Pertenezco a la generación Prestobarba. Esa generación que aprendió a usar y disfrutar las
primeras soluciones que la “vida moderna” presentó a los problemas de la
cotidianidad en forma de objetos fabricados en plástico y envueltos de modo tal,
que desafiaba el uso exitoso de cualquier buena tijera de casa. Nunca utilicé
afeitadoras de hierro ni, muchísimo menos, hojillas Gillette para dejar mi
rostro limpio del abundante vello que lo puebla desde que soy muy joven. Cierto
que durante muchos años llevé una poblada barba que me hacía ver tanto un judío
ortodoxo del Fashion District Neoyorquino, como un terrorista árabe suicida
(eso lo pude comprobar en el aftermath del
11 de septiembre mientras almorzaba en una cafetería de Houston) pero, básicamente,
soy un tipo cuya tranquilidad depende de la existencia de afeitadoras
desechables. No exagero. Nunca he dejado de tener una buena provisión de ellas
en el gabinete de mi baño pues, a la abundancia de vello corporal, mi buen Dios
le sumó la tortura de una piel excesivamente sensible que lleva años padeciendo
el horror de la afeitada diaria y sus consecuencias poco amables con la
estética. Durante años conocí dos tipos de afeitadoras desechables: la Prestobarba tradicional y unas, marca BIC, que compraba o mandaba comprar en
Estados Unidos, especiales para pieles sensibles que cumplían bastante bien su
promesa de no desfigurarme en el proceso de adecentamiento matutino. Mientras
fui envejeciendo, descubrí verdaderos prodigios de sofisticación en materia de
afeitados habiendo llegado a usar
maquinillas de cinco hojillas, absolutamente inútiles y peligrosas, con las que
conseguí más de una pequeña marca de guerra; hasta decantarme, feliz, por el
magnífico invento de las afeitadoras desechables de tres hojillas con una
barrita de una cosa verde en el extremo superior, que los dos primeros días
sirve para permitir que se deslice mejor sobre tu rostro y después para afearla,
recordándote que, no más allá de cuatro o cinco afeitadas, ha llegado su hora del descarte. Yo no conozco a nadie
que cumpla a cabalidad el concepto de afeitadora desechable: ningún hombre de
este mundo la usa una vez y la elimina (bueno, David Beckham tal vez, pero él
no es amigo mío). Gracias a las afeitadoras de tres hojillas y a ciertos otros
artilugios privados, había logrado mantener mi buena facha en su lugar, durante
un buen montón de años.
Hasta que aparecieron los herederos del intergaláctico y nos
echaron a perder el mejor momento del día: el baño al amanecer. No, no solo nos
dejaron sin afeitadoras desechables; es que nos dejaron sin ninguna otra de las
cosas que suelen formar parte del gabinete “cosmético” de cualquier hombre al
que le interese, como a mí, no levantar sospechas de autodestrucción física,
manteniendo las pocas gracias que natura le dio, lo mejor administradas posible.
Bañarse en esta Venezuela de gente (hombres y mujeres por igual) absolutamente
vanidosa, se ha convertido en un vía crucis que comienza con una oración al Santísimo
Sacramento pidiéndole su intersección para que, al abrir la ducha, salga agua, lo
más limpia que se pueda y de ser posible caliente, si es que el usuario tiene
la dicha de tener un calentador en buen estado (porque no hay repuestos para
arreglarlos, ni técnicos que quieran hacerlo, ni dinero para pagar lo que
pretenden cobrar cuando aparecen dos días después de la neumonía de uno) Si superamos ese primer escollo, la probabilidad
de enfrentarse al jabón azul es lo más
seguro que estamos empezando a tener los venezolanos igualados hacia abajo y llegado
el momento de “lavarse el pelo” habrán los que prefieran echarse a llorar: Un
buen champú (o el que sea) brilla por su ausencia. En días pasados logré
comprar unos cuantos frascos de una marca anti caspa muy famosa que, bueno, no
debería usarlo quien nunca ha tenido caspa; pero, ni modo, ¿Qué se le va a
hacer?
