- No, nosotros no
hacemos mistela para la venta
- Pero es que me dijeron que la de ustedes es la mejor mistela del planeta
- Es buena, pero es que eso va a depender de usted
- ¿Como así?
- Nosotros le hacemos la mistela con mucho gusto, pero usted tiene que venir con los ingredientes a hacerla con nosotros
- ¿Algo así como un taller de elaboración de mistela?
- Bueno, más o menos… respondió la risa alborozada de Ariannys; es que nosotros, con todo el amor del mundo le hacemos mistelas a gente que nos la pide, porque esa tradición no puede perderse. Pero, no la hacemos para la venta.
- Perfecto, pero si ustedes trabajan en eso, ¿Cuánto me va a costar hacerla?
- No, señor. Nada. Usted viene a nuestra casa, nosotros le decimos y si usted quiere, nos da una ayudadita. Cuando la mistela esté lista, usted se la lleva. Eso no se cobra, eso lo tenemos que hacer nosotros, porque ahora casi nadie lo hace…
Lo que siguió, fue una explicación muy detallada de una misión de vida: Ariannys aprendió a hacer mistela de su mamá, Doña Tila, quien a su vez fue enseñada por su marido, Don Inocente, el mejor hacedor del licor con que se celebra la llegada de un nuevo niño en cualquier familia andina. "Es que usted sabe que esa es una tarea de hombres" me dijo, sin menoscabar un ápice de su bien plantada femineidad. "Y entonces, ¿es su papá quien nos hará la mistela?" Pregunté, escaldado por la curiosidad. "No, mi papá murió, y como ninguno de los hombres de la casa se quiso meter en eso, mi mamá me enseñó a mí, para que Dios nos libre de que se pierda la tradición"
Ariannys siguió explicándose, con la sencilla naturalidad de quien ha hecho de su talento un objetivo de vida. Yo, encantado con la conversación, quería saberlo todo, ella poco a poco fue desgranando las cuentas de mi curiosidad: Ingredientes que tan solo sugerían sabores deliciosos y que nosotros podíamos combinar a nuestro gusto (la mistela se hace de frutas combinadas, entre las cuales, entonces, tiene que haber balance de cítricos y dulces; o de una sola fruta, duraznos, por ejemplo, para lo que - de todos modos - es necesario comprar moras, guayabas y fresas para preparar una de las tantas mieles que la componen, que yo trataré de explicar si la emoción me deja) 15 kilos de fruta en total, 3 docenas de naranjas, 18 kilos de azúcar blanca, un compuesto de especias dulces (canela en rama, guayabita, clavo de olor, semillas y flores de manzanilla, estrellas de anís y hojas de geranio o de higo) y 15 litros de miche callejonero, el de hinojo. (Que se compra en San Pablo, una aldea vecina famosa por sus bien cuidados alambiques caseros) Luego, Ariannys soltó la palabra con que sedujo para siempre mis oídos: “con eso se hace una caramoya de mistela” nadie nunca me había regalado palabra de tal sonoridad. Debe haberme delatado mi silencio al otro extremo de la línea, pues ella me explicó sin demora que “es más o menos lo que usted puede meter en un botellón de agua mineral de los grandes” La llamada concluyó con una promesa de reunión cercana (“si el niño nace en julio, ya casi no les queda tiempo para hacerla" fue su advertencia) y el corazón alborozado de expectativas.
Dos días antes, mi amiga Coromoto Ramírez Angulo, tovareña de rompe y rasga, me había dado el número con el que estaba abriendo la puerta de los mejores augurios para la llegada de Lukas, el nuevo sobrino de la camada feliz. Pero, ni ella en su infinita bondad, pudo prepararme para una experiencia de las que en este país ya no se viven. No es comprar mistela, que cualquiera puede; es viajar hasta La Playa, en la ciudad de Tovar y abrirse un hueco en la hermosa casa de Doña Tila para apropiarse de sus fogones de leña ancestral a darle paleta a la inmensa caramoya del licor de dioses, con que se bendice la llegada de un recién nacido andino. De modo que en adelante, prevenido por la hija, me entendí con Doña Tila, convertida en maestra mistelera por obra y gracia de una tarea que casi le fue encomendada por El Espíritu Santo. Ajustados los detalles, salimos para La Playa a media mañana del sábado, dispuestos a conocer los secretos de una preparación tan antigua, como la costumbre de regocijarse por el aumento de la familia.
