Ha sucedido del mismo modo en que una noche de sueños se
torna insoportable por una pesadilla. Para nada de lo que estamos viviendo
habíamos sido preparados: de pronto, sin advertencia previa, los más horribles presagios se hicieron
realidad, con cruces. Venezuela es, hoy día, un vasto territorio en guerra. Un
vasto lodazal hecho de sangre.
Ya no importa saber quién es el culpable; la obviedad ha
hecho innecesario establecer responsabilidades. Las víctimas; es decir, todos,
estamos demasiado ocupados en restañar
las heridas, cuando la suerte
quiere que tengamos fuerzas para eso. Lo único que nos importa es evitar formar
parte de una estadística. Cada salida de casa, a cualquier hora del día y de la
noche requiere una estrategia de sobrevivencia, un adecuado plan para enfrentar
el gran imponderable: ¿Cuándo me tocará a mí? Aunque encomendarse a Dios nunca
está de más, hacerlo tomando toda clase de precauciones es tarea cotidiana e
indispensable del venezolano del siglo XXI. El miedo, esa cosa paralizadora de
la que todos hemos abjurado alguna vez, gana con las horas mayores espacios.
Somos paranoicos de nosotros mismos y, aun cuando sonreímos anunciando estar
muy bien, la verdad es que estamos - vivimos - cercados por una violencia inenarrable.
Lo más probable (no sé de estadísticas) es que un altísimo porcentaje de nosotros haya tenido que "dialogar" alguna vez en estos últimos años con el hierro frio y poco amistoso de una pistola. Lo más probable (sigo negándome a comprender estadísticas) es que todos los habitantes de esta tierra de gracia, tengan en su haber la cicatriz de una ráfaga que, vestida de asquerosa codicia, marcó de dolor la vida propia o la de algún afecto. Las balas que pueblan la patria del siglo XXI, han alcanzado - en el único ejercicio de perfecta democracia que conocemos - a todos los que, incluso, tienen la absurda manía de creerse a salvo; se entiende, esas son balas disparadas, sin mayor razón, por las manos casi vírgenes de niños que nunca han jugado con algo que les enseñe piedad. Son balas, a veces, disparadas por quienes tienen el deber de cuidarnos; son balas disparadas por quien da la orden y paga al dedo que aprieta el gatillo. En el ex país, no hace falta que tengas un objeto codiciable para recibir un tiro. En ocasiones, con tener 14 años y no estar de acuerdo, basta.
La sangre del venezolano de hoy se licua con lágrimas. En Venezuela, los hombres si lloran. Lo hacen con arrechera y lo hacen, de todos modos, para no reventar de dolor.
Lo más probable (no sé de estadísticas) es que un altísimo porcentaje de nosotros haya tenido que "dialogar" alguna vez en estos últimos años con el hierro frio y poco amistoso de una pistola. Lo más probable (sigo negándome a comprender estadísticas) es que todos los habitantes de esta tierra de gracia, tengan en su haber la cicatriz de una ráfaga que, vestida de asquerosa codicia, marcó de dolor la vida propia o la de algún afecto. Las balas que pueblan la patria del siglo XXI, han alcanzado - en el único ejercicio de perfecta democracia que conocemos - a todos los que, incluso, tienen la absurda manía de creerse a salvo; se entiende, esas son balas disparadas, sin mayor razón, por las manos casi vírgenes de niños que nunca han jugado con algo que les enseñe piedad. Son balas, a veces, disparadas por quienes tienen el deber de cuidarnos; son balas disparadas por quien da la orden y paga al dedo que aprieta el gatillo. En el ex país, no hace falta que tengas un objeto codiciable para recibir un tiro. En ocasiones, con tener 14 años y no estar de acuerdo, basta.
La sangre del venezolano de hoy se licua con lágrimas. En Venezuela, los hombres si lloran. Lo hacen con arrechera y lo hacen, de todos modos, para no reventar de dolor.
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