Recientemente escuché a un analista político decir que era muy difícil
gobernar un país habitado por 30 y pico de millones de politólogos. Esa
afirmación me gustó, aunque me gustaría mucho más si cambiáramos el verbo
gobernar (una acción que desconocemos en los años actuales) por vivir; una
acción más parecida a lo que hacemos los venezolanos del siglo XXI aunque no a
plenitud, ni mucho menos. Vivimos más bien a trancas y barrancas y con el
credo en la boca, ensartados en una tarea incomprensible a la que llamo politificar. Todo tiene que ver con esto-que-nos-está-pasando. Fieles
cultores de esa especie de destino atávico que nos pone a salvo de cualquier
responsabilidad, solemos repetir consejas y frases hechas, para justificar la
espera colectiva por el "líder" que ponga freno a la rodada; incluso,
quienes con su voto contribuyeron la vez primera a instalar al difunto en las
alturas, hoy, evidenciado un error que ya era obvio en 1999, esgrimen excusas baladíes
para escurrir un bulto que pesa toneladas de culpa.
Esto-que-nos-está-pasando, sin embargo, ya está claro: la luz
de los acontecimientos de los últimos días - y lo que nos falta por ver - parece
que comienza a arrojar las primeras muestras de acuerdo, si no en el fondo, al
menos, sin duda alguna, en las formas. Conceptualmente, digamos, hay una voz
colectiva que se oye cada vez con más frecuencia: Dictadura, decimos al unísono
los que vivimos diariamente el desasosiego de un miedo que nos impide ahondar
en la comprensión de esa palabra malsonante tras la cual se esconden todos los
horrores de este mundo. Trujillo, en la remota República Dominicana de los años 40
y 50 se fue a la tumba (de una manera muy sangrienta por cierto) después de
haber diseñado numerosos accidentes de tráfico a la medida de sus opositores.
Stroessner, en el rural Paraguay de mediados del siglo XX, calló la voz y la vida
de los pocos que se atrevieron a hablarle duro, hasta terminar - en el exilio - con sus propios
huesos carcomidos por un cáncer tan aplaudido, como muchas veces negado. Videla,
ese general que se hizo con Argentina un sayo, logró hacer desaparecer sin
rastro a tanta gente incómoda, que no pasa un día del siglo XXI sin que alguna
madre o abuela sureña salga a buscar una pista que la lleve a sus entrañas.
Pinochet, aquel mal nacido hijo de un Chile desvastado por el comunismo inútil,
dejó para la historia un legado tan oscuro que recordarlo, aun tangencialmente,
es tarea que espeluzna y degrada la condición humana. En común tienen un título
incomodo, desgraciado, irritante, no para quien lo lleva, sino para quien lo
admite: dictadores. Hombres que creyendose predestinados se encubrieron en el
poder para onanizar su egolatria. Tienen en comun también su escaso nivel de
tolerancia, está usted con ellos o es usted un enemigo que no merece ni el aire
que respira. Ponen a disposición de tal intolerancia prácticas oprobiosas como
carceles en donde se maltratan cuerpos para ver si se pueden quebrar
conciencias o, directamente, muertes accidentales cuyo claro mensaje casi
siempre exhibe acuso de recibo y, al lado de tales horrores, el imperio del
miedo, eso que algunos de nuestros analistas de peluqueria también llaman sicoterror tal vez porque la palabra se parece
mucho a una mazmorra.
Definitivamente no es fácil vivir en medio de tales
"circunstancias" pero, mucho menos lo es si, para hacerlo, tenemos que
sortear todo tipo de diagnósticos. Vivimos, y eso ya es mucho decir, analizando
nuestras desgracias, cuantiosas a no dudarlo, esperando posiblemente que la
repetición perversa de todo lo que nos aqueja sirva de conjuro para salir de
esto. Sabemos lo que nos sucede. Lo vivimos a diario. Repetimos soluciones que
otro tendrá que poner en práctica y tenemos la certeza absoluta de que el otro
chapalea en sus equivocaciones.