Esa larga cadena de carencias se hace dolor al llegar al momento del afeitado. Vamos a ver si nos entendemos: hay quienes necesitamos afeitarnos todos los días. Punto. Es una decisión personal, propia, indoblegable a la que algunos hombres nos sometemos gustosos, aunque odiemos hacerlo. Digamos que es un asunto de testosterona. Afeitarse es cosa de hombres. Lo que las mujeres hacen con su vello corporal (con mayor dificultad de artefacto que nosotros) es tan distinto que se conoce como depilado. Nosotros nos afeitamos (y aquí, acépteseme el inciso: se ha convertido en habito de señores el “depilado” completo de sus cuerpos; pero, eso es moda, será seguramente pasajera y obedece a otras razones, yo estoy hablando de la barba) Para hacerlo necesitamos una Prestobarba o una Gillette Match Three o algo por el estilo, la mayoría nos acostumbramos a renegar de la hojilla Gillette puesta entre dos laminas de hierro atornilladas; peor, no aprendimos a usarla y nos asusta que el desgobierno esté pensando crear una misión que distribuya las de peor calidad que fabriquen los chinos.
Cuesta mucho creerlo, es cierto. Hace poco le rogué a un amigo cuya familia tiene un abasto en un pueblo cercano a Mérida que se trajera todas las afeitadoras que encontrara y me las vendiera al precio que quisiera; tal y como a la mayoría de los venezolanos de hoy les ha ido tocando hacer para encontrar tanto comida que poner en sus mesas, como productos básicos de higiene personal. Hay quienes están sinceramente mortificados por no conseguir aceite; yo no puedo evitar estarlo por no conseguir afeitadoras y sentir que me castigan por no comprender que ese es el camino que hay que recorrer junto a los que pretenden crear al hombre nuevo, pero no saben cómo harán para alimentarlo ni para mantenerlo aseado y contento.
Quién sabe si a lo mejor, lo que debemos hacer es terminar de aceptar que, como sigamos así, “en este país, va a pasar algo”.
Esa larga cadena de carencias se hace dolor al llegar al momento del afeitado. Vamos a ver si nos entendemos: hay quienes necesitamos afeitarnos todos los días. Punto. Es una decisión personal, propia, indoblegable a la que algunos hombres nos sometemos gustosos, aunque odiemos hacerlo. Digamos que es un asunto de testosterona. Afeitarse es cosa de hombres. Lo que las mujeres hacen con su vello corporal (con mayor dificultad de artefacto que nosotros) es tan distinto que se conoce como depilado. Nosotros nos afeitamos (y aquí, acépteseme el inciso: se ha convertido en habito de señores el “depilado” completo de sus cuerpos; pero, eso es moda, será seguramente pasajera y obedece a otras razones, yo estoy hablando de la barba) Para hacerlo necesitamos una Prestobarba o una Gillette Match Three o algo por el estilo, la mayoría nos acostumbramos a renegar de la hojilla Gillette puesta entre dos laminas de hierro atornilladas; peor, no aprendimos a usarla y nos asusta que el desgobierno esté pensando crear una misión que distribuya las de peor calidad que fabriquen los chinos.
Cuesta mucho creerlo, es cierto. Hace poco le rogué a un amigo cuya familia tiene un abasto en un pueblo cercano a Mérida que se trajera todas las afeitadoras que encontrara y me las vendiera al precio que quisiera; tal y como a la mayoría de los venezolanos de hoy les ha ido tocando hacer para encontrar tanto comida que poner en sus mesas, como productos básicos de higiene personal. Hay quienes están sinceramente mortificados por no conseguir aceite; yo no puedo evitar estarlo por no conseguir afeitadoras y sentir que me castigan por no comprender que ese es el camino que hay que recorrer junto a los que pretenden crear al hombre nuevo, pero no saben cómo harán para alimentarlo ni para mantenerlo aseado y contento.
Quién sabe si a lo mejor, lo que debemos hacer es terminar de aceptar que, como sigamos así, “en este país, va a pasar algo”.
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