Tengo suficiente edad como para
recordar la aparición del SIDA en el panorama mundial del miedo. Es un recuerdo
muy poco grato, porque el conocimiento de esa enfermedad lo adquirí a través
del dolor inmenso de ver morir a montones de amigos cercanos, víctimas de una
cosa horrible que acababa con su bienestar en pocos meses y con su vida en
algunos más; al inicio, contraer “el bichito” era sin duda alguna una sentencia
inapelable de muerte. Los primeros síntomas eran casi siempre los mismos,
extrema delgadez (a causa de horribles diarreas) debilidad paralizante y
manchas en la piel. A eso seguía, casi siempre, la hospitalización y la muerte.
Aunque el proceso podía tomar algunos meses, salvarse del SIDA era
prácticamente imposible; quienes en aquella época tan dura (no tan lejana) lo hacian, quedaban para siempre marcados por el estigma segregador de ser distintos.
Fue bautizada como “cáncer gay” por la prensa
sensacionalista que nunca falta y convertida en lo peor que podía sucederle a
una familia de bien, pues de muchos modos (hasta erróneos) implicaba admitir
públicamente que tu hijo, tu hermano y muchas veces tu padre, había vivido una
vida de costumbres sexuales no muy santas, de las que nadie – ni entonces ni
ahora – se siente cómodo al hacerlas públicas. Fue, probablemente, el mas fatídico
de los sucesos con los que se despidió el siglo XX, sin duda un siglo abundante
en malas noticias. Para más de una generación, el SIDA ha sido el fantasma más
temido en algo tan natural como sus primeros encuentros sexuales y para un
numeroso grupo de jóvenes, el amor siempre estará asociado a un pedacito de látex.
Nuestros jóvenes (sobre todo aquellos que deciden ejercer la libertad de tener
relaciones sexuales con sus pares de género, hay que decirlo) no tienen idea de
lo que se siente al hacerlo "rueda libre". La razón: el miedo a una
enfermedad que aun cuando está convertida en padecimiento crónico llevadero,
sigue causando estragos en poblaciones de riesgo; es decir, entre promiscuos,
drogadictos y habitantes del África subsahariana, sin distingo de preferencias
sexuales. 30 y pico de años más tarde una parte del mundo
"civilizado" ha aceptado despojar el SIDA de su condición
estigmatizante. Sabemos, mal que nos pese, que el bichito puede picarle a
cualquiera, nos lo enseñó Erwin "Magic" Jhonson. Por eso, tal vez,
hemos aprendido a desafiar el miedo que una vez amenazó con paralizarnos, hasta
encontrar maneras de burlar su significado mortal. La vida, en algún momento
comenzó de nuevo a parecernos normal.
Hasta que en plena segunda década del
siglo XXI una nueva plaga, desmedidamente grave, no solo está poniendo en peligro nuestra
libertad de volver a amarnos, está amenazando también la posibilidad de saber
que, como humanos, necesitamos sentir y expresar afecto; una vez más, el miedo,
en medio de otros padeceres de los tiempos que corren, gana la partida, la gran
diferencia es que, ante el Ébola lo más sencillo que puede sentirse es precisamente
miedo, si no lo cree así, veamos sus números: 4487 personas han muerto en el brote
surgido en África Occidental en febrero de 2014 y se supone que alrededor de 9
mil personas están esperando la aparición de los síntomas. 5 capitales
africanas se comparten el dudoso merito de ser las que alojan el mayor número
de víctimas, en ellas, más de 2000 profesionales de la salud hacen el esfuerzo
de plantarle cara y, según todas las
predicciones, (OMS mediante) en 60 días
se estará hablando de 5 mil nuevos casos semanales, con una rata de muerte del
70%. Todo por un virus conocido desde 1976 cuyas mutaciones y cadena de
contagio continúan siendo relativamente inciertas o poco difundidas. En un
nivel primario, no cabe nada más que el más grande de los miedos.
El problema es que el miedo - lo
dicen los modernos - es una energía paralizante. Es decir, tal como sucedió
hace más de 30 años con el SIDA, el miedo nos está pavimentando el camino con
errores. Sobre todo en el antiséptico primer mundo Merkeliano al que empiezan a
llegar tanto los primeros casos, como las primeras - grandes, intensas - histerias vendedoras de periódicos.
Hoy día, Teresa Romero y su perro Excalibur son más trending topic que Artur Más y su disparate separatista. España,
por solo mencionar uno, aparece en el mundo como el primer país occidental
enfrentado a una “crisis nacional de salud” debido al virus, con todo el drama
y la exageración del caso. Y me disculpan, pero un caso de Ébola, contraído en
circunstancias que no están nada claras, no es suficiente razón para todo ese
escándalo cuyas consecuencias ya están siendo nefastas para la convivencia de
tirios y troyanos.
No quiero parecer insensible. Quiero eso sí, ser cauto. Hasta
ahora, fuera del África Occidental solo se conocen tres casos de contagio: Dos
enfermeras norteamericanas y una española. Las tres, aferradas a la vida, batallando
contra la enfermedad, muestran las señales inequívocas de que no es en Europa
ni mucho menos en Estados Unidos donde hay que poner el acento en la lucha
contra el Ébola. Una lucha que no acepta dilaciones y que no se ha emprendido,
probablemente, porque África sigue siendo un territorio lleno de lejanías. Quizás,
innecesario.
Mientras tanto, mientras se toma
conciencia de la gravedad del asunto y nos sobreponemos al miedo de una
enfermedad que quizás no necesite la horrible vestimenta de película de ciencia
ficción, ni el aislamiento inhumano al que se exponen incluso los sospechosos
de haber estado cerca de un enfermo, tendríamos que aprender sin demora que el
virus de Ébola no se transmite (tal como sucedió en su momento con el virus que
ocasiona el SIDA) de otra forma que no sea por contacto directo de las mucosas
de una persona sana con los fluidos corporales de un enfermo que ya presentó
síntomas. Es decir, emprenderla contra los vuelos procedentes de África, hoy
convertidos en viajes del horror es, no solamente el primer error de una larga lista, es cerrarle
los ojos a la verdad y aumentar la venta de periódicos.
El Ébola es terrible;
desgraciadamente por ahora, lo es solo para los africanos. Lo primero que
debemos hacer entonces es empezar a mirar a ese continente - agredido por todo - con un poco de respeto; no sea que ahora nos dé, en el mundo “civilizado” por
sentar a los negros en la misma paila infernal donde una vez sentamos a los
hombres homosexuales.
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