Por más que uno haga serios intentos por evitar ser consumido,
en su tiempo y energías, por esta vorágine peligrosa que conocemos como
gobierno bolivariano (sea lo que sea lo que implique tal concepto) en Venezuela,
es totalmente imposible darle la espalda al viacrucis e intentar normalidades
parecidas a lo que conocíamos por vida hace apenas 16 años (complicada, está
bien, pero con temas de conversación mucho más amenos, no me dirá usted que no)
Desde que Dios echa la luz del día - agradezco no refutarme
esa afirmación dado que, tal como vamos, aquí la luz de cada amanecer tiene
obligatoriamente que ser obra de algún Dios - cualquier venezolano de los de aquí, tiene como tarea primordial prepararse para
vivir lo que las siguientes horas pueda depararle. Aclaro que con lo anterior
no estoy refiriéndome a la posibilidad (certera) de pasar el susto de su vida a
manos de un malandro, o abrir la alacena para descubrir que "el mejor
desayuno del mundo" (arepas con queso frito y mantequilla) se ha convertido en galletas con café cerrero,
gracias al milagro económico del desabastecimiento socialista; no, eso ya se
convirtió en parte del así somos, viene adosado al gentilicio. Estoy haciendo
alusión cuando digo prepararse, a descubrir, redes sociales mediante, la nueva declaración
efectista de alguno de nuestros jerarcas. Es increíble. Cierto que decir
babosadas es una obligación de todo político que se precie, sea de nuestro
bando o no; pero, el tremendismo que los rojos de nuestro patio insisten en
cultivar, tendría que ser objeto de estudio.
Frases abiertamente erradas, equivocaciones de juicio, pifias
conceptuales, tropezones geográficos, redundancias, insultos y expresiones
descalificadoras, han sido - y son - el léxico instituido por el difunto para
convencernos de lo poco que valemos como sociedad y lo mucho que necesitamos la
mano redentora de sus ungidos. Peligrosamente, a todas esas expresiones nos
hemos ido acostumbrando y, de todas, hemos hecho infinidad de chistes que, inconscientemente,
nos han persuadido de que somos majunches, escuálidos, hijos de papá y mamá
(bueno, eso literalmente sí que lo somos) padecemos alguna tara genética y/o
peor aún, necesitamos odiarnos entre nosotros para resurgir desde el odio o algo
así. Ya ese daño está hecho. Algún día (ojalá
pase algo que los borre de pronto) restituiremos la perdida convivencia. Lo
que no se si podremos superar son las explicaciones que insisten en darle a
esta crisis que se agiganta con las horas, o las ideas brillantes expresadas
por los voceros del régimen para sacarnos de abajo.
Si para nuestra desgracia ya son históricas expresiones tales como "las colas en los supermercados se deben a que el venezolano tiene mayor poder adquisitivo" (o las variadas versiones que nos convierten en muertos de hambre recuperados por las bondades del comunismo) la tranquilidad que produce saber que tales expresiones no son otra cosa que pataletas de ahogado, empieza a desvanecerse ante cada nueva arremetida.
Ha sucedido en un sinfín de ocasiones. Es como si "gobernar" en el transcurrir del siglo XXI en estas latitudes fuera, única y exclusivamente, un desafortunado ejercicio dialéctico. Nos han amenazado, nos han regañado, nos han modificado nuestra manera de conocer las cosas, nos han prometido una inmensa cantidad de felicidades inútiles y, lo más grave, nos han inventado las soluciones más disparatadas para los gravísimos problemas de nuestra cotidianidad. Un día cualquiera aseguran, a los cuatro vientos, sin mover un musculo de la cara, que si no hay pasajes aéreos es porque las líneas aéreas han desviado intencionalmente los vuelos regulares para atender la demanda generada, por ejemplo, por el último mundial de futbol y, con el mismo gesto, aseguran vociferantes que no son verdad las largas colas que se forman delante de cualquier expendio de alimentos del país, para, más tarde, anunciar que nuestros problemas se resuelven dejando a los niños sin escuela, para convertirlos en pequeños campesinos a cargo de la producción de lo que comemos. Lo sueltan, mas a siniestra que a diestra, y siguen tan lisos, excavando en la mina particular en que han convertido esta tierra, sin que gesto alguno delate remordimiento de conciencia.
