Tengo que confesar que a pesar de mis cabellos blancos, me
encanta (y me llevo bien con) la tecnología. Me gustan los aparaticos que hacen
la vida fácil, sobre todo los que sirven para mantenernos tanto informados como
comunicados. Soy fanático de Internet al punto de no entender como habíamos
vivido "felices" antes de la aparición de lo que considero el mejor
invento de mi tiempo.
Tal vez por esa razón es que me atreví a debutar en el
universo de las colas. Alguien me informó que en una nueva tienda estaban
vendiendo tablets a excelente precio.
En realidad no necesito una; pero, la idea de actualizar mis gadgets es tan atractiva, que sucumbí a
la opción de pasar la mañana del asueto de viernes de feria, haciendo la cola
para adquirir una. En este momento, perfecto mediodía merideño, estoy
cumpliendo con el modus vivendi del
venezolano del siglo XXI: la compra controlada.
En clara contradicción con toda la lógica de mercado que impera desde que el hombre es hombre, comprar, en esta tierra de gracia, se ha convertido en una perfecta odisea: no se va de compras por el placer de buscar alguna cosa que quieres tener, por el mero gusto de tener, sino que aprovechas, a trochas y mochas, la oportunidad que a modo dádiva te ofrece el omnipotente estado, dueño de casi todo lo que el ciudadano de a pie anhela poseer.
Cierto que dicho de esa forma estoy haciendo una antipática apología del consumo, cosa que muy probablemente está lo más reñido con mi crecimiento espiritual y el ascenso a los cielos; pero, yo no puedo fácilmente desprenderme del hábito pitiyanqui de comprar lo que quiera, cuando quiera, en los vericuetos divertidos de la oferta y la demanda. Seguro estoy, además, que tan mala costumbre la comparte un inmenso número de compatriotas. Quizás por ellos hablo.
Empezó, hace relativamente poco tiempo, como un rumor inofensivo comentado en familia, "está haciéndose difícil conseguir tal o cual cosa" comenzamos pues, a sustituir primero los ingredientes de nuestra comida para, poco a poco, cambiar también el menú diario. La repentina escasez de azúcar, por ejemplo, se suple con papelón (que además es más sano, nos consolamos) y la inexplicable ausencia de otras cosas, nos dio excusas para una creatividad insospechada. Hasta que la oscuridad se adueño de los anaqueles. No es solo la inexistencia de insumos tan básicos como el papel higiénico, es que el cerco del no hay, se instaló en nuestra cotidianidad de consumidores penantes. Un dolor de cabeza se resuelve con técnicas chamánicas pues no se pueden comprar analgésicos y algunos muy lamentables casos de enfermedades graves (cuya suerte habría sido muy otra) se han resuelto en la funeraria, debido a la imposibilidad de obtener el tratamiento adecuado. Situaciones menos extremas se convierten en temas de vida o muerte y tras cada producto que no llega a las tiendas, un inmenso mercado negro acaba nuestras menguadas economías.
La respuesta, entonces, ha sido apretar la tuerca de los controles, con la vana esperanza, supongo, de convencernos a abandonar la compra. El nuevo comerciante venezolano ya no tiene como meta vender sus mercancías. Pretende mantenerlas en algún depósito oculto hasta que la cuerda de sus controladores reviente por el delgado lado de los precios, o se "esfuerza" en lograr una distribución “equitativa” de su escasa mercadería para no meterse en líos con el gigante que parece vigilarlo en todas las esquinas de su tienda. Al hacerlo, traslada al cliente las normas absurdas que se le imponen junto a precios ridículos y márgenes de ganancia que no permiten ni el pago del alquiler del local. Por ejemplo: durante la hora larga que he permanecido en esta cola, cuatro empleados de la tienda, en cuatro oportunidades distintas, han salido a recordarnos las dificultades que probablemente encontremos para comprar la tablet (regulada a un precio estúpidamente barato). De tales dificultades - muchas y muy variadas - una en particular me llama poderosamente la atención: no está permitido pagar el importe del aparato en efectivo. Una norma que en realidad es una medida en contra de los empleados de la tienda y que ellos aceptan sin darse cuenta de lo que realmente significa: El dueño, (o quien quiera que cumpla sus funciones, pues ya sabemos que en esta nueva Venezuela, los dueños verdaderos de una tienda que se permita vender electrodomésticos a precios de risa, no son nunca los que aparentan, sino los que son) simplemente piensa que sus empleados lo van a robar, los empleados aceptan ser tratados como ladrones y todos felices. Hace mucho rato que la honestidad dejo de ser una virtud que se defiende; en el fondo, todos sabemos que puestos en el trance de hacerlo, seguramente dispondremos de lo ajeno para completar nuestras arcas. Fuera de esa vistosa nimiedad, la antipatía, el mal trato, la seguridad odiosa de que el poder más pequeño de todos reside en las manos del vendedor y, lo peor, la incertidumbre de no saber si, en el último minuto, alguna disposición surgida de la nada te impedirá comprar lo que en otras circunstancias solo sería un trámite de menos de 10 minutos, redondea mi odisea mañanera.