Pero, ¿qué hacemos nosotros para poner el estropicio a nuestras
espaldas? Hace algunos años, en una visita a amigos en Bogotá comenté a uno de
mis anfitriones lo mucho que la ciudad había cambiado. Victima por muchos años
de las más terribles atrocidades, Santa Fe de Bogotá representó uno de los
periodos más atroces de la historia reciente latinoamericana, vivir en esa
hermosa capital significaba exponerse diariamente a volar por los aires
despedazado por los efectos de un atentado terrorista o pasar algunos meses a
la sombra en manos de profesionales del secuestro. Visitar Bogotá no era una
opción y el mundo lo comprendió al conocer una de las mayores diásporas del
siglo XX. Parecía que un día cualquiera la capital de Colombia se convertiría
en pueblo fantasma. Poco a poco la ciudad (y con ella otras, emblemáticas del
mal vivir y el desasosiego, como Medellín por ejemplo) comenzaron a limpiar su
faz. Por supuesto que fue difícil, es más, por supuesto que la ciudad necesitó
enfrentar terribles dolores en ese proceso de cambio; pero, hoy, a pesar de los
pesares, la cara que exhibe es fascinante. Aun cuando sigamos pensando que sus políticos
y sus dirigentes son "más de lo mismo" (mal endémico del continente)
tenemos que admitir que Santa Fe de Bogotá es una ciudad repleta de bondades.
Haciendo esa reflexión con mi amigo Juan Camilo, un escritor más bogotano que
el ajiaco, él se aventuró una teoría que diariamente resuena en mis oídos
-
"Yo creo, me dijo mientras caminábamos por La
Candelaria, que los bogotanos nos
hartamos de tanta desgracia y cada uno, desde su trinchera, decidió vivir bien;
a los golpes recibidos, poco a poco comenzamos a responder haciendo de esta
ciudad el lugar en el que queríamos vivir"
No sé si Juan Camilo tiene razón o no pues dicho de ese modo suena
demasiado sencillo, cualidad que no suelen tener situaciones tan tremendas como
el infortunio que afrontamos nosotros; pero, darle por lo menos el beneficio de
la duda, a mí personalmente me parece posible. ¿Qué estás haciendo tú para
responder a los golpes haciendo de tu ciudad el lugar en el que quieres vivir?
¿Has pensado que realmente, el país, ese lugar más o menos idílico que
significa patria entre otras cosas,
empieza en el portal de tu edificio? ¿Qué has hecho, además de quejarte
amargamente, para construir el futuro?
Estemos claros en algo: podemos lograr un cambio en las estructuras
políticas que nos han sumido en este caos, eso no es imposible; pero, eso no es
otra cosa que un intento, posiblemente cuesta arriba de comenzar a pensar el futuro.
La cotidianidad no va a mejorar, por arte de magia, el día que logremos
reinstaurar la democracia; es más, cuidado y empeora.
De modo que aquí estoy, apesadumbrado, lleno de miedos, imposibilitado
de ver más allá de mi postigo, proponiendo formalmente que comencemos a
alternar espacios. Es muy bueno tener la valentía de alzarle la voz al régimen,
convertirse en arte y parte de un proceso electoral o dejar la vanidad en casa para
ponerte unas horas bajo el sol a sostener una pancarta; pero, si después de
hacerlo orinamos en la avenida porque nos estamos cayendo a palos en la puerta
de un edificio cualquiera, no estamos haciendo nada por esa cosa inasible que
todos llaman "mi patria".
Yo estoy seguro que se puede. Es solo cuestión de intentarlo: el día que
comprendamos que una ciudad limpia, bonita, con habitantes que son amables y se
respetan entre sí y con espacios donde lo que vale es la gratificación de los
sentidos y la buena conversación, comprenderemos también que no somos una recua de ganado y habremos
comenzado a recuperar, verdaderamente, la dignidad perdida. Créanmelo, a un
pueblo que se sostenga sobre las piernas de su propia dignidad, no hay dictador
ni reyezuelo que lo doblegue.
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