Ellos sueltan su sarta de disparates, de los que pocas veces llegan a realizar uno en concreto, y nosotros escuchamos dándoles, mal que nos pese, el completo derecho a hacerlo; después de todo, si usted no está en una cola o en algún sitio público, (la televisión no cuenta, es de ellos) se supone que cada venezolano puede expresar su opinión. Es decir, cada venezolano, ellos incluidos, puede decir misa, si tiene quien se la oiga; pues bien, con ese dicho castizo tan propio de mis tías merideñas, nosotros nos instalamos en el centro del problema; resulta, para nuestro pesar, que ellos tienen quien se las oiga: ni más ni menos que TODOS los venezolanos, quienes los adversan y los poquitos que los apoyan. Con semejante auditorio, tener un verbo efectista (materia en la que son aventajados) es no solo fácil, también muy conveniente. Sería bueno hacer, por pocos instantes, el ejercicio de no escucharlos o por lo menos, de darles la espalda y no repetir con tanta intensidad cada palabra desafortunada que sale de sus bocas; como la famosa frase aquella, de contenido religioso que no pienso repetir aquí, porque nos convirtió a todos en majaderos reproductores de un mensaje sin ningún sentido, posiblemente dicho con la marcada intención de disfrazar la vacuidad de un momento en el que el país nacional, exigía cuentas claras y chocolate espeso.
Yo estoy seguro que se puede hablar de otra cosa. Que nuestras cenas y encuentros con amigos no tienen, obligatoriamente, que ser ocasiones para repetir una vez y otra las anécdotas no siempre ciertas que ilustran los desaguisados de los camaradas. No solo estoy seguro, creo que es menester hacerlo para empezar a acostumbrarnos. De no hacerlo, corremos el riesgo de no saber que hablaremos el día (no muy lejano, esperamos) en que por fin se acabe esto-que-nos-está-pasando.
Si para nuestra desgracia ya son históricas expresiones tales como "las colas en los supermercados se deben a que el venezolano tiene mayor poder adquisitivo" (o las variadas versiones que nos convierten en muertos de hambre recuperados por las bondades del comunismo) la tranquilidad que produce saber que tales expresiones no son otra cosa que pataletas de ahogado, empieza a desvanecerse ante cada nueva arremetida.
Ha sucedido en un sinfín de ocasiones. Es como si "gobernar" en el transcurrir del siglo XXI en estas latitudes fuera, única y exclusivamente, un desafortunado ejercicio dialéctico. Nos han amenazado, nos han regañado, nos han modificado nuestra manera de conocer las cosas, nos han prometido una inmensa cantidad de felicidades inútiles y, lo más grave, nos han inventado las soluciones más disparatadas para los gravísimos problemas de nuestra cotidianidad. Un día cualquiera aseguran, a los cuatro vientos, sin mover un musculo de la cara, que si no hay pasajes aéreos es porque las líneas aéreas han desviado intencionalmente los vuelos regulares para atender la demanda generada, por ejemplo, por el último mundial de futbol y, con el mismo gesto, aseguran vociferantes que no son verdad las largas colas que se forman delante de cualquier expendio de alimentos del país, para, más tarde, anunciar que nuestros problemas se resuelven dejando a los niños sin escuela, para convertirlos en pequeños campesinos a cargo de la producción de lo que comemos. Lo sueltan, mas a siniestra que a diestra, y siguen tan lisos, excavando en la mina particular en que han convertido esta tierra, sin que gesto alguno delate remordimiento de conciencia.
Ellos sueltan su sarta de disparates, de los que pocas veces llegan a realizar uno en concreto, y nosotros escuchamos dándoles, mal que nos pese, el completo derecho a hacerlo; después de todo, si usted no está en una cola o en algún sitio público, (la televisión no cuenta, es de ellos) se supone que cada venezolano puede expresar su opinión. Es decir, cada venezolano, ellos incluidos, puede decir misa, si tiene quien se la oiga; pues bien, con ese dicho castizo tan propio de mis tías merideñas, nosotros nos instalamos en el centro del problema; resulta, para nuestro pesar, que ellos tienen quien se las oiga: ni más ni menos que TODOS los venezolanos, quienes los adversan y los poquitos que los apoyan. Con semejante auditorio, tener un verbo efectista (materia en la que son aventajados) es no solo fácil, también muy conveniente. Sería bueno hacer, por pocos instantes, el ejercicio de no escucharlos o por lo menos, de darles la espalda y no repetir con tanta intensidad cada palabra desafortunada que sale de sus bocas; como la famosa frase aquella, de contenido religioso que no pienso repetir aquí, porque nos convirtió a todos en majaderos reproductores de un mensaje sin ningún sentido, posiblemente dicho con la marcada intención de disfrazar la vacuidad de un momento en el que el país nacional, exigía cuentas claras y chocolate espeso.
Yo estoy seguro que se puede hablar de otra cosa. Que nuestras cenas y encuentros con amigos no tienen, obligatoriamente, que ser ocasiones para repetir una vez y otra las anécdotas no siempre ciertas que ilustran los desaguisados de los camaradas. No solo estoy seguro, creo que es menester hacerlo para empezar a acostumbrarnos. De no hacerlo, corremos el riesgo de no saber que hablaremos el día (no muy lejano, esperamos) en que por fin se acabe esto-que-nos-está-pasando.
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