Doña Tila nos recibió a las puertas de su impecable casa, nos paseó por el prodigioso jardín interior, sobre el que gobiernan de igual a igual una frondosa mata de mango y una guacamaya azul, de familia y nos abrió sus puertas; nunca nos habíamos visto, pero, en pocos minutos, nos dio la misma confianza que se da a primos a quienes no se les ha visto en años. Poco después, habíamos montado campamento en la terraza trasera para obedecer sus órdenes: puedo jurar que no habían transcurrido 30 minutos, cuando ya la primera de las mieles estaba en el fogón; era "la tripa", es decir, la cocción de la pulpa y las semillas de guayabas, moras y fresas, lavadas y peladas, con las especias y las hojas de higo. Es fundamental, se usará mas tarde para "apagar" un caramelo que se hace con dos kilos de azúcar en una olla aparte y que está a punto cuando logra el color de los ojos de mi Rayi, ojos que me han parido al derecho y al revés en el camino de estos años. La miel resultante - digresiones las justas – es lo que da vida a una mistela de parida, si no se usa, lo que se estaría logrando es un coctel intrascendente. Entre tanto, mientras algunos salíamos a comprar el miche (en un alambique que bien merece otra crónica) el resto de las frutas, el jugo de las naranjas y de 24 mandarinas, más 15 kilos de azúcar, empezaban un proceso de tres horas de cocción en fogón de leña para obtener la miel base de la mistela; miel que, por cierto, tiene vida propia y no acepta que le hablen duro ni la traten con malasangre. Me consta. Doña Tila me mandó a apartarme de los fogones, porque mi estruendoso tono de voz y lo "malasangroso" de mis formas hacía subir la espuma de esa miel peligrosamente.
Durante ese proceso, la vida se nos llenó de anécdotas compartidas y generosidad sin límites. Tanto, que un conato de incendio - sofocado a tiempo y sin consecuencias - no le agrió el rato a nadie. Las horas transcurrían entre consejos a la primeriza madre, recomendaciones y cuentos, hasta que el momento final, el de la cata, estuvo servido en taza: Apagado el caramelo quemado con la miel resultante de la cocción de la tripa, coladas todas las mieles un par de veces y apagados los fuegos, llegó el momento de agregar el miche. Se hace cuidadosamente, mezclando partes iguales de miel (han sido unidas previamente) y miche para que los paladares expertos de madre e hija vayan determinando el grado alcohólico. Invitado a catar dije que me parecía muy buena, a lo que Doña Tila respondió: "buena para mujeres, esta mistela está muy dulce y se pondrá más cuando la fruta termine de largar el dulzor, a esto hay que ponerle más miche". Agregados un par de litros adicionales, nuestra maestra sentenció como buena la reciedumbre andina de la preparación.
De inmediato servimos una copa de la que todos probamos, encantados con el logro. La mistela entonces fue cuidadosamente envasada para comenzar su proceso de maduración. Nadie podrá probarla hasta que Mariuska "rompa aguas" o empavaremos a Lukas. En ese momento, emocionados hasta lo imposible, ofreceremos un vasito a cada visitante que se acerque a compartir el día inolvidable, o dos a quien le traiga un regalo, así manda la costumbre y reza el saber estar. En la habitación de Lukas, revolotearán las bendiciones de las manos de Doña Tila y en el alboroto, el cuento de este día en La Playa será una y mil veces contado como el regalo de amor que una mujer tovareña hizo a Juan Fernando y Mariuska para no olvidar jamás que, en tierras andinas, un niño llega a su cuna vestido de esplendidez.
- Pero es que me dijeron que la de ustedes es la mejor mistela del planeta
- Es buena, pero es que eso va a depender de usted
- ¿Como así?
- Nosotros le hacemos la mistela con mucho gusto, pero usted tiene que venir con los ingredientes a hacerla con nosotros
- ¿Algo así como un taller de elaboración de mistela?