Permanezco estoicamente en una fila llena de muchachos clase media alta que visten zapatos Clark y hablan de lo mucho que a sus padres les ha costado comprar una camioneta de alta gama (tres de ellos comparan las comisiones pagadas al distribuidor del vehículo por excelencia del venezolano siglo XXI y, la verdad, es que me parecen cantidades tan inverosímiles que agradezco a Dios por mi desvencijado Tempra del siglo pasado) Sin embargo, la aparente frivolidad del momento puede compararse a las colas de amas de casa despeinadas y sudorosas en procura de pañales para sus hijos o un par de kilos de detergente. El único interés es conseguir el producto que el estado omnipotente pone en sus manos a precios de ganga. Hoy es una tablet, mañana una lavadora, quizás después un automóvil. La urgencia de comprar mantiene un país entero ocupado en sus penurias, calculando las ganancias que se derivan de su mendicidad.
La Harina PAN y la margarina que hace meses se convirtió en artículo de lujo o moneda de trueque mendicante, aparecerá mañana en otra cola y será bendita. Entre tanto, terminaremos de olvidar los tiempos en que las cosas estaban allí, en el anaquel de la tienda, para que fueran compradas por quien pudiera pagarlas, resabios malditos de un capitalismo imperial que hoy se conoce como guerra económica y no tiene mayor asidero que la ignorancia resignada de un gentilicio que vive con la mano extendida y se conoce, en las altas esferas, como el hombre nuevo del siglo XXI. Salud, pues.
En clara contradicción con toda la lógica de mercado que impera desde que el hombre es hombre, comprar, en esta tierra de gracia, se ha convertido en una perfecta odisea: no se va de compras por el placer de buscar alguna cosa que quieres tener, por el mero gusto de tener, sino que aprovechas, a trochas y mochas, la oportunidad que a modo dádiva te ofrece el omnipotente estado, dueño de casi todo lo que el ciudadano de a pie anhela poseer.
Cierto que dicho de esa forma estoy haciendo una antipática apología del consumo, cosa que muy probablemente está lo más reñido con mi crecimiento espiritual y el ascenso a los cielos; pero, yo no puedo fácilmente desprenderme del hábito pitiyanqui de comprar lo que quiera, cuando quiera, en los vericuetos divertidos de la oferta y la demanda. Seguro estoy, además, que tan mala costumbre la comparte un inmenso número de compatriotas. Quizás por ellos hablo.
Empezó, hace relativamente poco tiempo, como un rumor inofensivo comentado en familia, "está haciéndose difícil conseguir tal o cual cosa" comenzamos pues, a sustituir primero los ingredientes de nuestra comida para, poco a poco, cambiar también el menú diario. La repentina escasez de azúcar, por ejemplo, se suple con papelón (que además es más sano, nos consolamos) y la inexplicable ausencia de otras cosas, nos dio excusas para una creatividad insospechada. Hasta que la oscuridad se adueño de los anaqueles. No es solo la inexistencia de insumos tan básicos como el papel higiénico, es que el cerco del no hay, se instaló en nuestra cotidianidad de consumidores penantes. Un dolor de cabeza se resuelve con técnicas chamánicas pues no se pueden comprar analgésicos y algunos muy lamentables casos de enfermedades graves (cuya suerte habría sido muy otra) se han resuelto en la funeraria, debido a la imposibilidad de obtener el tratamiento adecuado. Situaciones menos extremas se convierten en temas de vida o muerte y tras cada producto que no llega a las tiendas, un inmenso mercado negro acaba nuestras menguadas economías.
