es normal que haya amaneceres complicados alguna vez, que te
levantes con el pie izquierdo porque, bueno, lo pusiste primero en el piso y ni
modo; pero, que lo normal vaya siendo apostar la vida, empieza a ser cada vez más
difícil de aceptar aun en medio de todos los que te llenan la vida de
estampitas.
Anoche hubo un apagón. Uno más, nada
raro. Terminando de preparar mis cosas para hoy, se fue la luz. Con timidez al
principio, un par de relumbrones un poco inconsistentes, como si de verdad la
electricidad no se atreviera a tanto, dieron lugar poco después a oscuridad
total; cosa que, por cierto, me sirvió para descubrir accidentalmente que mi teléfono
puede convertirse en linterna y que, en contra de toda costumbre, iba a dormir
antes de las 9 de la noche. No hay caso, la costumbre de resignarnos a, por
ejemplo, la crónica ineficiencia de nuestros servicios públicos empieza por
hacer mella en mí, también.
Desperté en la madrugada - como era
de esperar - porque la reaparición de la electricidad suele disparar todas las
alarmas de la modernidad. Lo digo literalmente: suena el reloj de la cocina, se
enciende el del microondas con insistencia de urgente reseteo, algunas lucecitas del televisor que hace guardia frente a
mi cama se agigantan en mi miope madrugonazo y el teléfono, casi siempre, me
recuerda que un poquito más y él también caerá muerto. Pongo todo en orden (ya sé
hacerlo robóticamente) y regreso a la cama para los últimos minutos de sueño,
cobijado, por supuesto, en mi desagrado insuperable por esto-que-nos-está-pasando sin remedio a la vista.
Cuando despierto de verdad, una
urgencia me obliga a enterarme de “cómo amanecimos” antes de poner los pies en
el suelo. Siempre es igual, siempre amanecemos mal. Siempre la noticia del día
es peor que la de ayer; pero, desde hace poco menos de una semana, me está
dando por pensar que estamos amaneciendo peor que siempre, cosa que debo
agradecer a quienes mataron a Robert Serra.
Vamos a ver, a mi la muerte de Robert Serra me produce nada. En lo
personal, en lo íntimo, en la seriedad de mis sentimientos, nada. Cuando murió
Jacinto Convit, por ejemplo, sentí una gran tristeza. Algo así como el fin de
una buena era. Cuando murió el difunto, por lo menos me dio miedo; miedo a lo
que podría venir. Pero, Robert Serra, fuera de haberme parecido siempre un tipo
desagradable-gallito-envalentonado-fuera de lugar-muy antipático; no me parecía
nada más, aunque tampoco me parecía, por decir algo, un personaje “asesinable”. No era para tanto, creo yo. No era para que
lo mataran por razones políticas. A menos, claro está, que él fuera una piedra
en el zapato de los rojos. Es decir, si alguien podía o tenía razones para
matarlo de manera tan sangrienta, a mi me está que esas razones venían de su
misma casa. Me cuesta horrores pensar que en la oposición, por disparatados y
locos que anden, matar a Robert Serra era una prioridad. No me parece. Por eso
es que, ahora, si es verdad que siento que ante mis pies se ha abierto un abismo
insalvable, pues siempre quise creer que dentro de ellos, a pesar de los
pesares, los atajaperros no pasaban de ser simples peleas de novios que se
quieren mucho. Cierto que desde hace rato estamos escuchando hablar de
fraccionamientos, roturas, abiertos enfrentamientos y cosas de esas que suceden
hasta en las mejores familias. Pero, ¿llegar a lo sucedido en el número 120 de
La Pastora? No me parece.
Entonces, ¿qué me hace pensar que
vamos, ahora sí, en caída libre y sin paracaídas? Todo. Todo lo que hemos ido
diciendo, todo lo que hemos ido haciendo, todo lo que hemos ido escribiendo de
lado y lado, sin freno y sin aparentes ganas de volver a la decencia; esa cosa
que por donde quiera que se mire es, realmente, una maravilla. Pues bien, resulta que tiene que irse la luz
de nuevo, para que lleguen, con la
electricidad, las pavorosas noticias del enfrentamiento entre todas las fuerzas
del orden (así las llaman, no es cosa mía, me limito a repetir como lorito)
contra lo peor que tiene la vida bolivariana: los colectivos. Una cosa que
nadie sabe que adjetivo ponerle, porque no les acomoda ninguno que no suene tan
macabro como la intima asociación que el joven diputado asesinado mantenía con
ellos. ¿Era tan feo lo que estaba
sucediendo en La Pastora que es necesario que, de pronto, las “autoridades”
venezolanas hayan decidido acabar con agrupaciones que ellos mismos han creado
y armado, “hasta los dientes” como han reconocido? Nunca lo sabremos de verdad
y eso es terrible pues, si por ahí no van los tiros (o las puñaladas) la muerte
de Robert Serra no se diferencia en nada de ninguna de las más de 451 muertes
que reventaron la morgue de Bello Monte ese mismo fin de semana.
Probablemente sea normal que hayan
días buenos y otros no tanto, nos sucede
a todos; el asunto es que somos demasiados quienes estamos cada día mas
cansados de que los días no tan buenos, sucedan a los francamente malos hasta
hacer permanente la imposibilidad de disfrutar un domingo soleado; un domingo de
esos en los que el sol alumbra desde adentro.
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