- Bueno, más o menos… respondió la risa alborozada de Ariannys; es que nosotros, con todo el amor del mundo le hacemos mistelas a gente que nos la pide, porque esa tradición no puede perderse. Pero, no la hacemos para la venta.
- Perfecto, pero si ustedes trabajan en eso, ¿Cuánto me va a costar hacerla?
- No, señor. Nada. Usted viene a nuestra casa, nosotros le decimos y si usted quiere, nos da una ayudadita. Cuando la mistela esté lista, usted se la lleva. Eso no se cobra, eso lo tenemos que hacer nosotros, porque ahora casi nadie lo hace…
Lo que siguió, fue una explicación muy detallada de una misión de vida: Ariannys aprendió a hacer mistela de su mamá, Doña Tila, quien a su vez fue enseñada por su marido, Don Inocente, el mejor hacedor del licor con que se celebra la llegada de un nuevo niño en cualquier familia andina. "Es que usted sabe que esa es una tarea de hombres" me dijo, sin menoscabar un ápice de su bien plantada femineidad. "Y entonces, ¿es su papá quien nos hará la mistela?" Pregunté, escaldado por la curiosidad. "No, mi papá murió, y como ninguno de los hombres de la casa se quiso meter en eso, mi mamá me enseñó a mí, para que Dios nos libre de que se pierda la tradición"
Ariannys siguió explicándose, con la sencilla naturalidad de quien ha hecho de su talento un objetivo de vida. Yo, encantado con la conversación, quería saberlo todo, ella poco a poco fue desgranando las cuentas de mi curiosidad: Ingredientes que tan solo sugerían sabores deliciosos y que nosotros podíamos combinar a nuestro gusto (la mistela se hace de frutas combinadas, entre las cuales, entonces, tiene que haber balance de cítricos y dulces; o de una sola fruta, duraznos, por ejemplo, para lo que - de todos modos - es necesario comprar moras, guayabas y fresas para preparar una de las tantas mieles que la componen, que yo trataré de explicar si la emoción me deja) 15 kilos de fruta en total, 3 docenas de naranjas, 18 kilos de azúcar blanca, un compuesto de especias dulces (canela en rama, guayabita, clavo de olor, semillas y flores de manzanilla, estrellas de anís y hojas de geranio o de higo) y 15 litros de miche callejonero, el de hinojo. (Que se compra en San Pablo, una aldea vecina famosa por sus bien cuidados alambiques caseros) Luego, Ariannys soltó la palabra con que sedujo para siempre mis oídos: “con eso se hace una caramoya de mistela” nadie nunca me había regalado palabra de tal sonoridad. Debe haberme delatado mi silencio al otro extremo de la línea, pues ella me explicó sin demora que “es más o menos lo que usted puede meter en un botellón de agua mineral de los grandes” La llamada concluyó con una promesa de reunión cercana (“si el niño nace en julio, ya casi no les queda tiempo para hacerla" fue su advertencia) y el corazón alborozado de expectativas.
Dos días antes, mi amiga Coromoto Ramírez Angulo, tovareña de rompe y rasga, me había dado el número con el que estaba abriendo la puerta de los mejores augurios para la llegada de Lukas, el nuevo sobrino de la camada feliz. Pero, ni ella en su infinita bondad, pudo prepararme para una experiencia de las que en este país ya no se viven. No es comprar mistela, que cualquiera puede; es viajar hasta La Playa, en la ciudad de Tovar y abrirse un hueco en la hermosa casa de Doña Tila para apropiarse de sus fogones de leña ancestral a darle paleta a la inmensa caramoya del licor de dioses, con que se bendice la llegada de un recién nacido andino. De modo que en adelante, prevenido por la hija, me entendí con Doña Tila, convertida en maestra mistelera por obra y gracia de una tarea que casi le fue encomendada por El Espíritu Santo. Ajustados los detalles, salimos para La Playa a media mañana del sábado, dispuestos a conocer los secretos de una preparación tan antigua, como la costumbre de regocijarse por el aumento de la familia.