La respuesta, entonces, ha sido apretar la tuerca de los controles, con la vana esperanza, supongo, de convencernos a abandonar la compra. El nuevo comerciante venezolano ya no tiene como meta vender sus mercancías. Pretende mantenerlas en algún depósito oculto hasta que la cuerda de sus controladores reviente por el delgado lado de los precios, o se "esfuerza" en lograr una distribución “equitativa” de su escasa mercadería para no meterse en líos con el gigante que parece vigilarlo en todas las esquinas de su tienda. Al hacerlo, traslada al cliente las normas absurdas que se le imponen junto a precios ridículos y márgenes de ganancia que no permiten ni el pago del alquiler del local. Por ejemplo: durante la hora larga que he permanecido en esta cola, cuatro empleados de la tienda, en cuatro oportunidades distintas, han salido a recordarnos las dificultades que probablemente encontremos para comprar la tablet (regulada a un precio estúpidamente barato). De tales dificultades - muchas y muy variadas - una en particular me llama poderosamente la atención: no está permitido pagar el importe del aparato en efectivo. Una norma que en realidad es una medida en contra de los empleados de la tienda y que ellos aceptan sin darse cuenta de lo que realmente significa: El dueño, (o quien quiera que cumpla sus funciones, pues ya sabemos que en esta nueva Venezuela, los dueños verdaderos de una tienda que se permita vender electrodomésticos a precios de risa, no son nunca los que aparentan, sino los que son) simplemente piensa que sus empleados lo van a robar, los empleados aceptan ser tratados como ladrones y todos felices. Hace mucho rato que la honestidad dejo de ser una virtud que se defiende; en el fondo, todos sabemos que puestos en el trance de hacerlo, seguramente dispondremos de lo ajeno para completar nuestras arcas. Fuera de esa vistosa nimiedad, la antipatía, el mal trato, la seguridad odiosa de que el poder más pequeño de todos reside en las manos del vendedor y, lo peor, la incertidumbre de no saber si, en el último minuto, alguna disposición surgida de la nada te impedirá comprar lo que en otras circunstancias solo sería un trámite de menos de 10 minutos, redondea mi odisea mañanera.
Permanezco estoicamente en una fila llena de muchachos clase media alta que visten zapatos Clark y hablan de lo mucho que a sus padres les ha costado comprar una camioneta de alta gama (tres de ellos comparan las comisiones pagadas al distribuidor del vehículo por excelencia del venezolano siglo XXI y, la verdad, es que me parecen cantidades tan inverosímiles que agradezco a Dios por mi desvencijado Tempra del siglo pasado) Sin embargo, la aparente frivolidad del momento puede compararse a las colas de amas de casa despeinadas y sudorosas en procura de pañales para sus hijos o un par de kilos de detergente. El único interés es conseguir el producto que el estado omnipotente pone en sus manos a precios de ganga. Hoy es una tablet, mañana una lavadora, quizás después un automóvil. La urgencia de comprar mantiene un país entero ocupado en sus penurias, calculando las ganancias que se derivan de su mendicidad.
La Harina PAN y la margarina que hace meses se convirtió en artículo de lujo o moneda de trueque mendicante, aparecerá mañana en otra cola y será bendita. Entre tanto, terminaremos de olvidar los tiempos en que las cosas estaban allí, en el anaquel de la tienda, para que fueran compradas por quien pudiera pagarlas, resabios malditos de un capitalismo imperial que hoy se conoce como guerra económica y no tiene mayor asidero que la ignorancia resignada de un gentilicio que vive con la mano extendida y se conoce, en las altas esferas, como el hombre nuevo del siglo XXI. Salud, pues.
No hay comentarios:
Publicar un comentario