Doña Tila nos recibió a las puertas de su impecable casa, nos paseó por el prodigioso jardín interior, sobre el que gobiernan de igual a igual una frondosa mata de mango y una guacamaya azul, de familia y nos abrió sus puertas; nunca nos habíamos visto, pero, en pocos minutos, nos dio la misma confianza que se da a primos a quienes no se les ha visto en años. Poco después, habíamos montado campamento en la terraza trasera para obedecer sus órdenes: puedo jurar que no habían transcurrido 30 minutos, cuando ya la primera de las mieles estaba en el fogón; era "la tripa", es decir, la cocción de la pulpa y las semillas de guayabas, moras y fresas, lavadas y peladas, con las especias y las hojas de higo. Es fundamental, se usará mas tarde para "apagar" un caramelo que se hace con dos kilos de azúcar en una olla aparte y que está a punto cuando logra el color de los ojos de mi Rayi, ojos que me han parido al derecho y al revés en el camino de estos años. La miel resultante - digresiones las justas – es lo que da vida a una mistela de parida, si no se usa, lo que se estaría logrando es un coctel intrascendente. Entre tanto, mientras algunos salíamos a comprar el miche (en un alambique que bien merece otra crónica) el resto de las frutas, el jugo de las naranjas y de 24 mandarinas, más 15 kilos de azúcar, empezaban un proceso de tres horas de cocción en fogón de leña para obtener la miel base de la mistela; miel que, por cierto, tiene vida propia y no acepta que le hablen duro ni la traten con malasangre. Me consta. Doña Tila me mandó a apartarme de los fogones, porque mi estruendoso tono de voz y lo "malasangroso" de mis formas hacía subir la espuma de esa miel peligrosamente.
Durante ese proceso, la vida se nos llenó de anécdotas compartidas y generosidad sin límites. Tanto, que un conato de incendio - sofocado a tiempo y sin consecuencias - no le agrió el rato a nadie. Las horas transcurrían entre consejos a la primeriza madre, recomendaciones y cuentos, hasta que el momento final, el de la cata, estuvo servido en taza: Apagado el caramelo quemado con la miel resultante de la cocción de la tripa, coladas todas las mieles un par de veces y apagados los fuegos, llegó el momento de agregar el miche. Se hace cuidadosamente, mezclando partes iguales de miel (han sido unidas previamente) y miche para que los paladares expertos de madre e hija vayan determinando el grado alcohólico. Invitado a catar dije que me parecía muy buena, a lo que Doña Tila respondió: "buena para mujeres, esta mistela está muy dulce y se pondrá más cuando la fruta termine de largar el dulzor, a esto hay que ponerle más miche". Agregados un par de litros adicionales, nuestra maestra sentenció como buena la reciedumbre andina de la preparación.
De inmediato servimos una copa de la que todos probamos, encantados con el logro. La mistela entonces fue cuidadosamente envasada para comenzar su proceso de maduración. Nadie podrá probarla hasta que Mariuska "rompa aguas" o empavaremos a Lukas. En ese momento, emocionados hasta lo imposible, ofreceremos un vasito a cada visitante que se acerque a compartir el día inolvidable, o dos a quien le traiga un regalo, así manda la costumbre y reza el saber estar. En la habitación de Lukas, revolotearán las bendiciones de las manos de Doña Tila y en el alboroto, el cuento de este día en La Playa será una y mil veces contado como el regalo de amor que una mujer tovareña hizo a Juan Fernando y Mariuska para no olvidar jamás que, en tierras andinas, un niño llega a su cuna vestido de esplendidez.
La Mistela es una tradicion ANDINA, indispensable en la celebracion del nacimiento de un niñ@ se brindaba a los visiytantes como los miados.
ResponderEliminarLa Mistela es una tradicion ANDINA, indispensable en la celebracion del nacimiento de un niñ@ se brindaba a los visiytantes como los miados.
ResponderEliminarExcelente hoy la conoci
ResponderEliminarbuenas tarde , si me pueden ayudar a conseguir MISTELA DE FRUTAS en Caracas , urgente la necesito antes del viernes , gracias a quien me de su ayuda
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